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El año iba camino de récord negativo. La peor sequía de los últimos veinte años asolaba España. El fantasma de las restricciones amenazaba a medio país. Sin embargo, el último día de trabajo no hizo falta que sonara el despertador. El golpeo duro y continuo de una lluvia torrencial sobre el asfalto y los tejados me despertó con brusquedad. El cielo estaba cubierto de un color gris mate que fue desapareciendo a lo largo de la mañana. Antes de salir para Córdoba ya lucía un fastuoso sol que me acompañaría todo el camino.

Tenía el tiempo justo para llegar, descargar las maletas y acudir a la cita con mi amigo. A pesar de que es más inteligente no llenar la cabeza de grandes elucubraciones, en la hora y cuarenta minutos que tardé en hacer el trayecto no pude pensar en otra cosa que en la revelación de los secretos de su enigma.

Rafa estaba sentado en una de las mesas cercanas a la cristalera que delimita el local con la acera de la calle Alfonso XIII. Saboreaba un café bombón. De espaldas a la puerta de acceso, no pudo verme entrar, así que le sorprendí por la retaguardia.

—¿Qué tal, my friend? —le pregunté, justo antes de darle dos besos.

—Sin grandes titulares y con mucho trabajo.

Me sorprendió lo de «mucho trabajo». Acabábamos de empezar el periodo vacacional y lo lógico es que hubiera hablado en pasado, pero como es adicto a los libertinajes metalingüísticos no le di mayor importancia.

Habíamos quedado para tomar café en un pub que hace las veces de cafetería, cerca del instituto donde él trabajaba. Un lugar encantador donde se puede disfrutar de una consumición acompañada de suave música.

Rafael Quesada adereza cualquier historia con todo lujo de detalles, ya sea una noticia de calado político, la tragedia del hambre en el cuerno de África o simplemente su día a día. Despierta el interés del interlocutor de inmediato. Cuando llevo tiempo sin verlo, echo de menos nuestras conversaciones para arreglar los problemas del mundo. Pocos sitios tan reconfortantes para hacerlo como la ciudad donde abrí los ojos por primera vez.

Esta vez todo quedaba en un segundo plano. Habría tiempo de analizar con detenimiento la actualidad. La curiosidad por destripar las sorpresas que me tenía preparadas era el plato principal.

Antes de decir una sola palabra, retiré la silla hacia atrás sin llegar a sentarme. El punto de partida para cualquier diálogo exige un reparto equitativo en la logística de todos los participantes y a mí no me había dado tiempo a pedir tan siquiera una consumición.

—Voy a acercarme a la barra a pedir un café con leche. Vuelvo en dos minutos y me pones al día —le dije sin posibilidad de que reaccionara.

—No tardes —contestó con tono jocoso.

No parecía intranquilo; en cambio, yo estaba bastante excitado, aunque lo ocultara bajo una falsa serenidad. Intrigado por los motivos que le llevaron a preguntarme tanto por Teo Areces como por Abdel Samal, inicié la ofensiva intentando unir las piezas del rompecabezas que se me escapaban.

—De Teo, no me extrañará nada de lo que me cuentes. Andará envuelto en algún asunto de drogas, en alguna reyerta entre bandas o en el asalto a cualquier joyería. A saber.

El infortunio y la falta de oportunidades son una ciénaga de arenas movedizas para anular al ser humano que todos llevamos dentro y sobrevivir a base de nuestra más encarnizada naturaleza. El Teo que recordaba era un tipo afortunado. Un presentimiento me decía que la suerte le había dejado de lado.

—Tu instinto sigue sin traicionarte —manifestó junto a una sonrisa ladina.

—De Abdel, no sabría por qué cara apostar. ¿Está trabajando para una importante empresa informática y se pasea con un BMW último modelo a pesar de su juventud?

—En esta ocasión, no te ha funcionado tu clarividencia —matizó.

Abdel no era de habitar en zonas templadas. Me equivoqué al apuntar al extremo bueno.

—No acabo de ver la relación entre Teo y Abdel.

—No te impacientes. No te será difícil atar todos esos cabos que ahora te resultan extraños.

Tenía hilvanado hasta el último pespunte de la puesta en escena. Distender la conversación era una estrategia estudiada, así que, después de pedirme paciencia, cambió de orientación el foco y me preguntó:

—¿Tienes algún nuevo lío de faldas del que quieras contarme detalles o prefieres llorar por los veinte años de hipoteca que aún tienes por delante?

