Читать книгу Cocaína - Александр Скоробогатов - Страница 26
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—¿Cambiar? —repetí después del editor, sin llegar a comprender de qué estábamos hablando—. ¿Qué hay que cambiar?
—La novelita.
¡Ostras!
—¿Para qué? —seguía sin lograr meterme en la conversación—. Pero si no hace ni cinco minutos decías que la novela era genial y espléndida.
—¡Pues claro! —exclamó el editor y hasta se golpeó la rodilla—. ¡La novela es fantástica!
El editor hizo el consabido gesto: juntó los cinco dedos, se los llevó a la boca y los besó.
—La novela es fabulosa.
—Entonces, ¿para qué cambiarla?
—Pues para que sea mejor todavía.
—¿Es que puede ser todavía mejor? —intenté hacer una broma.
—Sí —respondió el editor convencido.
Abrió una carpeta con papeles que tenía encima de la mesa.
—Ante todo, es imprescindible que sequemos la novela. Es decir, que hay que acortarla. Es decir, aumentar el ritmo, comprimirla.
El editor apretó el puño y me lo enseñó.
—Tomemos el encuentro de tu protagonista con su antigua amada. Antes no hay en la novela una sola palabra de su existencia. Creo que se puede eliminar esa escena sin causar ningún daño a la historia.
—Pero, entonces, el episodio con su mujer…
—Ese también.
El editor cortó el aire con la mano.
—¿Recortar?
—Naturalmente. Todo eso lo único que hace es recargar y embrollar el argumento. ¿Y qué es todo ese cambalache con los hijos de tu protagonista? Tan pronto es un niño como una niña…
—Me gustaría…
—Fuera. —Hizo un gesto con la mano—. No es esencial.
—Pero, entonces, ¿por qué salió el protagonista a la calle esa tarde?
—Eso también fuera. Que no salga esa tarde. ¿Por qué es obligatorio que vaya a alguna parte? Imagina, el hombre regresa de trabajar. Ha comido bien, se tumba en el sofá, enciende la tele. En casa se está bien, no hace frío. ¿Para qué va a salir a la calle? No lo entiendo.
—Pero si el protagonista no sale a la calle, no irá al restaurante y no verá a la encargada del guardarropa…
El editor hizo un movimiento con la mano para pararme.
—Replanteo la pregunta: ¿para qué quiere ver a la encargada del guardarropa?
Me había perdido.
—Si te soy sincero, toda esa historia de la violación en el zoo no resulta convincente.
—¿Fuera? —pregunté.
—Exacto —el dedo del editor señaló en mi dirección.
—Entonces, si he entendido bien, la novela va a empezar directamente con la escena de la hija embarazada.
Negó con la cabeza.
«La novela no va a empezar con la escena de la hija embarazada», intuí.
—No —dijo—, la novela no va a empezar con la escena de la hija embarazada. Si largamos al hijo, largamos también a la hija. Mira lo que quería proponerte —continuó pensativo el editor—, la novela tiene un momento realmente fabuloso. Me refiero a la historia cortita sobre unos mapaches, la que cuenta el amigo de tu lírico protagonista…
—Es sobre unas liebres —corregí yo.
—Eso he dicho, unas liebres. Fíjate, me eché a llorar mientras lo leía.
—¿De verdad? —estaba sorprendido.
El editor asintió.
—Qué raro —dije.
—Detrás de una aparente sencillez se oculta un abismo de una tristeza penetrante y de un dramatismo profundísimo. En resumen, mi consejo es que tomes esa historia y que te bases en ella para levantar una novela nueva.
—Una novela nueva —repetí.
—Pero sin todos esos puntos suspensivos que tanto te gustan —se echó a reír y me dio varias palmaditas en el hombro, de camarada—. Sin rayas de ningún tipo ni otras cosas parecidas. Y más seco, con menos palabras. Las frases deben tener relleno interior, ¿sabes qué es?
