Читать книгу Cocaína - Александр Скоробогатов - Страница 10

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Muy pronto en mi camino surgió un café. Sin vacilar, agarré el tirador macizo en espiral y empujé la puerta. Una campanita sobre la puerta me dio una bienvenida amistosa con la palabrita china «ding».

En el guardarropa trabajaba un hombre mayor muy delgado de cara arrugada, similar a una seta desecada. Lanzaba miradas severas a los visitantes y no hablaba con nadie, conservaba su dignidad. Me quité la cazadora sobre la marcha y se la tendí al encargado del guardarropa. Mientras este la colgaba, me quité el gorro de la cabeza —el mismo gorro de lana tejido por mi mujer que había reconocido un peatón casual— y, cuando el hombre regresó con la ficha, le di el gorro.

Pasó, por decirlo de forma metafórica, toda una eternidad mientras ese gusano meneaba negativamente su sesera de chivo.

—¿No los guardan o qué? Pero si ahí, ahí mismo hay… —señalaba yo con timidez las perchas donde, en efecto, había gorros, pero vaya gorros…

Del mismo modo que la niebla matinal, flotaban en el aire formando nubes ligeras, unos gris azulado, otros más oscuros, bien de piel de cebellina, bien de chinchilla, suaves incluso para la vista, casi inmateriales e increíblemente caros.

Ay, ¿por qué no me fui? ¿Por qué no corrí cual torbellino, mientras él seguía meneando la cabeza? ¿Dónde estaba mi alabada intuición? ¿Dónde ese sentimiento natural de conservación conocido por todo bicho viviente? Tendría que haber salido corriendo, volando, tendría que haberme escondido. No hacía falta, no hacía ninguna falta insistir, pues el sentimiento de angustia, con un desagradable deje metálico en la boca por la catástrofe que se me venía encima, ya me estaba agobiando. Pero me quedé donde estaba.

—¿Dónde quiere que lo cuelgue? —dijo el viejo gusano.

Con un dedo, tembloroso, señalé las perchas.

¿Queréis que os diga qué había en sus ojos?

Desprecio, eso es lo que había en sus ojos.

—Pero es que eso sí son gorros, y de piel —dijo en tono expresivo y fuerte—. Y tú lo que tienes es…

Tenía dificultades para elegir una definición, igual que las tiene el propio autor. Y si las tiene el propio autor, ¿cómo no iba a tenerlas un lamentable guardarropa que no había acabado el colegio y con un pasado laboral difícil, al que le cuesta hasta leer los periódicos (y, en gran medida, se limita a los titulares compuestos de letras grandes) y que cuenta solo hasta trece y, además, en alemán?

—Tú tienes un mosquito.

Eso es lo que dijo, prestad atención. Y esa acusación indignante e infundada —¿qué me dices de un mosquito?, ¡si es un gorro!— era doblemente insultante.

—¡Ja, ja! ¡Ji, ji! ¡Je, je! —zalameros, se echaron a reír a mis espaldas los otros clientes.

—¿Cómo dice?

Estaba aplastado y cubierto de vergüenza.

—Cómo dice, cómo dice… —se recreó en la burla el guardarropa, torciendo su asquerosa jeta—. Pues eso digo.

No me miró más. Había desaparecido para él, como desaparece… pues por ejemplo un mosquito si eres hábil y le das un manotazo. Poco antes, literalmente hace un segundo, volaba pavoneándose, desplegando las alas con gallardía, y, de pronto, ya había desaparecido. Alguien le dio su abrigo al viejo y este se fue a colgarlo, y yo seguía allí parado, mirando torpemente hacia delante; después, entre tropiezos y choques, me fui dentro… No recuerdo haber pedido, pero sí que había perdido el apetito. Me parecía que todos cuchicheaban sobre mí. No llamé a las camareras, y estas siguieron con su trajín de mesa en mesa, ágiles cual gamuzas, experimentadas. Sujetaba con fuerza un cuchillo. Si no me hubiera reprimido en el último momento, me habría lanzado sobre el guardarropa y habría matado a ese cabrón. Todos bailaban. Solo un viejecito conmovedor, encorvado, sin una pierna y, por eso, con muletas, saltaba como podía de mesa en mesa y, cual el gran Nekrásov en sus tiempos de pobreza, tapándose con un periódico, se acababa los restos de los platos.

Rompí a reír a carcajadas.

Cocaína

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