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Un huitoto chistoso en la fiesta del año

A una casa de setenta metros cuadrados llegó una lujosa invitación del señor Calle, un hombre solitario y ya viejo que necesitaba de los grandes espacios para sentirse a sus anchas (su casa más pequeña medía trescientos metros cuadrados). El capítulo destacable de la vida del destinatario de ese papel es su convivencia de veinte años con los huitotos del Putamayo. Del remitente destacamos su manera de enfrentar el tiempo. Cuanto más envejecía, más se esmeraba por verse impecable. Es lo que recomienda el manual de la vejez digna. Pero se le iba la mano. A los setenta y tantos, ya no parecía real, sino un muñeco de vitrina. Toda su ropa era de marca. En su casa de verano, donde pasaba los meses de diciembre y enero, no cabía un lujo más. No era una casa, sino un museo de la opulencia. Asfixiaba. Intimidaba. Ahí no provocaba vivir, sino posar (sube cuanto antes todas esas fotos, para que tus seguidores se queden sin aliento). El antropólogo y el coleccionista compulsivo de objetos hermosos y costosos tenían algo fundamental en común: la edad. Ambos estaban a un paso de lo absoluto. En la escueta casa del primero lo único valioso era su prodigiosa memoria. Mientras él hablaba de su vida entre los indios amazónicos, uno se internaba más y más en la selva. El maniquí era de pocas palabras. Los maniquís son así, medidos, atildados, educadísimos. En una palabra, tediosos. La invitación del hombre que no quería dar la impresión de decadencia (y, sin, embargo, la daba: saltaba a la vista que iba para los ochenta), no le planteó dilemas de ninguna naturaleza al hombre que tenía el tic de encoger los hombros. Ir o no ir. Comportarse de una manera occidental o de una manera selvática. Ser un mero espectador o un aguafiestas. Nada de eso. Al final de la exclusiva velada, que transcurrió sin contratiempos (los videos de veinte cámaras de seguridad podrían servirnos para corroborar esa afirmación), el anfitrión enseñó los objetos que había comprado en su más reciente viaje al Lejano Oriente. Amuletos, muebles e ídolos de Camboya, Laos y Vietnam. Los invitados posaron para la cámara junto a esas obras de arte. Uno de ellos, ante un pequeño Buda de teca, se hizo sentir en el dialecto de los huitotos. ¿Filosofía sobre la vida? Fríos. ¿Filosofía sobre la vejez y la muerte? Gélidos. Buenos chistes de la gente de la selva que podrían funcionar en español, ¿alguien querrá desbaratarse, estallar en carcajadas? El señor Calle dijo que por desgracia él ya estaba muerto y empezó a apagar las luces.

A esa fea no se le abre la puerta

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