Читать книгу A esa fea no se le abre la puerta - Rubén Vélez - Страница 23

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Nos preguntamos si Floro tiene ahora la suerte de pasearse por las calles de Roma

Al hostal “La Hormiga Buenavida” llegó un muchacho italiano que se estaba quedando sin plata. Como no quería andar vacío, le propuso a la hostelera que lo hospedara y lo alimentara por una semana a cambio de un violín que lo había acompañado en su largo viaje por Colombia. La hostelera examinó el instrumento, rasgó una de sus cuerdas y dijo, categórica, “tres días y nueve comidas”. El mochilero accedió. Al cabo del tiempo de hospitalidad acordado, le rogó a doña Alba (así se llamaba la dueña), que no permitiera que “tan ilustre músico se atrofiara”. Ella no atendió ese ruego. En vez de darse a la tarea de buscarle a su violín una pareja apropiada, lo colgó, con arco y todo, en el muro que había detrás de la recepción del hostal. Ya no era un violín, sino un objeto decorativo más. Un día, Floro, uno de esos personajes de pueblo que cargan con los rótulos de bobo y loco, y de quien se decía que sufría del mal de San Vito (todo el santo día iba y venía por todas las calles), entró en el hostal, a darle una razón a doña Alba, y reparó en el violín, y quedó prendado de él, y quiso ser su propietario. Ya no hubo día en que no lo visitara y se dedicara a contemplarlo, extasiado, como los crédulos contemplan la efigie de un santo. Doña Alba, al verlo, se salía de casillas. “Fuera, fuera, que usted no es violinista”. “Fuera, fuera, que me va a espantar a los huéspedes”. “Fuera, fuera, que lo suyo es andar por ahí”. Pero Floro no dejó de visitar el instrumento que lo había hipnotizado. El día en que la hostelera pasaba de las palabras a los hechos, otro turista, también italiano, se interpuso entre la gruesa mujer y el ingrávido hombre, y se fue con el último para una cafetería cercana, donde lo sometió a un interrogatorio de inquisidor. Era un escritor que andaba medio vacío: con plata, pero sin tema. Esta historia tiene un final feliz con notas disonantes. Floro recibió un apodo bonito, sublime (“El loco del Stradivarius”), y se convirtió en una de las principales atracciones turísticas del pueblo. No hubo visitante que no se hiciera una foto junto al violinista que no sabía tocar el violín y no se cansaba de articular palabras italianas que no venían a cuento, como vaffanculo y torrone di merda

A esa fea no se le abre la puerta

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