Читать книгу Cocaína - Александр Скоробогатов - Страница 15
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—¿Qué es?
—Es un gorro —respondí, y de pronto pensé que habría sido mejor cambiar la voz, para que no reconociera en mí al cliente que acababa de estar en el café.
—Tómelo, por favor —dije con la voz cambiada.
—¿Qué te pasa en…? —no terminó la frase y con una salchicha se señaló la garganta, mientras me lanzaba miradas de sospecha.
—Una mutación en la voz.
—Ajá… —dijo, y prestó atención a la bolsa.
Se embutió en la boca el último trozo de pan y se puso a examinar la bolsa: hizo ruido con el celofán, lo miró a la luz, lo estrujó, lo palpó, mordió un trozo y se quedó pensativo, masticando y haciendo rechinar los dientes de una manera especialmente profesional.
Aguardé paciente el fin del examen pericial.
—No —meneó él la cabeza, al fin.
—¿No lo acepta?
—No —fue su breve respuesta.
Sabía cómo debía actuar: saqué del bolsillo las monedas que tenía preparadas y las pasé por la rendija. Al instante el dinero desapareció tras la puerta, pero seguía viéndose un filtro de recelo en los ojos del viejo.
—Ven mañana, empezamos a las diez. Ven a las diez en punto y te lo cogeré. Sin hacer cola.
—Precisamente mañana a las diez no puedo. Resulta que estoy estudiando. Vamos, que soy estudiante. Y precisamente mañana tengo una tarea importantísima. Vamos, que tengo un examen.
—¿Quizá mañana de todas formas?
—Ahora, ya le he explicado que mañana no voy a tener tiempo… Es un gorro bueno, caro —mentí.
—De acuerdo —el viejo quitó la cadena y abrió la puerta del todo—. Pasa.
Lo seguí por un pasillo largo y oscuro hasta una habitación en la que había una mesa redonda de patas abombadas, varias sillas, un diván gastado. Dos retratos —una anciana repulsiva con cofia y un aldeano de aspecto enfermizo, con barba y mejillas hundidas à la gran escritor del pasado, Dostoievski— me saltaron a los ojos.
—Vaya nudo —dijo cabreado el gordo, tirando de la cuerda—. A ver, tú deshaz el nudo, que yo voy a traerte la ficha.
El viejo dejó la bolsa encima de la mesa y salió de la habitación.
Rápidamente, fui detrás de él sacando de los bolsillos el clavo y el martillo.
De repente, el viejo apareció en la puerta.
—Oye, ¿eso tuyo no será contagioso?
—¿El qué? —pregunté, sorprendido.
—¡El qué, el qué! Pues lo de la garganta, la mutación…
—Pero ¡qué dice! ¡Claro que no! —me apresuré a tranquilizarlo—. Es algo de la edad, amigo.
—Está bien, espera, ahora te traigo la ficha.
Y volvió a desaparecer en el otro cuarto.
Experimentando una manifiesta impaciencia, me fui tras él.