Читать книгу Cocaína - Александр Скоробогатов - Страница 7

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El niño lloraba, alborotaba en la cama deshecha, se golpeaba la cabeza en los laterales de madera de la cama, abriendo y cerrando convulsivamente unos puños que, con el paso de los días, se volvían cada vez más finos, sufriendo de hambre, ahogado en gritos desesperados, como para insinuar que había que darle de comer, solo que era en vano: los pechos de mi mujer llevaban varios días sin dar leche. No es fácil pasar indiferente junto a un niño tan gritón, no es fácil aparentar durante siete días seguidos que ese aullido mezquino no te molesta para leer el periódico. Los días eran complicados, pero las noches lo eran todavía más. Ese niño perverso parecía tener como objetivo no dejarnos dormir. Yo me tapaba los oídos con algodones, mi mujer se los cubría con parafina, en resumen: esto no podía durar mucho. En un consejo familiar decidimos comprarle leche de fórmula barata. Y, más o menos, así empezó todo. Este fue el triste inicio de una triste historia, una historia tan repulsiva que no quiero ni recordar.

—Baja a la tienda y cómprale al niño una lata de leche en polvo —me dijo mi mujer.

—Sí, claro que sí, querida, ahora.

—Te lo digo en serio. Deja el periódico y ve a la tienda.

—¿Y qué más, a ver, y qué más? ¡Llevas una semana entera sin dejarme descansar! No hago más que llegar a casa del trabajo, cansado como un perro, y ahora que me vaya a no sé qué mierdas. ¡Encima con este tiempo!

El tiempo, en efecto, no era el mejor que se diga: era el tercer día que llovía a mares, o puede que el cuarto. ¡Qué verano tan raro! Qué digo verano, ¡qué vida tan rara! El último domingo, por ejemplo, me fui a pescar. La tarde anterior mi mujer había sacado gusanos de la tierra, me había preparado las cañas, pues no llevaba ni media hora en la orilla y ya me había ido a casa. Un viento húmedo soplaba desde el río, caía una lluvia tan espesa que no había manera de protegerse ni de encender un cigarrillo, a los cinco minutos estaban mojados… Un verano extraño. Una vida extraña.

—Pero si no trabajas —me dijo—. ¿Cómo vas a venir cansado del trabajo?

—Pues eso, por costumbre.

—¿Qué?, ¿por costumbre?

Me había pillado, sí, me había pillado.

—Vale, iré. Iré un día de estos. Pero déjame tranquilo. Déjame leer el periódico. Me termino este artículo y voy.

—¿Y de qué va el artículo?

—De que en África los niños se mueren de hambre —dije con frialdad.

—Imbécil.

—Tú sí que eres imbécil.

Ay, amigos, la vida en familia no es más que una casa de locos. Cómo cambia a las mujeres el matrimonio, las cambia hasta volverlas irreconocibles. Y, encima, añade un niño berreando de hambre toda una semana. No es raro que empieces a cabrearte y a decir todo tipo de chorradas.

—Está bien —dije poniéndome severo unas botas de goma y un gorro—. Dame dinero, y asegúrate de que me llegue para cervezas.

Cocaína

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