En principio, deberían haber sido los temas de nuestra conversación. No fue así. La incertidumbre es mala compañera de viaje. El rigor con el que había trazado las líneas maestras de nuestro encuentro se lo rompí de un plumazo.

—Mejor terminar lo que se empieza. Ya habrá tiempo de hablar de lo interesante.

—¡Ja, ja, ja! Cuando escuches lo que tengo que contarte, lo importante habrá cambiado de lugar. Pon atención y abróchate el cinturón.

Rafa tenía información directa de Abdel Samal por haber sido profesor suyo y datos de primera mano por personas muy cercanas a su entorno. Abdel consiguió que le expulsaran seis veces a lo largo de los cuatro años de la ESO. Los altercados con sus compañeros fueron la causa principal de dichas expulsiones; no obstante, consiguió graduarse.

—Cuando en el corazón te anida la sensación de que los que te rodean sienten desprecio hacia ti, tu vulnerabilidad tiende a solucionar violentamente cualquier asunto y se convierte en la herramienta principal de tus relaciones sociales e incluso emocionales —interrumpí con voluntad didáctica.

Hizo un silencioso gesto de asentimiento y siguió su narración:

—Con diecisiete años, empezó a salir con Adira Kintawi, un año menor que él. Adira era a Abdel lo que el día a la noche. Ella, trabajadora y responsable; él, bastante vago e insensato, queriendo hacerlo todo con la ley del mínimo esfuerzo. Ella, apacible y equilibrada; él, iracundo e inestable. Adira, madura y comprometida con el bien común; Abdel, alocado en todas sus acometidas.

—El amor, al igual que la teología, es un guirigay difícil de descifrar, ¿no crees? —volví a interrumpir, sorprendido por lo que escuchaba.

—Ambos poseen un lenguaje propio que les permite arder sin consumirse nunca.

—¡Qué relación tan asimétrica! Continúa —manifesté sin entender bien qué pretendía decirme.

Para Abdel, Adira simbolizaba parte del éxito de toda una vida. La chica brillante que cumplía con todos los preceptos. Aunque educada en Occidente, al ser musulmana aceptaría su papel sumiso con respecto a él.

Para Adira, Abdel era el chico al que todo el mundo menospreciaba. Un buen estudiante de matemáticas que intentaba integrarse sin conseguirlo. Ella creía que toda la culpa era de la sociedad, que no le daba las mismas oportunidades que a otros chicos. Lo cierto es que ambos veían en el otro a la persona con quien condimentar su mundo incompleto.

Abdel paseaba por las calles y los jardines cerca del instituto y, más tarde, por la facultad orgulloso de Adira. Ella se sentía satisfecha de su relación. A veces, experimentó celos. Él resultaba bastante atractivo. Alto y de complexión atlética, con frente ancha y fruncida de tanto odio acumulado. Cejas pobladas, ojos grandes y oscuros con una gran viveza de mirada. Nariz ancha y tez moruna, pero con el brillo que le aportaba la juventud.

Al terminar ambos la ESO, Adira continuó con el Bachillerato y Abdel pasó a realizar un ciclo formativo de grado medio en la especialidad de Explotación de Sistemas Informáticos, que no fue capaz de terminar.

Al escucharlo hablar sobre Adira, tuve la sensación de que la realidad, aunque fuera pasada, se convertía en un rompecabezas de difícil solución.

Adira también fue alumna mía en el mismo curso que Abdel. Jamás hubiese imaginado una relación sentimental como la que acababa de narrarme. Pero como el mundo imaginativo es un lugar tangible de lo imposible, ahí estaba el amor para confirmar lo perverso de un juego en el que dos juegan a hacerse daño.

—Sigo sin entender el nexo común entre Teo y Abdel. La participación de Adira en la historia es algo secundario sin mucha importancia. Al menos, esa es la sensación que tengo —dejé caer con un gesto de incredulidad.

—Lo sé, no te preocupes. Es una historia aún por cerrarse, pero te aseguro que la vamos a disfrutar y que Adira goza de mayor relevancia de la que le otorgas.

La coletilla de «te aseguro que la vamos a disfrutar» me sonó a peligro. Soy de los que piensan que la amenaza no está disuelta en el aire, sino que es una brisa con vida propia que no deja de soplar.

