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1 ¿Qué es el bienestar?

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La verdad acerca de cómo empezó la psicología positiva ha sido un secreto hasta el día de hoy. Cuando me eligieron presidente de la American Psychological Association en 1997, el volumen de mi correo electrónico se triplicó. Rara vez contesto el teléfono y ya nunca uso el correo tradicional, pero como hay un juego de bridge que dura las veinticuatro horas del día en internet, respondo mi correo electrónico de manera veloz y diligente. Mis respuestas tienen apenas la extensión que se ajusta al tiempo que mi compañero necesita para jugar la mano cuando soy el “muerto”. (Mi dirección electrónica es seligman@psych.upenn.edu, y te invito a escribirme por correo electrónico siempre que lo desees si no te molestan las respuestas de una oración.)

Sin embargo, un correo electrónico que recibí a finales de 1997 me desconcertó y lo guardé en mi carpeta titulada “¿Eeeh?”. Decía simplemente: “¿Por qué no viene a verme a Nueva York?” y estaba firmado sólo con unas iniciales. Un par de semanas después, me hallaba en una fiesta con Judy Rodin, que a la sazón era la presidenta de la Universidad de Pennsylvania, donde he dado clases desde hace cuarenta años. Judy, hoy presidenta de la Rockefeller Foundation, era estudiante de último grado en Penn cuando yo era estudiante de posgrado de primer año, y ambos trabajamos en el laboratorio de experimentación con animales del profesor de psicología Richard Solomon. En seguida nos hicimos amigos, y observé con admiración y algo más que un poco de envidia cuando Judy, a una edad sorprendentemente joven, pasó de ser presidenta de la Eastern Psychological Association a presidenta del departamento de psicología de la Universidad de Yale, a decana y vicerrectora de Yale y luego a presidenta de Penn.1 En el ínterin, nos las ingeniamos para colaborar en un estudio en el que investigamos la correlación del optimismo con un sistema inmunitario fuerte2 en adultos mayores cuando Judy dirigía el formidable proyecto de la MacArthur Foundation sobre psiconeuroinmunología, ciencia que estudia las maneras en que los acontecimientos psicológicos influyen en los acontecimientos neurológicos, los cuales, a su vez, influyen en los acontecimientos inmunitarios.

–¿Conoces a un tal “PT” que haya podido enviarme un correo electrónico para invitarme a Nueva York? —pregunté a Judy, que conoce a todo aquel que es alguien en la vida.

–¡Ve a verlo! —exclamó entusiasmada.

Por consiguiente, dos semanas después me encontré ante una puerta sin letrero en el octavo piso de un edificio de oficinas pequeño y mugriento en las entrañas de la parte baja de Manhattan. Entré en una habitación sin adornos ni ventanas en la que estaban sentados dos hombres canosos, vestidos con traje gris, y había un teléfono con altavoz.

–Somos los abogados de una fundación anónima —explicó uno de ellos, que se presentó como PT—. Seleccionamos ganadores, y usted es un ganador. Nos gustaría saber qué tipo de beca e investigación desea realizar. No vigilaremos su trabajo. Sin embargo, debemos advertirle desde un principio que si revela nuestra identidad suspenderemos de inmediato el financiamiento que le otorgamos.

Expliqué brevemente a los abogados y al altavoz una de mis iniciativas de la APA: la guerra etnopolítica (decididamente, nada que ver con la psicología positiva), y comenté que me gustaría celebrar una reunión con las cuarenta personas principales que trabajaban en el tema del genocidio. Quería averiguar cuándo ocurren o no los genocidios mediante la comparación entre las circunstancias que rodearon la docena de genocidios del siglo XX con las cincuenta situaciones plagadas de odio en las que debería haberse producido un genocidio, pero que no acabaron así. Luego editaría un libro sobre cómo evitar el genocidio en el siglo XXI.

–Gracias por informarnos —respondieron ellos después de sólo unos cinco minutos—. Cuando llegue a su oficina, ¿sería tan amable de enviarnos una página al respecto? Y no olvide incluir el presupuesto.

Dos semanas después, apareció un cheque de más de 120,000 dólares en mi escritorio. Fue una sorpresa encantadora, puesto que casi toda la investigación académica que conozco se financia con tediosas solicitudes de subvenciones, revisiones arbitradas fastidiosas, retrasos burocráticos, oficiosos y desmesurados, correcciones dolorosas y luego el rechazo o, en el mejor de los casos, recortes presupuestarios desalentadores.

Celebré la reunión de una semana de duración y seleccioné Derry, en Irlanda del Norte, como ubicación simbólica. Cuarenta académicos, la crema y nata de la violencia etnopolítica, asistieron.3 Todos salvo dos se conocían por el circuito de las ciencias sociales. Uno de ellos era mi suegro, Dennis McCarthy, un industrial británico jubilado. El otro era el tesorero de una fundación anónima, un profesor de ingeniería jubilado de la Universidad de Cornell. Y el volumen Ethnopolitical Warfare,4 editado por Daniel Chirot y yo, se publicó, en efecto, en 2002. Vale la pena leerlo, pero no se trata de eso esta historia.

