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I. Punto de partida

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Al igual que en otros países, en España también se ha debatido intensamente sobre cómo afrontar la creación y gestión de infraestructuras y la prestación de servicios ligados al sector público.

Conceptualmente, las opciones posibles se han reconducido a dos modelos. La gestión directa, esto es, a la creación y/o gestión de las infraestructuras o servicios por la propia Administración o por entidades creadas y dependientes de la Administración titular del servicio o de la infraestructura. O un modelo de gestión indirecta, basado o bien en la encomienda a un ente privado de la creación y/o gestión de las infraestructuras o servicios previa adjudicación de un contrato de naturaleza concesional, o bien a través de una empresa de capital mixto en la que conjuntamente participen el sector público y el privado.

En España el modelo más tradicional de gestión indirecta ha consistido, ya desde el siglo XIX, en la externalización del sector público al privado de la ejecución de obras y la prestación de servicios públicos a través de la celebración de contratos de concesión. Estos contratos implicaban siempre el reconocimiento de un derecho de explotación de las obras o servicios a favor del concesionario, pero –como se explicará– no necesariamente conllevaban la transferencia al concesionario de lo que ahora la Directiva 23/2014/UE denomina “riesgo operacional”. Precisamente ese es uno de los aspectos que ha debido corregir el legislador español para adaptar la regulación nacional a las exigencias del Derecho europeo.

Ahora bien, en España nunca ha habido una Ley de negocios de colaboración público-privada (PPP). No obstante, esto no ha impedido que desde hace ya varias décadas –especialmente por influencia de la experiencia británica de los años ochenta y noventa del siglo XX– se utilice doctrinalmente la expresión de PPP.

En general, cuando se cita el acrónimo anglosajón PPP se está aludiendo a una pluralidad de fórmulas de gestión en las que al menos una entidad pública y una privada colaboran de forma voluntaria y compartiendo riesgos, costes y beneficios en la realización de obras y/o la prestación de servicios relacionados con las responsabilidades del sector público2. La PPP en sentido anglosajón parece estar especialmente vinculada a la realización de proyectos complejos y sofisticados que requieren de una importante financiación y respecto de los cada una de las partes intervinientes asume los distintos tipos de riesgo vinculados a cada proyecto.

Pues bien, en España, los modelos de gestión conocidos como PPP, desde el punto de vista jurídico, se llevan fundamentalmente a cabo a través de la celebración de contratos de concesión de obras y de contratos de concesión de servicios o a través de la constitución de “sociedades de economía mixta” –PPP institucional–. En España, la regulación de estas variantes tradicionalmente se encuentra en la legislación de contratos del sector público, hoy en día en la Ley 9/2017 (LCSP).

Ahora bien, además de la normativa que regula las concesiones de naturaleza contractual, en España existe otra legislación aplicable a las llamadas “concesiones demaniales”3. A estas últimas no se les reconoce naturaleza contractual, –de hecho, están expresamente excluidas de la LCSP–, y la normativa en la que se regulan se refiere a las diversas fórmulas de utilización de los bienes de titularidad pública (gestión del patrimonio público4).

Quizás, por influencia de la terminología anglosajona y del protagonismo de ciertos proyectos de Public Private Projects (PPP), en la LCSP de 2007, –la que transpuso la Directiva 2004/18/EC–, el legislador español “tipificó” al margen de los contratos de concesión, un nuevo contrato precisamente denominado de “Colaboración entre el sector público y el sector privado”. Aquella Ley indicaba que esa modalidad se utilizaría para celebrar contratos de gran complejidad y, en todo caso, en ellos se reconocía al adjudicatario un derecho de explotación a las obras o los servicios. Por ello, nunca estuvo auténticamente clara la diferencia entre este contrato y los de concesión de obras y concesión de servicios. Además, en la práctica este tipo contractual tuvo muy poca aplicación. Se llegó a la conclusión de que la regulación de los contratos de concesión y de concesión de servicios eran suficiente y que este nuevo tipo contractual solo generaba confusión. De ahí que se haya suprimido con la aprobación de la LCSP de 20175, si bien es cierto que algunas voces empiezan a reclamar la necesidad de contar con un instrumento que permita configurar operaciones cuyo encaje parece desbordar las fronteras de la regulación hoy prevista para los contratos de concesión en la vigente LCSP.

Con todo, y por lo expuesto, cabe afirmar que tradicionalmente en España los negocios jurídicos empleados para poner en marcha cualquier tipo de gestión indirecta de obras o servicios públicos, –ya fuesen los proyectos más o menos complejos– han sido los contratos de concesión de obras o de servicios6.

