Читать книгу Como si existiese el perdón - Mariana Travacio - Страница 18
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La hermana del Tano era tan flaca y tan alta que me hacía acordar a esos espinos que teníamos allá. Se transportaba desde esas alturas con unos pasos tan decididos que no me acostumbraba: la seguía mirando con la misma sorpresa de cuando llegamos, todavía sacudiéndonos la carrera del viaje. Tenía la cara limpia, sin rastros de queja. Y hablaba igual que el Tano, como si hubiesen nacido con todas las respuestas adentro. Una vuelta le pregunté por qué no tuvo hijos. Me dijo que no se le dio. Así me dijo: no se me dio, Manoel. Le pregunté si no había tenido marido. Sí, tuve, me dijo. Se murió enseguida. Le pregunté si no quiso buscar otro. Que no, me dijo. No, Manoel, tuve ese solo. Su casa era de una escasez persistente, pero a mí me parecía un palacio. Recién llegados, eso creí que era, un palacio de techos altos y paredes sólidas con un patio en el centro y ese zaguán por donde la veíamos pasar, cuando salía a la vereda, a tomar unos mates en la brisa corta de esos días. Con el tiempo me di cuenta de que era una de las casas más humildes y viejas de la ciudad. Pero cuando llegamos, más bien me parecía una fortaleza. Cuando el miedo apretaba, me calmaba mirar esas paredes. Nunca había soñado con una casa tan entera.