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Extravío

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Un diálogo psicopoético es aquel que aun en su desorden (o acaso gracias a él) promueve un transportarse a otra vida.77 Un diálogo suelto, abierto, libre, pero sin temor ni rechazo al abigarramiento. Un diálogo que se desprende de sí mismo (en cuanto guion más o menos prescripto) en aras de favorecer el traslado del mundo hacia otra parte, no planificada; o, dicho de otra forma, un diálogo que viaja con los interlocutores en el acto de abandonar estancias previas para acceder a otras; de abrir nuevas dimensiones afectivas de la palabra y la acción en detrimento de fijaciones identitarias anteriores. En psicopoética Juan es Juan-mientras-deja-de-serlo: Juan se abandona a sí mismo, viaja para convertirse en otra(s) cosa(s) por la efervescencia idiográfica del propio encuentro. Así, el sujeto personal lleva el signo imprevisible del extravío en su interconexión heterogénea (ya Peter Sloterdijk ha dicho que el ser humano es un ser “un poco extraviado”).78 Viaja y se conecta para dejar de ser el mismo. Sustraerse a ese viaje –quedar petrificado en algún punto– significa cierta muerte simbólica que, sin embargo, también puede extenderse, desigualmente, en el ámbito de la interacción. El sujeto personal renace entremezclado con el mundo y vive muriéndose en ese periplo (inmanente) de des-sujeción.

Según Claudio Magris,79 habría dos formas de concebir un viaje: por un lado está el viaje de formación, en el cual su protagonista vuelve a casa, retorna al punto de partida en condiciones de mayor madurez y enriquecido de una u otra manera por la vida (el caso de Ulises en la Odisea es paradigmático). Por otro lado, está el viaje de deformación, cuya característica fundamental es que el protagonista nunca vuelve a casa, sino que se pierde en el trayecto (el ejemplo aquí podría ser el personaje de Ulrich, antihéroe principal de El hombre sin atributos de Robert Musil).80 Pues bien, considero que el ejercicio del diálogo que se fomenta al amparo de la práctica de la intervención psicológica o pedagógica propia de los dispositivos normalizadores de la modernidad en general promueve (o por lo menos en muchos casos aspira a lograr) los viajes de formación: se trata de un diálogo dirigido a la conformación específica del sujeto acorde con los requerimientos de la administración política del capitalismo: práctica de interlocución orientada técnicamente al regreso del sujeto a sí mismo, a la consolidación del individuo funcional y/o a la realización plena de sí en determinada configuración de saberes y formas de ser, sentir y actuar. Lo que una psicopoética fomenta, en cambio, son los viajes de deformación: diálogos que subvierten los vectores de normalización y desarrollo funcional de las instituciones y abren, en constante fuga y dispersión creativa (y en la negación tácita o explícita de objetivos educativos, terapéuticos o analíticos), otras posibilidades de relación, otros plexos existenciales, tan intersticiales como inusitados, tan cromáticos como inservibles; y que además renuncian de antemano al mandato formativo de ese regreso (es decir, de esa consolidación) de los involucrados respecto de sí mismos en clave de madurez, competitividad social o plenitud personal.

No obstante lo anterior (y en testimonio de su complejidad), pienso que cada viaje genera algo así como un núcleo vivo (más o menos escondido y actuante) de retorno. En interlocución, la ida parece llevar en sí el signo de la vuelta. Se trata de un retorno íntimo posible, intrigante, deseado o temido, que puede matizar cada paso en la ruta de quien se manifiesta en el encuentro. La expresión gráfica de tal planteamiento puede ser la figura de un caminante azul, que viaja por un sendero de azules, pero que lleva en el cuerpo, inevitablemente, una esfera íntima de luz rojiza. Un viajero que va por el camino diurno de la finitud, del uso concreto de su prédica, pero que lleva en el pecho el núcleo íntimo, digamos, crepuscular, de la infinitud de la palabra. Y, sin embargo, nadie retornará nunca al mismo sitio, porque el mismo sitio ha dejado ya de existir. Volver al punto de partida en la conversación es un experiencia posible solo en la medida que se acepte que dicho punto de partida es un lugar donde nunca se ha estado. Acaso se vuelve a lo que ya no existe, a lo que ya ha desaparecido. Esto lo explica Ursula K. Le Guin a través de uno de sus personajes en la novela Los desposeídos:

Para Shevek el retorno siempre sería tan importante como la partida. Partir no era suficiente, o lo era solo a medias: necesitaba volver. En aquella tendencia asomaba ya, tal vez, la naturaleza de la inmensa exploración que un día habría de emprender hasta más allá de los confines de lo inteligible. De no haber tenido la profunda certeza de que era posible volver (aun cuando no fuese él quien volviera), y de que en verdad, como en un periplo alrededor del globo, el retorno estaba implícito en la naturaleza misma del viaje, tal vez nunca se hubiera embarcado en aquella larga aventura. Nunca navegarás dos veces por el mismo río, ni volverás jamás al mismo punto de partida. Shevek lo sabía bien, ese principio era la base de su concepción del mundo. Más aun, a partir de él, del reconocimiento de la transitoriedad de todas las cosas, había desarrollado una vasta teoría según la cual la eternidad se manifiesta plenamente en aquello que más cambia, y tu relación con el río, y la relación del río contigo y consigo mismo es a la vez más compleja y menos inquietante que una mera carencia de identidad. Puedes volver al punto de partida, postula la Teoría Temporal General, siempre y cuando comprendas que el punto de partida es un lugar en el que nunca has estado.81

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