En cualquier caso, la aprobación de la Directiva 23/2014/EU, sí ha supuesto una novedad importante en la forma de concebir en nuestro país los contratos de concesión de obras y de servicios. Ya se ha indicado que, si bien la celebración de estos contratos siempre implicaba el reconocimiento a favor del concesionario de un derecho de explotación de las obras o de los servicios objeto del negocio, no necesariamente conllevaban la transferencia al mismo del “riesgo operacional” en el sentido exigido por la Directiva. La nueva LCSP, de acuerdo con el Derecho europeo, obliga a que en las concesiones el “riesgo operacional” sea siempre asumido por los concesionarios.

Desde el punto de vista práctico, en las últimas décadas España sí ha recurrido de forma intensa a la celebración de contratos de concesión –obras y servicios– para poner en marcha importantes proyectos públicos. Las razones por las que las técnicas concesionales han tenido protagonismo son variadas: aprovechar los conocimientos y experiencia del sector privado o lograr una mayor flexibilidad en la gestión, etc. No obstante, en ocasiones el interés que han despertado se ha localizado en que el diseño del contrato de concesión correspondiente permitía no incrementar, al menos inicialmente, el déficit público. Por ejemplo, permitían dilatar en el tiempo el abono al concesionario de los pagos que pudiesen corresponder a la Administración. Tal ocurre, en los modelos de PPP basados en los denominados “shadow tolls”. Algunos órganos de control externo de las cuentas públicas han alertado del riesgo que podían representar este tipo de variantes de PPP en orden a cumplir los objetivos de estabilidad presupuestaria7 y recomendaban fijar límites legales al uso de estas fórmulas de PPP8.

Además, durante mucho tiempo no fue en absoluto inusual que, si un proyecto de concesión “fracasaba” o generaba pérdidas, estas fuesen esencialmente asumidas por el sector público. Así, en muchos contratos de concesión era frecuente atribuir el riesgo de demanda a la Administración pública concedente y que los estudios de viabilidad previos al otorgamiento de esas concesiones sobredimensionasen la demanda que tendría la obra o servicio objeto del contrato. Un caso reciente y muy mediático ha sido el rescate de una decena de concesiones de autopistas de peaje de la Comunidad de Madrid, por las que el Gobierno del Estado ha tenido que pagar miles de millones de euros a las antiguas empresas concesionarias.

En esta línea, hasta el año 2015 uno de los atractivos que presentaba para el sector privado la regulación de las concesiones en España se localizaba en el régimen aplicable a la “Responsabilidad Patrimonial de la Administración” (RPA), que se refiere a la obligación que incumbe a la Administración de indemnizar al concesionario por la extinción anticipada o resolución de la concesión9.

Pues bien, hasta finales de 2015 el Derecho español contaba con un régimen de RPA excesivamente desequilibrado a favor de los concesionarios. A la hora de regular las consecuencias de la resolución anticipada de una concesión, cualquiera que fuera la causa que la motivara y con independencia de quién fuera el responsable de la misma, se imponía a la Administración la obligación de abonar al concesionario el importe de las inversiones realizadas y todavía no amortizadas por razón de tres aspectos: expropiación de terrenos, ejecución de obras de construcción y adquisición de los bienes necesarios para la explotación de la concesión. A tal efecto, debía tenerse en cuenta su grado de amortización en función del tiempo que restara hasta el término de la concesión y lo establecido en su plan económico-financiero. Ahora bien, la RPA se reconocía siempre a favor de concesionario con independencia de que la resolución hubiera tenido lugar o no como consecuencia del abandono, la renuncia unilateral o el incumplimiento por el concesionario de sus obligaciones contractuales esenciales, o por razón de haberse llegado a una declaración en concurso de acreedores o declaración insolvencia del concesionario, por ejemplo, por falta de rentabilidad de la concesión. Naturalmente, en los casos en que la resolución del contrato tuviera lugar por causa imputable al concesionario se producía la incautación de la garantía, así como la obligación de indemnizar a la Administración por los daños y perjuicios ocasionados en lo que pudiera exceder del importe de la garantía incautada. Pero dicha culpabilidad no permitía imponer al concesionario la obligación de soportar las cargas de las inversiones realizadas y aún no amortizadas, que debían serle abonadas por la Administración.

Por otro lado, si la causa de la resolución fuera imputable a la Administración, esta debía indemnizar además al concesionario por los daños y perjuicios que se le hubieren irrogado; esto es, la indemnización debía alcanzar no solo el daño emergente, sino también el lucro cesante.

Pero lo que ahora pretende subrayarse es que, en todo caso, el fracaso de la concesión y su consiguiente resolución siempre conllevaba para el concesionario el reconocimiento del derecho a obtener una compensación a cargo de la Administración contratante por las inversiones realizadas y no amortizadas. Derecho de cobro que era frecuentemente objeto de pignoración en los contratos financieros, sirviendo como garantía pública para las entidades financiadoras.

La regulación de la RPA cambió en 2015 y ahora, como se explicará más adelante, si la extinción de la concesión se produce por causas imputables al concesionario, por ejemplo, por incurrir en bancarrota, se le compensará por el precio que la concesión alcance en el mercado.

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