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VII. REDUNDANCIA Y SABER JURÍDICO

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18. El vicio de redundar el Derecho. El contrato carece de sentido si se limita –o incurre en gran parte– a duplicar el Derecho legal imperativo o el dispositivo supletorio. Es algo que todo el mundo entiende, un principio que, aunque no por otra razón, es demandado por la exigencia de economizar recursos. Pero es lo cierto que, por lo ordinario, los contratos comerciales incurren en esta falta. En alguna ocasión por decisión consciente de los asesores jurídicos –o insistencia porfiada del cliente–, en otras inadvertidamente.

19. Ejemplos. Casos repetidos de redundancia en contratos comerciales son los siguientes, sin ser exhaustiva la lista. Se redunda casi siempre en la cláusula de fuerza mayor. Se redunda, cuando se opta por incluirla, en la cláusula hardship o cláusula rebus sic stantibus. Se redunda en la exclusión de daños indirectos y consecuenciales. Se redunda muchas veces en las cláusulas de fuero jurisdiccional. Se redunda la norma relativa a la falta de conformidad de la prestación. En los contratos que tienen en el ordenamiento un soporte legal específico –v.gr. arrendamiento (pero no suministro o compraventa de empresas)– la redundancia se multiplica (obras, fecha de pago de la renta, mejoras). Se redundan los remedios legales en cualquier tipo de contrato. Se redunda en el significado de lo que sea una condición suspensiva. Etc.

20. Redundancia inadvertida. Una redundancia inadvertida es prueba de un deficiente conocimiento jurídico. El jurista transaccional no conoce en este caso las posibilidades ni límites del Derecho y opera a ciegas. La cuestión podría no tener excesiva importancia, si todo se redujera al empleo innecesario de recursos. Pero no es el caso, porque introducir redundancias tiene costes regulatorios y transaccionales.

21. Costes regulatorios de la redundancia. Los costes regulatorios se generan porque el sistema jurídico aparece duplicado en un contrato, y, por el principio de razón suficiente, genera en el operador externo (juez, árbitro) la sospecha de si aquella redundancia singular no querrá significar en el fondo que las partes han hecho implícitamente un apartamiento del Derecho dispositivo no redundado. Un ejemplo. Si, como es común, las partes de un contrato redundan la cláusula de fuerza mayor dispuesta en la ley, pero no redundan la cláusula rebus sic stantibus, hay lugar a preguntarse si acaso las partes no habrán decidido no dar entrada a otra forma de exoneración sobrevenida que la que se corresponda a la fuerza mayor. Lo cual es seguramente un error, porque casi con seguridad la introducción de la cláusula de fuerza mayor no obedece a ninguna razón de mérito. Es todavía mucho más peligroso cuando se redundan unos remedios legales por incumplimiento, y no otros.

22. Costes transaccionales de la redundancia. La redundancia genera además costes transaccionales para la parte (o su asesor) que la provoca, siempre que la redundancia siga siendo inadvertida para dicha parte. Cuando la parte más avisada accede a que valga una cláusula que de otra forma también valdría, está postulando una ventaja estratégica. Él ya ha dado un paso en favor del acuerdo. Ahora le toca conceder al otro, aunque este otro ignore que la moneda que recibió en origen no tenía valor. El experto que es conocedor debe explotar esta ventaja transaccional y no le conviene intentar explicar a la otra parte lo superfluo de su pretensión. Muchas veces, además, sería inútil, porque la parte ignara querrá salvar su reputación, especialmente frente al cliente, y porfiará en su intento.

23. La redundancia perversa. Los asesores de ambas partes pueden ponerse de acuerdo en estafar a sus comitentes, si ambos son conocedores de la redundancia, pero insisten en ella para que el contrato gane cuerpo. Ocurre muchísimas veces. Ello genera una pérdida de eficiencia en la prestación de los servicios jurídicos. Los clientes se encuentran entonces encadenados con sus asesores en una perversa relación de agencia, en la que hay sólo una parte (el jurista) que está en condiciones de precisar, medir y comprobar el alcance y la calidad de sus servicios, mientras que el cliente nunca está en condiciones de comprobar ex ante (antes de que el contrato fracase, si fracasa, en el lejano futuro) si está pagando un precio ajustado a los servicios que recibe. A la larga esto produce un efecto destructivo del mercado de los servicios jurídicos. La cultura del mantente mientras cobro deviene finalmente un mercado de limones en el sentido de AKERLOF: las diversas calidades tienden a ajustarse al nivel mínimo y los diversos precios tienden a ajustarse a lo más barato que puede ofrecer el mercado.

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