Читать книгу A esa fea no se le abre la puerta - Rubén Vélez - Страница 7

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Prólogo

(Acerca de algo que fue concluido un poco antes

de que el virus ese empezara a movernos el piso).

Se ha propuesto que el tiempo debe ser medido de una nueva manera: antes y después de la pandemia causada por el Coronavirus. Como esa propuesta tiene un sólido fundamento, he decidido seguirla a rajatabla. Un año antes del año primero de la época del Covid-19, terminé un rompecabezas de 155 piezas sobre el paso del tiempo y la acechanza de la muerte, nuestra otra sombra, eso que los poetas y los filósofos abrazan a menudo para proveerse de trascendencia, y no se vuelven trascendentales, sino crípticos, imposibles. Por la mayoría de esas piezas se pasean varios viejos que nunca se mueren. La más fea los visita y los estudia de arriba abajo. Pero no les toca ni un pelo. No se los lleva, como si les tuviera asco. Esa repulsión ya nos parece inverosímil. Cuando daba la impresión de que la gente mayor, en particular, la rica, iba para inmortal, irrumpió un virus con corona, y, como los reyes de antes, empezó a hacer y deshacer a su arbitrio. Sobre todo, a deshacer. Entre otros asuntos, el espejismo de la eterna juventud. Fue como si la violencia le hubiera confiado a una neumonía el papel de partera de la historia (Marx, que no, que no es un cuento chino). Fue como si el Ángel de la Historia hubiera batido frenéticamente las alas. Walter Benjamin le habría dedicado a ese frenesí un ensayo tan enjundioso como intrincado. Él sabía mucho de ese ángel. Del cual saben muy poco los actuales reyes de la opinión. Quedarían mejor librados si no metieran ruido. Todo lo que ahora se dice y se escribe sobre lo que nos está pasando se ve insignificante y endeble al lado de la poderosa y mutante novela que empezó en China y ya transcurre en todas partes. La realidad número ٢٠٢٠ nos ha eximido de la fiebre de la escritura. No tiene sentido competir con un alma gemela de Tolstoi. Uno se conecta a un aparato y al instante recibe un alud de chistes (también se ha propagado el sentido del humor), de ciencia, de falsa ciencia, de imágenes milagrosas, de imágenes pornográficas (para no pocos destinatarios, las únicas de veras milagrosas, de veras vivificantes), de oraciones, de instrucciones, de profecías… El televisor y las llamadas telefónicas de algunos parientes y conocidos acaban de aturdirnos. Cuando nos libremos del aturdimiento, tal vez podamos escribir algo que valga la pena sobre el “apocalipsis” que ha alegrado a más de un pastor y a más de un eco-místico. Al Tolstoi nuestro de cada minuto, de cada segundo, le ha sobrado imaginación. Una cosa sin el don de la fotogenia, que empezó a propagarse por culpa de una bellaquería del partido comunista chino, se volvió el influencer número uno. Su Majestad el Rey Balón dejó de rodar. Las estrellas del fútbol y la música pop se eclipsaron. El charlatán que hablaba de una América todopoderosa se muestra inseguro y asustado. Esa América se tambalea. Asumimos que el otro, lleve o no tapabocas, es el Enemigo. Se anatemiza la vida gregaria. Se sueña con la vida de Robinson (a Viernes se le advierte que permanezca en la isla de enfrente).

Cuando nos hablan de Madrid, Roma, Nueva York y demás paraísos terrenales, nos cubrimos, horrorizados, la cara, y hacemos la señal del vade retro. Todos, hasta los niños y las mascotas, nos volvimos epidemiólogos en cuestión de días. Todos tuvimos que admitir que la muerte es alguien de la familia. Un viejo conocido que vive a una cuadra de mi apartamento me llamó para decirme, jubiloso, que “había podido atiborrarse de todo en el Price Smart”, y me aconsejó que siguiera cuanto antes su ejemplo. No me llamó para decirme que en la portería de su edificio me había dejado un rollo de papel higiénico. Como el señor Cosios, tal es el nombre del hombre más prevenido del país, ha sido un apóstol de las “virtudes negativas”, no me extrañó ese parte de victoria. Esperemos que esa estreñida criatura, a la que en otros tiempos invitaba a mis fiestas y paseos para que no cogiera musgo, salga de la cuarentena más virtuoso que nunca, sin una pizca de mierda y dispuesto a vaciar una y otra vez su supermercado favorito. Los apóstoles deben prevalecer hasta el fin de los tiempos. Ni hablar de la historia casi sagrada y la demasiado humana que se han entremezclado en torno a la cama donde murió y resucitó un hermano mío que se infectó en Madrid (con plata y sin herederos forzosos: ya se podrán imaginar la trama). Madrid, mamita mía, qué bien resistes los bombardeos. El Lázaro que no se bajaba de un avión es quien me ha facilitado la vida de perfecto inútil, la única que me convenía. La vida de “elemento útil” me habría convertido en un perfecto idiota. Hay tantos temas como virus en el aire. Pero yo cumplí con el maldito escritorio el año pasado, el último de la era cristiana. Viejos millonarios que nunca se mueren, como los que tienen una casa de verano en Barichara. Viajes a la deriva en la Máquina del Tiempo a algunos lugares que me marcaron, como Salgar, las fincas donde pasé las vacaciones de colegial, una cuadra de la calle ٤١ de Medellín, la Universidad de Antioquia, unos cuantos antros de aquí y del barrio Chueca de Madrid. Madrid, mamita mía, qué le hiciste a la omnívora China; qué, para que te hiciera semejante cochinada. Las sombras de Mao, Tirofijo y Pablo Escobar. Los bailes de máscaras de Madame Lucifer, heroína y antiheroína, el único personaje encantador de la única novela que he escrito. En añicos, qué le vamos a hacer: no tengo madera de novelista. El año pasado, que suena ya tan lejos, tan diferente. Amigo, siga pegado al Whatsapp, que ahí está el borrador de la literatura del futuro.

Medellín, abril 9 de 2020

A esa fea no se le abre la puerta

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