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II. Desacoplar el crecimiento económico de la destrucción ambiental

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Ante el deterioro ambiental y la presión sobre los recursos, en 1994, Schmidt-Bleek acuñaba el concepto de mochila ecológica que indica la cantidad de materiales que se requieren y transforman en un proceso productivo desde “la cuna a la tumba”. Con el fin de hacer un seguimiento de la sostenibilidad estableció el indicador de intensidad material por unidad de servicio (MIPS) que pretendía estimar el potencial estrés ecológico de los bienes y servicios desde que nacen hasta que mueren. Según su autor, era una manera de hace operativo el concepto de sostenibilidad en un nivel micro y meso económico teniendo en cuenta, además, el nivel de eco-toxicidad de los materiales implicados en el proceso (SCHMIDT-BLEEK, 1999). Esta información permitía establecer prácticas de eco-eficiencia o desmaterialización como el Factor 4 (WEIZSÄCKER, et al., 1997) o Factor 10 multiplicando la productividad de los recursos, reduciendo el desgaste de la naturaleza y mejorando a la vez, el bienestar.

La idea de desacoplar el crecimiento económico y la destrucción ambiental también ha sido el objetivo de diversos organismos internacionales. De hecho, en 2011, la OCDE presentaba la Estrategia para el crecimiento verde como complemento al desarrollo sostenible y lo definía como aquel crecimiento en el que se garantizan los recursos y los servicios ambientales y en el que la innovación juega un papel muy relevante junto con el cambio estructural12. Este mismo modelo fue seguido por la Unión Europea abogando por romper el vínculo entre crecimiento económico y daño ambiental en varias iniciativas de los diferentes Programas de Acción Comunitarios en Materia de Medio Ambiente o en su Hoja de ruta hacia una Europa eficiente en el uso de los recursos (COMISIÓN EUROPEA, 2011).

La economía verde o la transición energética han contribuido a compensar la inestabilidad del sistema. Basadas, sobre todo en innovaciones tecnológicas, las evidencias indican que no han sido suficientes para paliar la insostenibilidad del mismo poniéndose en duda su efectividad. A nivel mundial, el crecimiento no se ha desvinculado del consumo de recursos y de las presiones ambientales habiendo aumentado de manera rápida en el tiempo tanto la huella material como las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) y, además, dándose una fuerte correlación entre las tres variables (EEA, 2021) (Figura 1)

Figura 1. Cambios relativos de los principales indicadores económicos y ambientales globales (1970–2018).


Fuente: EEA (2021).

La presión que el crecimiento económico y demográfico ha ejercido sobre el entorno se sigue manifestando de diferentes formas. En el caso del consumo de materiales, desde 1970 a 2017, la tasa de extracción global de materiales (combustibles fósiles, minerales, metales y biomasa) se ha triplicado pasando de 27 mil millones a 92 mil millones y creciendo también la demanda de materiales per cápita de 7 toneladas a 12 toneladas respectivamente ocasionando, además, un gran impacto ambiental en términos de pérdida de biodiversidad, de estrés hídrico y de emisiones. Además, de esta cantidad, el 52% son productos de corta duración y el resto son los que se denominan existencias a largo plazo (edificios, infraestructura, equipos, etc.). Si esa tendencia continua, el consumo global de materiales podría ser más del doble para el año 2060 (IRP, 2019; OCDE, 2019).

Por otro lado, como consecuencia de las emisiones, sobre todo, de GEI y, más concretamente de CO2, se ha llegado a una situación de calentamiento global manifestado en un aumento de las temperaturas medias. Este cambio climático es actualmente el gran reto global por sus consecuencias no sólo ambientales sino sociales. Los combustibles fósiles representan el 45% del total de las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI) actuales (BEHRENS, 2016; IRP, 2019) y, a pesar de la cuota cada vez mayor de uso de renovables, el carbón sigue cubriendo casi el 40% de la demanda eléctrica global. A nivel sectorial, un estudio llevado a cabo por el World Business Council for Sustainable Development (WBCSD), en el que analizan los flujos globales de ocho materias primas (acero, aluminio, plástico, cemento, madera, cultivos y ganado) concluye que éstos son responsables del 20% de las emisiones globales de GEI, del 95% del uso del agua y del 88% del uso del suelo (WBCSD, 2017).

