Читать книгу A esa fea no se le abre la puerta - Rubén Vélez - Страница 19

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La piel y el misterio

A Julián Correa, cuando era joven, le decían “El Dorian Gray de Laureles”. Él pasó sus primeros treinta años en ese barrio. Ese apelativo lo convirtió en un devoto del mito de la eterna juventud: lo comprometió con la causa que ha sido el hazmerreír de los espejos. Le pasó lo mismo que le ha pasado a las reinas de Colombia. Toda la vida tienen que ser dignas de ese título. Todos los días, hasta la hora de su muerte, así se encuentren en su casa, tienen que verse tan bellas como se vieron el día de su coronación. Una reina de Colombia se las debe arreglar para no arrugarse. Si se arruga, es que no merecía la corona. Parece imposible, pero el caso de Luz Marina Zuluaga nos ha hecho pensar lo contrario. Algunos decían que Julián Correa lo tenía fácil para ser siempre joven y bello porque era un rico heredero. Otros meneaban la cabeza. “Ese muchacho no demora en echarse a perder; la plata que nos cae del cielo es una maldición”. Si nos cayera a nosotros, diríamos que es una bendición y dejaríamos de sugerir que la penosa vida de self-made-man es la única que Dios aprueba y apoya. El sudor propio ha movido montañas, pero ninguna de ellas como las que ha movido el sudor de los otros. Está en los libros de historia y de economía. A Julián Correa, la fortuna que sudó su padre no lo llevó al abismo. No le hizo ningún mal. No podríamos precisar cuál fue su desgracia. ¿Haber llegado a viejo?, ¿no haber sido llamado “El Dorian Gray de Colombia”? En el asilo de cinco estrellas donde pasó sus últimos días, el estado de la piel de su cara pasmaba a todos. Tersa, intachable, como la de Luz Marina Zuluaga, los bebés y las monjas de clausura. La enfermera que lo cuidaba no se cansaba de celebrar esa misteriosa lozanía. “Qué cutis, señor Correa; qué cutis. A ver si un día de estos me revela la fórmula”.

A esa fea no se le abre la puerta

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