Читать книгу Como si existiese el perdón - Mariana Travacio - Страница 14
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Nos vamos. Juancho dice que se queda. Por Ramona y el bebé. Así me dijo el Tano cuando volvió de lo de Juancho aquella mañana. A casa de mi hermana, vamos. Ella sabrá recibirnos. Yo le tenía respeto al Tano: le pregunté poco. Sabía que él había nacido ahí, en esa casa a la que ahora volvía. También sabía que había aparecido en nuestro pueblo buscando a una mujer de ojos negros que nunca encontró. Alcanzó a lavarse la herida, me hizo preparar un bolso, agarramos las cuatro cantimploras que teníamos y nos fuimos. Antes de salir, el Tano se puso a mirar fijo adentro del rancho. Al rato sacudió la cabeza, con la mirada todavía clavada en esas paredes, como si se estuviera despidiendo de algún fantasma que se dejaba ahí. Después cerró la puerta y me señaló el sur. Me dijo que caminaríamos treinta kilómetros hasta un lugar que él conocía: ahí están los Torales, ellos nos prestan los caballos. Empezamos la caminata con el sol tórrido del mediodía. A paso ágil, según el Tano, conseguíamos los caballos antes de las cinco. Mirá, Manoel, me dijo, para mañana a la mañana tenemos que estar lejos; a las cinco nos subimos a esos caballos y solo paramos para darles agua. Apenas escuché eso, apreté sin querer las dos cantimploras que llevaba encima. El Tano se dio cuenta: donde vamos hay arroyos, Manoel; este agua es nuestra.