—No —fue mi respuesta sincera—. Las almohadas a veces se rellenan de plumón, eso sí lo sé. Después…
El editor frunció el ceño. Miró el reloj.
—Mira aquí. —Cerró el puño—. La fuerza, ¿eso sí sabes qué es?
—Eso sí —me apresuré a responder mirando el puño.
—Sigue mirando. Una almohada–a veces–está–rellena–de–plumón —dijo lenta y claramente, inclinándose hacia mí por encima de la mesa—. ¿Lo recordarás? Tiene–el–plumón–dentro. ¿Lo recordarás?
—Por supuesto, claro que sí.
—Buen chico. Pues al igual que las almohadas, dentro de las oraciones debe haber ¿el qué? —preguntó el editor inesperadamente.
—Plumón, por lo que se ve —dije con timidez, sufriendo por mi torpeza—. O plumas —me corregí enseguida.
—¡Pero qué plumas ni que niño muerto, joder! ¡La madre que te parió, zoquete cabrón! Dios me perdone… La fuerza, ¡la fuerza interna y el dramatismo deben estar dentro de la oración!
—Ah, claro.
—¿Lo has comprendido?
—Casi —respondí.
—Buen chico. A ver, repítelo.
—Dentro de la oración —empecé, articulando a duras penas las palabras por la extrema tensión corporal y espiritual— tienen que estar… eso que… cómo se llama… Bueno… La fuerza y eso… interno…
Eché un vistazo furtivo al papel donde había apuntado la palabra desconocida:
—Dramatismo.
Exhalé profundamente y me limpié el sudor de la cara, sin atreverme a creer que había resuelto la tarea planteada.
—Por fin —dijo, lanzándome un trocito de galleta; hábil, dando un bonito salto, la atrapé directamente con la boca—. Entonces, están en la madriguera en medio del bosque, se frotan las orejas y entonces, la inundación, ¿lo pillas?
—Claro, claro —dije intentando poner cara de inteligente—. Lo escribiré todo.
—Muy bien, chico listo —dijo el editor con aprobación y de nuevo, aunque esta vez me la dio en la mano, me engatusó con un trocito de galleta, para fijar el reflejo.
—Ella dice: «Parece como si soplara el viento, ¿no?». Y él responde: «El tiempo, querida, que se ha estropeado» —yo hablaba y miraba de reojo la bolsita de celofán donde guardaba los dulces.
—¡Eso es, muy bien!
—Y, entonces, el agua: ¡zas!, ¡pumba!
—Justo eso.
—Llegó a chorros y empezó a inundar la madriguera.
Siendo sincero, me había esforzado tanto que me había hecho merecedor del estímulo en forma de trozo de galleta.
Pero se limitó a alabarme:
—Correcto.
Y ni siquiera me acarició la cabeza.
—Mientras, ellos se abrazan y se frotan las orejas, sin darse cuenta de nada.
—Muy bien.
—Las colillas flotaban, las crías con la tripa hacia arriba…
—Precisamente.
—Genial, de verdad te lo digo, gracias por el consejo. Voy corriendo a escribirlo. Aunque me queda una pregunta, la última: ¿qué hago con la escena del editor?
—¿Con la escena del editor?
Me miró como a un idiota. Y después sacudió categórico la mano.
Y antes de que él abriera su boca de dientes largos, interrumpí la escena.
Perdona, viejo, ya quedaremos de alguna manera en otro momento, ahora no tengo tiempo. Me voy corriendo a casa a escribir sobre liebres. Antes de que se me olvide el argumento. Y no pondré puntos suspensivos, ninguno, palabra de honor.
Voy a escribir de forma seca, rellenando las frases hasta decir basta con eso interno…
Mierda, ¿dónde está el papelito con la palabra nueva?
… el dramatismo, igual que se rellena el embutido de hormonas y papel higiénico masticado.