La deforestación y la degradación forestal sigue avanzando de manera alarmante. Según la FAO y PNUMA (2020) desde el año 1990, se han perdido unos 420 millones de hectáreas de bosques a pesar de que la tasa de deforestación ha descendido desde 2015. Entre las causas de esta pérdida de bosques se encuentran los cambios en el uso de la tierra, pero también por los incendios forestales, los fenómenos meteorológicos adversos, y las especies invasivas considerándose la actividad agrícola como la principal causante de la deforestación y la pérdida asociada a la biodiversidad forestal.

En cuanto al uso global de agua, éste se ha multiplicado por seis en los últimos 100 años y aumenta a un ritmo constante de un 1% anual (UNESCO, ONU-Agua, 2020) y también se observa una alarmante pérdida de biodiversidad que, entre 1970 y 2016, ha supuesto una media de pérdida del 68% en 21.000 poblaciones (IPBES, 2019; WWF, 2020) lo que compromete los servicios que los ecosistemas proporcionan, como el secuestro de carbono, la reducción de la polinización, la degradación del suelo, una peor calidad del agua y del aire, inundaciones más frecuentes e intensas, así como incendios (BRADSHAW, et al., 2021).

Un indicador utilizado frecuentemente para conocer el impacto de las actividades humanas sobre la naturaleza es la huella ecológica representada por la superficie necesaria para producir los recursos y absorber los impactos de dicha actividad. Según el WWF (2020), desde el año 1970, la huella ecológica de la humanidad ha sobrepasado la capacidad de regeneración del planeta de tal manera que, actualmente, para satisfacer las necesidades de la humanidad se consumen una cantidad de recursos naturales equivalente a 1,75 planetas lo que podría aumentar a 2,5 para el año 2050, es decir, se ha generado una gran deuda ecológica (Figura 2).

Figura 2. Deuda ecológica


Fuente: WWF (2008).

El panorama futuro no se presenta excesivamente optimista ante el previsible crecimiento de la población mundial estimado, para el año 2050, en 9.000 millones de personas que conllevará una mayor presión sobre los recursos y el deterioro medioambiental (McCARTHY, et al., 2018). Por otro lado, para hacer frente al cambio climático y a la degradación medioambiental se necesitan cambios urgentes. En este sentido, a nivel internacional varios han sido los compromisos de estabilizar las emisiones buscándose así un acuerdo universal (Acuerdo de París) para mantener el calentamiento global por debajo de un umbral crítico, es decir, limitar la temperatura a 1,5°.C (IPCC, 2018). Alcanzar este objetivo implica una reducción de los gases de efecto invernadero (GEI) responsables del 55% de las emisiones (BEHRENS, 2016; IRP, 2019) así como una transición a una economía de cero emisiones para el año 2050.

No obstante, aún se está lejos de cumplir los acuerdos tal y como señala el último informe del Estado del Clima Mundial en el que se indica que las emisiones de GEI siguen aumentando hasta situarse el CO2 por encima de las 410 partes por millón (ppm) lo que, salvo medidas de carácter radical, podría suponer un aumento de 4°.C de la temperatura global profundizando en las consecuencias del calentamiento como son los cambios de los patrones de la precipitación, el deshielo de los glaciares, el aumento del nivel del mar y los eventos extremos cada vez más frecuentes con las derivadas consecuencias en la población y la naturaleza (WMO, 2021).

Tendencias actuales en economía circular: instrumentos financieros y tributarios

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