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En el café entraron tres hindúes con cara de niño. El que tenía la cara más infantil observó toda la sala y luego se apoltronó en una silla de una de las mesas junto a la ventana.

El segundo, que, por su aspecto, parecía un poco mayor que el primero, lo agarró por los brazos, los colocó detrás del respaldo de la silla y los ató de mala manera por las muñecas con algo blanco, algo que parecía un paño sucio de lienzo abarquillado.

Con un movimiento de prestidigitador, el tercero sacó del bolsillo de pecho de su chaqueta de corte clásico una navaja de afeitar, la abrió con elegancia y apareció la hoja lisa. Se inclinó sobre el que estaba sentado, mirándole atentamente a los ojos. Y pasó por su garganta la navaja, hundiendo rápida y profundamente la hoja en la carne.

En el café se hizo el silencio. Después empezaron los gritos, unos salieron corriendo en dirección a la puerta; otros, al piso de arriba por las escaleras; una mujer perdió el conocimiento y se cayó de la silla, golpeándose ruidosamente la cabeza contra el suelo.

El segundo hindú, en cuclillas, desató el paño y se lo entregó al tercero, quien con cuidado limpió en el paño la hoja ancha y roja de la navaja.

Cocaína

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