En ese momento, estaba obsesionado por saber a qué venía su interés sobre Teo, Abdel y, ahora también, Adira.

Terminados los cafés, propuse tomar una copa y seguir charlando.

Uno no debe atormentarse intentando descifrar códigos que quedan fuera de su alcance, pero no dejaba de imaginar posibles o inviables combinaciones. Generalmente, la buena suerte de unos se transforma en la mala de otros. ¿Le ocurriría algo similar a la pareja de Adira y Abdel en contraposición a Teo?

El bar se había ido llenando de chicos y chicas con ganas de pasar un rato agradable al calor de la música y de las historias que a cada uno le toca vivir. En la calle, la temperatura debía de oscilar en torno a los cuarenta grados, toda una invitación para no querer salir de la atmósfera creada en un local bien refrigerado como aquel.

Estábamos a punto de reiniciar la trama, cuando le sonó el móvil a Rafa.

—Disculpa.

Callé y le hice el gesto del pulgar hacia arriba, indicándole que no se preocupara. Disfruté mirando a mi alrededor e imaginando las posibles aventuras en las vidas de los desconocidos. Me hallaba imbuido en uno de esos episodios cuando escuché a Rafa:

—Te parecerá rocambolesco, pero lo que te cuento es consecuencia de varias investigaciones que lleva a cabo el Centro Nacional de Inteligencia (CNI).

Todo me parecía surrealista, pero a medida que iba suministrándome la información, más interés tenía por conocer a fondo aquel secreto que con tanto esmero guardaba.

—¿Del CNI? ¿Desde cuándo trabajas como espía? —pregunté irónicamente.—Aunque te parezca mentira, así es. Soy la nueva Mata Hari en hombre.

Ambos sonreímos.

Tras escucharle nombrar al CNI, dejé por completo de elucubrar acerca del porqué de toda aquella conversación. El impacto fue tan grande que me dejó sin aliento.

—No me digas que estás colaborando con el CNI, que todo lo que hemos hablado guarda correlación con las investigaciones que acabas de nombrar.

—No puedes estar más en lo cierto, querido Watson.

Hacía meses que un agente del CNI le pidió colaborar en las pesquisas de diferentes tramas. Redes internacionales de delincuencia, redes de captación y adoctrinamiento del fundamentalismo yihadista, redes de crimen organizado… Ahora sí que no entendía nada. Antiguos alumnos enrolados en actividades delictivas y de extremismos religiosos. Adira, ¿integrante o víctima de esas tramas? Rafa, convertido en Leonardo DiCaprio en la película Infiltrados, de Martin Scorsese. Mejor no estudiar todo aquel tropel de información y dejar que siguiera explicándomelo.

—El agente del que te hablo trabaja en una de las unidades de investigación y obtención de información como apoyo a la inteligencia y la seguridad dentro del servicio secreto español. Es un agente de campo. Investiga a pie de calle para pasar la información a los analistas que elaboran los distintos tipos de informes: secretos, reservados, confidenciales o de difusión limitada para los presidentes de Gobierno, los ministros, los cuerpos de seguridad del Estado y, en ocasiones, para el presidente del partido mayoritario en la oposición.

—¡Joder! —exclamé— ¡Menuda bomba te traes entre manos!


Estaba impaciente por empezar a disfrutar de las vacaciones veraniegas con dos objetivos prioritarios: playa y libros. Pero el destino parecía no querer colaborar con mis metas. Me describía un mundo desconocido e inquietante que no tardaría en descubrir en mis propias carnes.

—¿Quieres que te cuente cómo se inició todo o lo dejamos para otro día?

—Debes de estar loco. Creo que no me conoces lo suficiente si pones en duda mi interés —aduje, con las órbitas de los ojos a punto de explotar.

Se puso serio. Me obligó a prometerle que no revelaría nunca la identidad del agente secreto ni hablaría con nadie de los detalles que llegase a conocer de los investigados. No cumplir la promesa podría acarrearme más problemas de los que imaginaba.

—Me conoces bien —alegué en mi defensa al percibir el sentido común de lo que me pedía.

Me hizo un gesto para que acercara mi cabeza y así poder bajar el tono de voz.

—El agente encubierto del CNI es mi cuñado Luis.

