Читать книгу A esa fea no se le abre la puerta - Rubén Vélez - Страница 14

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Hablaba de una rosa prodigiosa que se escondía más allá de Tarsis

Y llegó Jonás a Nínive, con la intención de dañarle el sueño a todos sus habitantes, incluso a los niños, y como andaba exhausto (había caminado tres días seguidos), se recostó a la sombra de una higuera. Cuando despertó, vio que a pocos pasos del lugar donde se encontraba se había formado un corrillo en torno a una persona de aspecto de profeta bíblico. Se dijo, no sin alivio, que alguien se le había adelantado, y se sumó al grupo de oyentes. No entendió nada. El supuesto profeta no hablaba la lengua del recién llegado, que era el arameo. Poco después, en un figón polvoriento (el único que aprobó su bolsa), supo que en la ciudad abundaban los contadores de historias, y que la más contada y celebrada se refería a la búsqueda, por parte del legendario rey Gilgamesh, de la rosa de la inmortalidad. El muchacho judío quiso saberlo todo sobre ese soberano y la flor que otorgaba un don del Edén. Tampoco él quería morirse. También él odiaba que la muerte tuviera los poderes de un dios. Dejó a un lado el asunto de la suerte de Nínive (conversión o destrucción), y se dedicó a aprender el idioma local, para entender todas las historias que se contaban en los mercados y los caravasares. Quien iba para palabra solemne y sobrecogedora se volvió uno de los narradores más amenos e imaginativos de Nínive. Utilizaba el estilo escueto del libro sagrado de su país de origen. En la mayoría de sus historias, algo de muy lejos que solo aparece al final (¿esa rosa es una rosa?), despide un olor ingrato, insano, como de cuerpo en descomposición.

A esa fea no se le abre la puerta

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