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Sorpresa

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El encuentro psicopoético ha de producir un descentramiento de la identidad; una propensión al giro deformante de los participantes respecto del entorno y de sí mismos. La frase insignia podría ser: ignórate a ti mismo (ma non troppo), o yo también dejo de ser (de vez en cuando). Psicopoética en su devenir implicará un ejercicio de interlocución que produce resultados no anticipados para la realización de tal encuentro. Involucra un potencial permanente de sorpresa en el acontecimiento del sentido. Implica varias aperturas a entramados inéditos. Propone interpretaciones que permiten “quedar abierto a una posibilidad siempre incierta, nunca del todo controlable ni planificable”.87 Rehúye, pues, de certidumbres autorizadas o previstas. Elude las definiciones deterministas como no sea para destronarlas y rehacerlas en clave crítica o paródica. Un diálogo psicopoético difiere del diálogo producido en la intervención psicológica porque en este último –como praxis institucionalizada– se tiende, a mi juicio, tarde o temprano, a la formulación determinista, al cierre definitorio, a la palabra prescriptiva, a la resolución de conflictos o situaciones variadas y a la ejecución más o menos eficiente de acciones dirigidas.

Las prácticas de interlocución dialógica producidas en la actividad interventiva de las instituciones, a contrapelo de la finísima orfebrería de las diferencias intersubjetivas, propende a lo que, parafraseando a Joan-Carles Mèlich, puedo denominar un monomitismo tecnopsicológico.88 Se trata de una tendencia más o menos programada a entronizar criterios de pensamiento y acción que circulan en el diálogo institucionalizado, en aras de asegurar el seguimiento de los vectores prescriptivos, digamos formativos, de la sujeción en la modernidad. Prácticas que pretenden negar o minimizar el ámbito de lo contingente y absolutizar de distintas formas, o maximizar, el ámbito de la presunta capacidad de elección e independencia del sujeto acorde con el universo dominante del saber y del poder.89 Tal vez una de las manifestaciones más contundentes en este sentido surge con el avance de todos esos bien vestidos (y nefastos) predicadores de la excelencia y de la superación personal cuyo planteamiento subraya –por ejemplo– que salir de la pobreza es un problema de elección individual.

El monomitismo tecnopsicológico tiende, pues, al adoctrinamiento y no a la libertad; porque cada vez que un pedagogo, un psicólogo, un psicoanalista o un psicoterapeuta suspende o borra en su diálogo con el sujeto la actitud crítica ante lo establecido, o impide la concientización política de lo contingente, de lo provisional, de lo inacabado, de la fragilidad, de la amargura, de la risa, de lo finito, de lo imprevisible; ese interventor actúa al servicio de la hegemonía y de una especie de totalitarismo sutil. En efecto, la intervención psicológica trabaja por la adaptación re-productiva del sujeto al entorno y tiende a vincular la identidad a cierta consistencia en la realización de unas u otras funciones sociales. Se trata no solo de promover un sujeto funcional, sino de convertir al sujeto en funcionario del sistema, sin grandes márgenes para la improvisación, ni para la creatividad contestataria, ni para la iniciativa irreverente. De lo que se trata es de sobrellevar (a ultranza) un mundo sin rupturas, sin agrietamientos, sin desobediencias, sin subversiones. La desarmonía no es tolerada, el sujeto ha de ser felizmente sometido a una armonización obligatoria con el funcionamiento positivo de la maquinaria social.

Es así que, inmerso en el territorio de la especialización, del rendimiento óptimo y de la eficiencia como consigna, el ejercicio de dialogar no favorece la asunción de la multiplicidad; favorece, en todo caso, un aplanamiento de los relieves subjetivos, elude la experiencia de la metamorfosis, procura más bien avanzar siempre –infaliblemente– sobre rieles. Psicopoética constituye justamente la negación política, intersticial, minoritaria (al rebelarse –y revelarse– ante tales prescripciones enunciativas) de todos aquellos aspectos estructurantes del diálogo técnico propios de la reproducibilidad institucional. Psicopoética implica una fiesta crítica de los sentidos y no la uniformidad de objetivos. No se apoya en la programación, sino en el deseo. Por eso es que este diálogo deformante no encaja (aunque de pronto aparezca como polizón en el barco de la interlocución normalizada) en los diversos aparatos sociodiscursivos encargados de la reproducción y transmisión de sentidos, tales como las distintas psicoterapias; la orientación psicológica, sexual, vocacional o educativa; las prácticas docentes de diversa índole o los grupos de superación personal y de “autoayuda”. Psicopoética deviene, pues, impertinente, subvierte en acto ese carácter conservador-técnico-económico-moralista-prescriptivo-conceptual que, como signo fundamental, asiste y avala el vínculo con los demás en el diálogo institucionalizado (hablar con “efectividad” y hablar “correctamente” porque “nada es gratuito en el mundo competitivo en el que vives”) en función de reducir la complejidad de lo contingente y, sobre todo, en función de intentar controlar los acontecimientos.

Psicopoética

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