No lo podía creer. Conocía a Luis Lozano y a su mujer, hermana de Rafa. Habíamos compartido en varias ocasiones mesa cenando. Incluso hablamos de los entresijos de la arquitectura, profesión que aseguraba ejercer. Hasta que le solicitó su colaboración, Rafa también creía que su única profesión era la de arquitecto. Es más, la propia mujer pasó mucho tiempo después de casados sin percatarse de la principal actividad profesional de su marido.

—En alguna ocasión, le dije que probablemente le llamaría para que me hiciera el nuevo proyecto de mi casa. ¡Menudo chasco!

—Llegado el momento, pídeselo. Compatibiliza los dos trabajos. La tapadera tiene que estar activa de alguna forma.

Luis Lozano estudió Arquitectura y Tecnologías de la Información y la Comunicación. Hablaba perfectamente inglés y tenía un don de gentes especial, formación y virtud que le permitieron ser captado para el puesto de agente con las características descritas por Rafa.

A su vez, estos agentes intentan establecer su propia red de colaboradores. Por seguridad, muchos de estos últimos nunca llegan a conocer la identidad del agente, otros sí. Era nuestro caso.

A principios de marzo, aprovechando una comida familiar, Luis pidió a Rafa que le proporcionara toda la información que, como profesor de Abdel Samal y de Adira Kintawi, pudiera tener en sus manos. El instituto emitió un informe educativo y mi amigo aportó la opinión personal que tenía sobre ambos.

Por un lado, la curiosidad, la astucia y su predisposición a involucrarse en el asunto y, por otro, el conocimiento y la seguridad de Luis en su cuñado les hicieron colaborar juntos. Luis urdió un plan en el que Rafa pudiera ayudar a la realización de los informes adecuados.

Fue en aquella misma cena donde ambos coincidieron en que yo podría ser de gran utilidad en la apasionante investigación criminal en la que estaban involucrados.

—Hay épocas en las que hasta los días de descanso pasan al acecho —expresé con una mezcla entre deslumbrado y aturdido.

—Muy literario, amigo. No se me habría ocurrido nunca esa forma de observarlo. Déjame que termine de contarte lo poquito que me queda. Te tomas un par de días para reflexionar y me contestas si te ves capacitado para ayudar.

—Adelante —manifesté con convicción.

—Adira continuó su brillante trayectoria académica y se matriculó en la Facultad de Ciencias de la Educación.

Para Abdel, el paso de los años acrecentó su estado de inconformismo radical. La precaria situación laboral en todos los trabajos que desarrolló, estigmatizado por su origen, y la lenta pero paulatina radicalización de sus convicciones religiosas eran el caldo propicio para convertirlo en un guerrero yihadista.

La relación con Adira se hizo cada vez más y más difícil. Ella, integrada en la sociedad, con un futuro prometedor en la carrera docente, con ganas de formar una familia, pero sin que ello le supusiera prescindir de muchos de los valores occidentales ya interiorizados. Mientras, él estrechaba lazos con la parte de la comunidad más integrista de su zona. Quería una esposa sumisa y una vida dentro de la corriente teológica del wahabismo, una de las más radicales dentro del universo islamista.

Los dos sufrieron: él por sus celos compulsivos injustificados y por sus convicciones, ella por comprender que se había enamorado de alguien que la esclavizaba. Él por la envidia de ver integrada a quien le gustaría descubrir derrotada, ella por no ser capaz de romper una relación varada en el frío de su corazón. El desenlace de esa relación amorosa me daba la razón sobre las dificultades que polos tan opuestos presentaban, aunque un principio físico de electromagnetismo intentara dejarme por palurdo.

—No te quise desvelar el final para que no me restregaras tu ego de sabelotodo del amor.

—Has hecho bien —le dije con la media sonrisa que da la satisfacción de acertar en las intimidades de lo ajeno.

Oscurecía y aquella historia que tanto interés me despertaba se volvía más densa. Me levanté con necesidad de estirar las piernas.

—¿Cinco minutos para fumarnos un cigarro?

—Lo necesito tanto como tú.

El sol se deshacía y la gente empezaba a transitar las calles de manera alegre. Una mujer de mediana edad nos miró y frunció el ceño en señal inequívoca del desagrado que le producía que obstaculizáramos el paso por la acera.

—Te has enamorado durante este último mes? —pregunté.

Después de su fallido intento en el inicio de nuestro encuentro, saturado por tanta información, fui yo quien intentó cambiar el tema de la conversación.

