Читать книгу Cocaína - Александр Скоробогатов - Страница 13

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Ya ni recuerdo cómo acabé en los grandes almacenes de nuestra ciudad, subí a la segunda planta. He de confesar que me encontraba mal. Me parece que me había subido la fiebre. La cabeza me daba vueltas y me dolía, los ojos se me nublaban a ratos y en algunos momentos me fallaban las piernas; me veía obligado a pararme para no caer. Me sentí un poco mejor en la sección con el seductor nombre de «hazlo tú mismo».

Por extraño que parezca, hasta entonces no me había visto ni una sola vez en la tesitura de matar a personas vivas. Es más, en ese momento ni siquiera sabía de qué manera la gente solía matarse entre sí. Era joven, estaba un poco inquieto y no tenía a quién pedirle consejo.

La vendedora —una muchacha de pelo claro como el lino, una muchacha agradable con una bata cortita color verde lechuga— me lanzó una mirada de indiferencia cuando me acerqué para hacer la pregunta que me atormentaba. Afortunadamente, me detuve a tiempo…

En resumen, caía un aguacero terrible cuando me encontré de nuevo en la calle. Estalló un trueno, brilló un relámpago cegador. En la torre Spásskaia de una ciudad lejana el reloj marcó silenciosamente las nueve de la noche. Desde la esquina de la casa que estaba enfrente, yo vigilaba la salida del café. No voy a mentir, no recuerdo cómo salió ese hombre a la calle, cómo empezó y después terminó la persecución, cuándo se acercó a su casa-rascacielos de cristal y hormigón que llevaba el nombre del camarada Jruschov. Había anochecido, nevaba copiosamente y yo apenas podía mover los pies, las ideas se me entremezclaban; no sé cómo me las apañé para no perder el conocimiento.

El viejo golpeó varias veces los pies en la rejilla para limpiar el barro y la nieve adherida a las suelas, abrió la puerta y desapareció. Pocos segundos después también yo entraba al portal, mientras toqueteaba en el bolsillo el clavo que había obtenido de la vendedora. Los pasos resonaban un piso por encima. Por una escalera en penumbras, subí en pos de él.

Los pasos cesaron. Estaba en el descansillo delante de su puerta, sacando las llaves del bolsillo. Tras fijarme en la puerta, retrocedí a las sombras. La puerta se abrió; el canalla pasó a la entrada y cerró tras de sí dando un portazo.

Es extraño que hasta el último instante no me hubiera parado a pensar ni una sola vez en cómo iba a cumplir con mi terrible propósito. Sí, había comprado un clavo y un martillo, pero ¿cómo iba a entrar en su casa? ¿Cómo iba a acercarme a ese gusano para estar a la distancia imprescindible para golpearlo?

Me quité el gorro de la cabeza, lo envolví en una bolsa de celofán y lo até bien con una sirga. Subí. No había timbre en la pared. Llamé a la puerta primero con golpes suaves, después más fuertes.

Durante un buen rato nadie respondió desde detrás de la puerta.

Pero, de repente, me pareció que estaba allí, al otro lado, en su pasillo a oscuras, escuchando. Y así lo veía: gordo, con la chaqueta abierta a la altura de la barriga, sudoroso, presta atención y tiene miedo; con la oreja pegada a la puerta, se rasca el pecho peludo por encima de la camisa.

Estuvimos así un buen rato —yo, en la escalera; él, en el pasillo— escuchando, chupándonos los labios y entornando los ojos de la misma forma y casi al mismo tiempo para oír mejor.

Él lo resistió menos y abrió la puerta que, por alguna razón, tenía la cadena echada.

Cocaína

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