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A las nueve de la noche del domingo estaba citado para jugar el primer partido del campeonato de fútbol siete. Teo no apareció. No hice una sola pregunta sobre él por temor a levantar suspicacias. El bochorno y la falta de entrenamiento estuvieron a punto de provocarme una lipotimia. Llegué extenuado, con la intención de hidratarme y preparar un nuevo asalto al Romeo y Julieta.

A pesar de no estar conforme con el resultado de mi primera visita al lugar, donde los misterios del deseo dejan de ser tan enigmáticos, repetí los rituales de la vez anterior.

El portero de acento español desconocido no estaba. Al balcánico le acompañaba otro con rasgos muy parecidos. Conforme me acercaba a la barra, el simpático camarero de la vez anterior me miraba sonriendo. Di los pasos necesarios para que fuese él quien me atendiese.

—Bienvenido a su casa. Dudaba si volvería a verle. No le vi muy entusiasmado con Dulce; me equivoqué.

—Hizo muy bien su trabajo —respondí, mostrando cara de satisfacción a la homilía que me ofreció aquel atento camarero.

—¿Lo mismo que la vez anterior?

Sorprendido, le contesté que sí. Mientras lo servía, escrutaba con sigilo a todas y cada una de las chicas allí presentes. En esta ocasión, un cliente menos. En total, cuatro.

—Dulce se ha marchado, tardará algún tiempo en volver.

—Pero ¿está bien? —pregunté fingiendo cierta preocupación.

Era una fantástica noticia para mí. No tendría que esquivar su amistad, pero me interesó dar la sensación contraria. De esta manera no sospecharían nada. A la simulación de deseos o de falso interés hay que darle prioridad. En esta ocasión estuve atento y creo que mis palabras resultaron convincentes.

—Sí, solo que durante algún tiempo estará en otra ciudad.

Me acordaba de la mayoría de las chicas. Muchas de ellas habían cambiado su indumentaria. Tuve la sensación de que entre ellas habían intercambiado las prendas seductoras que las vestían. ¿Qué importancia podría tener? ¿Acaso no lo hacen las amigas y las hermanas? ¿Por qué iba a ser diferente en aquellas trabajadoras del sexo?

Sin embargo, había una nueva, o al menos no me acordaba de haberla visto la noche de Dulce. No pude dejar de mirarla. Llevaba un vestido de tirantes cortísimo de látex negro, ajustado, como si se lo hubiese esculpido el mismísimo Miguel Ángel. Una cremallera lo recorría de arriba abajo. En lo alto del cierre se vislumbraban dos voluminosos, redondeados y turgentes senos, que me provocaron más que nunca la idea del paraíso. Donde acababa el vestido, la oscuridad parecía decir: «Por mucho menos de lo que encontrarás han caído reyes». Botas negras hasta las rodillas, con plataforma y tacones rojos. Muy alta, con un corte de pelo a lo Amelie, flequillo corto y una media melenita recogida hacia dentro.

No tardó en darse cuenta de que babeaba. Es mi forma de explicar la sensación de aturdimiento que me provocó aquel ángel de entre veinticinco y treinta años, morena, con las cejas depiladas y unas pestañas que enfatizaban aquellos enormes ojos color cielo.

Se llamaba Sophía. La invité a una copa. Me contó que era serbia, nacida en Belgrado. Llevaba en España tres años, repartidos entre Barcelona, Valencia, Madrid, Sevilla, Málaga y, los últimos dos meses, en Córdoba. Su idea era volver a Serbia en pocos años más, cuando ahorrase algún dinero para montar un negocio de peluquería. En Belgrado vivía junto a su familia, en un bonito barrio llamado Stari Grad. Hablaba bien el castellano, con un léxico y una capacidad de expresarse que ya la quisieran algunos alumnos de Bachillerato para sí.

—¿Te aburren mis cosas?

Hablaba conmovida por una melancolía profunda. Era como si de sus recuerdos extrajese la fuerza para sobrevivir a la transformación sufrida desde que llegó a España.

—En absoluto. Comprendo que eches de menos a tu familia.

—¿Qué buscas?

—Bálsamo para las cicatrices.

—Mientes. Tus heridas están curadas. Son otros los motivos que te traen.

Me quedé callado unos segundos. Sus grandes ojos como faros me observaban buscando unas respuesta que yo mismo desconocía.