—No soy el tipo de hombre que se deja arrastrar por emociones con facilidad. El romanticismo y la pasión se dan en el cine y en la literatura de medio pelo, pero no en mi vida.

No pude aguantar la risa de la patochada que se marcó. Él tampoco.

—¿No te lo crees? Parece mentira que no me conozcas —dijo sin que la risa le dejara articular bien las palabras.

—Vámonos para adentro y me cuentas algo serio.

La parte que desconocía de Teo no me turbó tanto como la de Abdel y Adira. Sufrió una lesión grave de rodilla jugando al fútbol, que le ocasionó dos contratiempos letales para su futuro. Por un lado, tuvo que dejar la práctica del balompié. Los médicos le aconsejaron que no practicara ningún deporte que conllevase movimientos bruscos o contacto físico. Por otro lado, la larga convalecencia de la lesión facilitó el despido de la empresa de construcción en la que trabajaba. Este desgraciado cúmulo de quiebros del azar dio lugar al nacimiento de un delincuente.

Durante un tiempo, pasó de un trabajo precario a otro aún peor. Pero no hay fatalidad que cien años dure, suponiendo que una vida al margen de la ley indique el fin del infortunio. Un aficionado a todo tipo de drogas llamado Álvaro trabajaba como repartidor de una empresa que distribuía diferentes marcas de bebidas alcohólicas. Un día, mientras realizaba su trabajo, se enteró de que necesitaban un camarero para la barra de uno de los night clubs que visitaba. De inmediato, pensó en su amigo Teo. A este le pareció una idea fantástica. Se presentó con la carta de recomendación de Álvaro, muy apreciado por el encargado del Romeo y Julieta, así se llamaba el night club.

—Tenía constancia de la lesión de Teo, pero ¿de verdad hay un puticlub llamado Romeo y Julieta? —pregunté a Rafa.

—Lo puedes encontrar en el nuevo polígono industrial.

—No sé si es para echarse a llorar o para proponer al creativo que le puso el nombre a algún premio publicitario. ¿Cuánta inquina amorosa se habrá volatilizado como pavesas entre esas paredes? —volví a preguntar.

Rafa sonrió y aprovechó para dar un sorbo a su copa.

Teo consiguió el puesto de trabajo sin mucho esfuerzo. Aquiles, el encargado del Romeo y Julieta, no tardó en darse cuenta de su potencial. Servir y mantener a raya a aquellos a los que, a altas horas de la madrugada, el alcohol les pone bravucones era un traje a su medida.

Aquiles era el nombre que mejor retrataba al gerente del local. Ganó su fama por la rapidez con la que golpeaba a todo aquel que no cumpliera con sus mandatos. Exconvicto, pasó ocho años en la cárcel por tráfico de drogas, robo con violencia e intimidación y agresión sexual. Se le atribuían al menos tres asesinatos que no pudieron ser probados. Era uno de los lugartenientes que tenía repartidos por toda la geografía española el mafioso Wagner Soto, más conocido por el apodo de la Bestia.

Teo y Aquiles no tardaron en estrechar su amistad y ampliar el marco laboral. Aquiles le explicó algunas de las normas infranqueables. Con las chicas era conveniente no intimar mucho para evitar encariñarse, algo que estaba totalmente prohibido. Podía follar todo lo que le apeteciera, siempre y cuando ellas también lo desearan.

Poco tiempo después, Teo pasó a ser su controlador y a tenerlas bajo custodia. Vigilar el cumplimiento del horario establecido, inspeccionar cada cierto tiempo sus cuartos en busca de documentos sospechosos y gobernar con mano de hierro sus vidas, propiedad del todopoderoso Wagner Soto, se convirtieron en sus deseadas rutinas.

Era el trabajo que siempre soñó. Gran parte de las chicas, en régimen de semi-esclavitud sexual, veían en su figura al camarada para conseguir determinadas necesidades. Muchas de ellas le complacían con todo tipo de fantasías sexuales. Además, el grado de autoridad que ahora desempeñaba era la recompensa a tanta adversidad profesional soportada. Algunas casualidades obedecen a un destino tan deseado como improbable, pero no imposible.