Casi había olvidado esta generosa fundación, cuyo nombre aún desconocía, cuando recibí una llamada del tesorero aproximadamente seis meses después.

–Fue una excelente reunión la que celebró en Derry, Marty. Conocí a dos personas brillantes ahí: el antropólogo médico Mel Konner5 y a este amigo McCarthy. Por cierto, ¿a qué se dedica? ¿Y qué quiere hacer usted ahora?

–¿Ahora? —tartamudeé, totalmente desprevenido para solicitar más financiamiento—. Bueno, estoy pensando en algo que llamo “psicología positiva” —expliqué mi idea más o menos en un minuto.

–¿Por qué no viene a vernos a Nueva York? —invitó.

La mañana de esa visita, Mandy, mi esposa, me ofreció mi mejor camisa blanca.

–Me parece que debería ponerme la del cuello desgastado —respondí, pensando en la modesta oficina en la parte baja de Manhattan. El edificio de oficinas, sin embargo, había cambiado a uno de los más lujosos de Manhattan, y ahora la sala de juntas del último piso era espaciosa y tenía grandes ventanales, pero aún estaban los mismos dos abogados y el teléfono con altavoz, y la puerta seguía sin letrero alguno.

–¿Qué es esto de la psicología positiva? —preguntaron. Después de una explicación de más o menos diez minutos, me acompañaron a la salida y pidieron—: Cuando llegue a su oficina, ¿sería tan amable de enviarnos tres páginas sobre esto? Y no olvide incluir el presupuesto.

Un mes después, apareció un cheque por 1.5 millones de dólares.

Esta historia tiene un final tan extraño como su comienzo. La psicología positiva empezó a florecer con este financiamiento, y la fundación anónima debió de haberlo notado, porque dos años después recibí otro correo electrónico de un renglón enviado por PT.

–¿La dimensión Mandela-Milosevic es un continuo? —preguntó.

“Hmmm… ¿qué significará esto?”, me pregunté. Sin embargo, como esta vez estaba seguro de que no se trataba de ninguna broma, reflexioné en la pregunta y envié a PT una respuesta larga y erudita en la que explicaba lo que conocía sobre el carácter y la naturaleza de los santos y los monstruos.

–¿Por qué no viene a visitarnos a Nueva York? —me respondió.

Esta vez me puse mi mejor camisa blanca y encontré un letrero en la puerta que decía “Atlantic Philanthropies”. Resultó que la fundación era producto del donativo de una sola persona generosa, Charles Feeney,6 que había hecho su fortuna con tiendas en zonas libres de impuestos y había donado todo el dinero (5,000 millones de dólares) a un fideicomiso dedicado a hacer buenas obras. La ley estadunidense lo había obligado a asumir un nombre público.

–¿Le gustaría reunir a los principales científicos y especialistas en el tema y responder la pregunta sobre Mandela y Milosevic desde el punto de vista genético hasta la perspectiva de las ciencias políticas y la sociología del bien y el mal? —inquirieron—. Y nos proponemos darle 20 millones de dólares para hacerlo.

Era mucho dinero; desde luego, una cantidad muy superior a mi sueldo, y mordí el anzuelo. Caí redondito. En los siguientes seis meses, los dos abogados y yo sostuvimos reuniones con especialistas y preparamos una y otra vez la propuesta para que el consejo de administración le diera el visto bueno a la siguiente semana. Contenía ciencia excelente.7

–Estamos muy avergonzados, Marty —comunicó PT por teléfono—. El consejo de administración rechazó nuestra propuesta por primera vez en nuestra historia. No les gustó la parte de la genética. Dicen que es un tema político demasiado explosivo.

En menos de un año, estos dos maravillosos guardianes de las buenas obras, personajes sacados directamente de The Millionaire (una serie de televisión de la década de 1950 que dejó su impronta en mí, que en aquel entonces era sólo un adolescente; en ese programa, una persona se presentaba de pronto a la puerta de tu casa con un cheque de un millón de dólares), habían renunciado.

Seguí las buenas obras que Atlantic Philanthropies hizo en los siguientes tres años (financiamiento para África, los ancianos, Irlanda y algunas escuelas) y decidí llamar por teléfono al nuevo director general, que aceptó la llamada. En seguida me di cuenta de que se estaba preparando para recibir otra solicitud de fondos.

–Llamé sólo para decirle gracias y pedirle que transmita mi profundo agradecimiento al señor Feeney —comencé—. Llegaron en el momento preciso e hicieron la inversión adecuada en la descabellada idea de una psicología sobre lo que hace que la vida valga la pena. Nos ayudaron cuando acabábamos de nacer, y ahora no necesitamos más financiamiento porque la psicología positiva es capaz de sostenerse por sí misma. Pero esto no habría sido posible sin Atlantic.

–Nunca había recibido una llamada así —respondió el director general, desconcertado.

Florecer

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