Читать книгу A esa fea no se le abre la puerta - Rubén Vélez - Страница 37

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La piscina ahogada

En la Universidad de Antioquia, antes de empezar cualquier carrera (la mía era la de Derecho), había que hacer un año de cultura general que se llamaba Ciencias y humanidades. Como esa ciudadela estaba en manos de la izquierda maoísta, uno aprendía mucho de las ciencias del maoísmo y el marxismo. En el curso de la carrera, dado el comportamiento fascista de los dueños de la situación, aprendíamos a leer entre líneas los sermones que se apoyaban sobre las palabras sagradas Revolución y Hombre Nuevo. Los hijos locales de Mao odiaban las prácticas democráticas. Eran buenos maoístas. El embeleco burgués de la democracia estaba llamado a desaparecer. Se impondría la dictadura del proletariado, y bajo ese régimen, se acabaría la historia. Todos íbamos a ser iguales y felices. A mí, la única revolución que me desvelaba era la de mi cuerpo. Quería tener un buen físico, lo que podía conseguirse en la lucha diaria con el agua de la piscina medio olímpica de la universidad. Yo sabía nadar, pero no lo hacía con estilo. Me fue bien con el crol, regular con el pecho y el espalda, y mal con el mariposa. El último es muy exigente. No se trataba de matarse. En mi agenda revolucionaria no estaba la utopía de un cuerpo de dios griego. Me contentaría con un cuerpo siete u ocho. Un marica sin un buen físico tenía todas las de perder. Ahora, todo el mundo debe tenerlo, hasta la gente de la tercera edad. Se impuso la dictadura de la belleza exterior. La otra, la interior, es un embeleco de los gurúes. Mientras en el campus de la universidad se abrían las flores carnívoras del emperador de China, en sus aguas prosperaba el materialismo olímpico. Ser era tener un cuerpo de campeón de natación. Ser era ser un doble de Aquaman. Algunos alcanzaron esa meta. Pero tenían que vivir en el agua para conservar su nueva naturaleza. Si dejaban de ser acuáticos, dejaban de ser mármoles griegos. Yo me quedé en la mitad del camino. Ni hablar del caso titánico del Hombre Nuevo (léase El hundimiento del Titanic, de Hans Magnus Enzensberger). Cuando me planto desnudo ante el espejo, a veces me pregunto qué habría sido de mi vida sexual y sentimental si hubiese sido un buen revolucionario en la piscina de la Universidad de Antioquia, si hubiese renunciado a la ley del menor esfuerzo para que el alevín se volviera un héroe del estilo mariposa. Esa sesión de metafísica barata, pequeñoburguesa, termina con un encogimiento de hombros. A partir de cierta edad, en el espejo siempre se cuela la sombra de ese dios o esa diosa sin físico que los líricos llaman La Parca y Elías Canettí, durante ochenta años, desde la temprana muerte de su padre hasta la muerte de él, miró con ojos de enemigo jurado.

A esa fea no se le abre la puerta

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