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IV

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Arquitecta piensa en el futuro, en cuando sea mayor, ¿quién cuidará de mí? Recuerda a las ancianas del parque. La agencia inmobiliaria le ha informado sobre unos abuelos interesados en uno de los pisos. Le gustaría ser inmortal. No tenerle miedo a las ventanas por las que se suicida la gente corriente.

Soy víctima inexorable del paso del tiempo. Me estoy muriendo en el mismo instante en el que respiro y mi vida se consume en un cenicero al ritmo de los cigarrillos. Sueño que vivo para no enfrentarme al destino y no ver la cara de algún dios enfrente de mí, ojo por ojo, reconociéndome en lo que no creo porque me da miedo saber qué hay más allá de esta frontera de la realidad. Levito sobre la lluvia caída, resbalo contra el suelo y caigo como un peso muerto. Solo poseo el ahora y ya se me escapa.

Necesito una razón que me ate a la tierra. Soy joven y mañana duerme todavía la siesta en la misma cama en la que mi cabeza posa sus esperanzas de vida. Siento una traición perenne e inevitable entre la biología y la metafísica. Me hallo en medio de un conflicto de fuerzas inertes que me mueven en direcciones contrarias y opuestas que no puedo controlar. Me debato y lucho por estar, aquí, en este momento, sin más, sin pensar en las horas que se caen del reloj a medida que las manecillas se van suicidando a causa de la gravedad.

La juventud se nos escapa, huye lejos, pesadillas de hierro y metal que trastocan el cerebro y que por fin vemos con los párpados abiertos a través de la mano. Me confunden la noche y el espacio perdido. No existe más arena para dar de comer al reloj y que nos dé una segunda ocasión para sobrepasar el estrecho.

¿Final? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Cómo?

No conozco las respuestas, pero está sucediendo, soñamos con el futuro y nos perdemos el presente que sí tenemos como un tesoro efímero de existencia que se va, se marcha, se fue. No hay más remedio que enfrentarse a la madurez de la edad.

Ventana abierta a nadie

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