Romeo y Julieta era uno de otros tantos night clubs que Wagner Soto gobernaba. Su actividad principal era el comercio sexual, pero también los utilizaba para el tráfico de drogas y de armas en alguna ocasión. El sobrenombre de la Bestia procedía de la ferocidad con la que maltrataba a todo el que se interponía en la realización de sus planes y de su imagen, un tanto terrorífica. Tenía una quemadura en la parte derecha del rostro que le afectaba a la frente, a la ceja y a parte de la cuenca externa del ojo y del pómulo. Un rostro ovalado con cicatrices dejadas por un acné mal cuidado. Un peso de unos ciento veinte kilos repartidos a lo largo de un metro noventa de altura. Todo en él era a lo grande. Alardeaba de tener un principio que nunca incumplía: jamás les ponía una mano encima a las mujeres, aunque ordenaba palizas descomunales e incluso sus asesinatos sin inmutarse.

—Me resulta difícil comprender el alma y el cerebro de un criminal consumido por el odio, sin esperanza alguna —dije interrumpiéndole.

—Hasta para los especialistas es complejo.

Rafa no paraba de hablar. Era como si siempre se dejara algo importante por decir. Por desgracia, yo carecía de la capacidad necesaria para asimilar tanta información continuada.

—Antes de que sigas, me gustaría hacer un resumen de lo expuesto.

—Adelante, a ver si tu capacidad de síntesis es la adecuada para un agente en potencia —dijo mientras sonreía.

En su sonrisa podía intuir el convencimiento de quien pretende engatusar al amigo hacia sus intereses cuando este parece haber mordido el anzuelo.

Levantamos las copas, brindamos, miramos en derredor y asentimos con la cabeza en un gesto de aprobación hacia la belleza de muchas de las chicas que por allí andaban. Ambos dejamos escapar un suspiro cargado de sugerencias y posibilidades.

—Me basta un minuto para recapitular. Por un lado, tenemos a Abdel Samal y a Adira Kintawi. Su relación, que atraviesa por el Triángulo de las Bermudas, y la evolución de sus diferentes identidades. Él, cada vez más radicalizado. Ella, labrándose un futuro con mucho esfuerzo. Por otro, a Teo Areces, que ya desde adolescente apuntaba maneras de matón. La dificultad de los tiempos que corren para encontrar trabajo y su predisposición a meterse en líos le han situado dentro de una organización mafiosa que trafica con mujeres, drogas y armas. ¡Casi nada! De la organización hemos hablado del jefe supremo, Wagner Soto, y de uno de sus lugartenientes, el famoso Aquiles. Y, por último, ¡los buenos! —exclamé con una sonrisa de oreja a oreja—. Está tu cuñado, Luis, con todo el CNI detrás; tú, que has empezado a colaborar, aunque desconozca cómo lo haces, y la probabilidad de que yo también pase a formar parte de esta misteriosa trama.

—¡Bravo! —gritó, al tiempo que aplaudía de forma poco sonora para no levantar las miradas de extrañeza en la concurrencia—. Breve y certero —apuntilló.

Las copas de ron estaban vacías. Llevábamos hablando alrededor de dos horas. El calor fuerte de la tarde dio paso a uno más transigente. Era el momento de cambiar de lugar. Decidimos ir a tapear por una zona cerca del Brillante, donde habían abierto algunos bares que, al parecer, estaban de moda. Eran aproximadamente las diez de la noche cuandocogimos cada uno nuestro coche y condujimos hasta la terraza donde habíamos quedado.

—Muy útil este riego por aspersores que evita que salgamos ardiendo.

—Es una locura que cerca de las once de la noche estemos alrededor de los treinta y tres grados —replicó Rafa, con gesto de fastidio.

Al terminar de cenar, Rafa sugirió tomar una copa allí mismo, para proseguir la parte del enredo que aún desconocía.

A pesar de las ganas que mi amigo mostraba por inocularme con rapidez el virus, se dio cuenta de que me costaba trabajo mantener la boca cerrada sin bostezar. Madrugué, hice el viaje por carretera y, sin descansar un minuto, llegué a la cita acordada.

—Lo dejamos para otro día —dije entre bostezos.

—Lo siento. Soy muy pesado. No me he dado cuenta de la falta que te hace descansar. Te envío al correo dos archivos con información de Teo y de Abdel para que los leas con tranquilidad.

—Me parece bien.

Era una gran idea. Podría seguir informándome a mi ritmo una vez que el jet lag dejase de sacudirme.

Cada vez tenía la consciencia más clara de meterme en un callejón, cuya salida no iba a resultar nada fácil.

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