—Me has descubierto.

A diferencia de la vez anterior con Dulce, casi ni nos tocamos, pero nos besamos mucho. Ella, en el juego usual hacia el cliente, ofertando la gloria y dejándome con la miel en los labios. En mis besos, al contrario que en los de ella, ardían los anhelos de mis sueños. La vida es una trampa enorme que no puedes esquivar.

¿A qué había ido yo allí? A enamorarme de mentira. Entonces, ¿por qué sangraba con lo que decía? ¿De dónde venía ese ahínco por emocionarme con una prostituta?

En algún momento de la conversación tuvo que hablarme de sus honorarios. Eran más caros que las del resto. No le presté la atención que debiera y, cuando pasé por delante de la mami, sentada en el recodo del pasillo, me pidió noventa euros. En ese momento, mudé el semblante. Nada como un breve destello de cicatería para poner las cosas en perspectiva. Pagué, me di la vuelta y Sophía ya no estaba. Fue la mami la que me indicó la habitación donde me esperaba.

Cuando entré, ya no tenía el vestido. Estaba de pie, con la espalda apoyada en una de las barras de madera labrada que sostenían el dosel de la cama. Mantenía las botas negras y rojas, un tanga y unas pezoneras negras en cruz. Los pechos al descubierto confirmaron mis sospechas de su ingravidez. Mi pene erecto llegó a la conclusión de que había merecido la pena pagar los noventa euros, más los veinticuatro de los cubatas. Con el dedo índice hizo señales para que me acercara. Solo veía sus pezoneras y el rictus sonriente de quien se sabe dueña de los deseos más íntimos del contrincante. Estaba a unos cincuenta centímetros del Edén. Mi boca acompañaba a mis brazos para lamer y acariciar aquellos camafeos convertidos en senos. Cuando estaba a punto de hacer la acometida, ¡plaf!, recibí un guantazo que me tiró hacia atrás con virulencia.

—¡Me cago…!

—¡Desnúdate, idiota! —escuché medio aturdido, ofuscado y abriendo la boca. Abrí la boca porque me acordé del consejo que un amigo me dio para cuando creyese que tenía los tímpanos rotos. La enorme bofetada alcanzó la parte baja de mi oreja.

Cualquier tipo de análisis precipitado es como coger un trocito de glaciar y preguntarse por qué te quemas. Así que, todo lo serio y cabreado que permitía la situación, pregunté:

—¿No había otra manera de hacérmelo saber?

—¿Necesitas que te ayude a quitarte la ropa? —contestó de forma hosca y haciendo caso omiso a mi sugerencia.

No quiero contar lo que se me pasó por la cabeza cuando escuché a Sophía ofrecerme de nuevo su ayuda. Allí estaba yo, desnudo, con mi órgano viril más flácido que unos michelines. «Ni los grandes artistas están siempre a su propia altura», me dije a mí mismo en un intento de consolarme.

—Quédate de pie, con las piernas abiertas y apoyando las manos sobre la cama como si te fueran a cachear —me ordenó.

Obedecí sin mirarla cuando, de repente, el dolor agudo de un fustazo en las nalgas hizo que saltara hacia la cama al tiempo que buscaba el alivio en la zona lastimada, con las caricias de las palmas de mis manos.

—¡Joder! —exclamé, mientras seguía frotándome el cachete dolorido.

—Me cansan tus quejas. Estoy siendo muy blandita contigo y, sin embargo, tú no dejas de chillar como si fueras una nenaza —me abroncó, poniendo de relieve un mal humor que jamás pensé que pudiera recibir en una situación como esa.

Además de cornudo, apaleado. Tenía sensaciones contradictorias. Por un lado, deseaba ese cuerpo espectacular. Por otro, quería vestirme, salir corriendo y dejar el sufrimiento para mejor ocasión. Pero, a veces, la necesidad de una satisfacción personal es más fuerte que el uso del sentido común.

—¿Por qué te enfadas y me golpeas con suavidad a tu parecer?

—¿Qué esperabas, aceite por mis tetas y algodón para que te hiciera un peeling? ¿Por qué no has subido con alguna de las otras chicas?

—Porque la que me gusta eres tú, no las otras.

Sophía empezó a reírse, como si le hubiera contado un chiste graciosísimo.

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