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Cual torbellino me lancé al escenario, derribando y girando mesas y sillas a mi paso. Había gente pegándose a mi alrededor. El aire estaba cargado, las mujeres gritaban. Yo bailaba bien. Estaba claro que todos se fijaban en mí. Y entonces junto a mí pasó la bola de los que se pegaban: brazos, piernas, cabezas, jirones de ropa. Al suelo cayó, junto a mis pies, una oreja cortada, o puede que simplemente arrancada. A mí, como escritor y como humanista, me importaba un bledo todo eso.

Un crujido terrible y después un estruendo ahogaron la música; la enorme araña metálica se había desprendido del techo. Al instante todo se llenó de gritos y chillidos, y unos chorros encarnados que olían a acre empezaron a fluir a borbotones por debajo de la araña. Abandonando guitarras y tambores, los músicos se arrojaron sobre la lámpara y, bien pegados al suelo, se pusieron a lamer ansiosos, atragantándose, la sangre.

Al instante siguiente los músicos borrachos de sangre ya estaban de nuevo golpeando las cuerdas, y el torbellino del baile me arrastró detrás de la barra, donde en charcos de cerveza yacían igualitas las camareras-gamuzas, experimentadas y ágiles… Una de ellas no estaba ocupada. Vacié un vaso con algo agrio y me lancé sobre ella, sobre la gamuza.

Los músicos empezaron a tocar una fanfarria.

No iréis a decirme que los escritores somos gente poco práctica que pierde fácilmente la cabeza en los momentos de entusiasmo: conseguí rebuscar en su bolsillo. Hubo un momento en que ella, desconsiderada, se distrajo y apartó la mano que apretaba su bolsillo mugriento. ¡Fueron solo unos segundos!, pero para mí, que soy de reacción fulminante, fue más que suficiente.

No me contuve y exclamé tres veces bien alto: «¡Hurra! ¡Hurra! ¡Hurra!».

Cuando todo acabó, le di unas gracias moderadas a la camarera y me dirigí a la salida.

Cocaína

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