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La ausencia de niños en el centro esos últimos días de junio facilitó que me hiciera muchas preguntas acerca de lo que Rafa me ocultaba. Más tarde, cuando me destripó los entresijos de su propuesta, comprobé mi total desorientación.

A pesar del entusiasmo propio de esos días y del carácter alegre y emprendedor que me había permitido vivir muchas aventuras, no atravesaba mi mejor momento. La ruptura definitiva de una relación sentimental pesaba como un agujero negro. Llevaba cuatro meses buscando las claves para salir de él sin conseguirlo. Seis años de relación que fueron fructíferos y devastadores por igual. Con el paso del tiempo, los cajones de la memoria van haciendo hueco y terminan por abrirse de manera fluida. Hasta conseguirlo atravesé esa zona pantanosa de reemplazos discontinuos en los que una recompensa equivale a cuatro fiascos.

Faltaban dos días para coger las vacaciones. Junto a una amiga y compañera de trabajo disfrutaba de manera relajada de las vistas en una de las terrazas que hay a lo largo del paseo marítimo de Torremolinos. El sol amable y una brisa complaciente nos obligaban a reflexionar sobre lo indigno de las vidas aceleradas. Mirando a los turistas sin hacer comentarios y dialogando sobre poesía, el tiempo pasaba sin que nos diésemos cuenta. La llamada de Rafa vino a interrumpir la magia del momento.

—Han sido dos días muy largos, ¿no? —ironicé.

—Está siendo un final de curso durísimo. Ya te contaré. ¿Te acordabas de ellos?

Sin tiempo a plantearle una sola novedad, me vi sorprendido por el ímpetu con el que retomaba el tema. Al igual que las revoluciones tienen la facultad de mover todo de su sitio, mi amigo había cambiado las formas por las que suele discurrir un diálogo. Me dejé avasallar y le contesté:

—Sí. Son muchas vivencias compartidas con ambos. No encuentro el nexo entre ellos, pero sé que me lo aclararás pronto.

—A su debido tiempo —manifestó dando a entender que había que ir subiendo la escalera peldaño a peldaño—. Cuéntame —añadió con tono inquisidor.

Le hablé primero de Teo Areces. Daba la casualidad de que en varias ocasiones habíamos hablado de sus peculiaridades.

—Jugué al fútbol con él. Era uno de los mejores del equipo, muy violento y arrogante. Vivíamos en el mismo barrio. Sus padres y los míos eran buenos amigos. Hace algún tiempo que no sé nada de él, pero por su idiosincrasia y la cercanía que otorga la vecindad, siempre me he interesado por el deambular de su vida.

—Lo imaginaba. Me tienes expectante. Continúa —me espetó.

—Le conocí cuando él tenía catorce años y yo diecisiete. Ambos jugábamos al fútbol en categorías diferentes. No recuerdo mucho más de aquella etapa de su vida, salvo que todo el mundo decía que tenía un gran porvenir como futbolista. Durante cuatro años, supe muy poco de su existencia. A la vuelta de ese tiempo, nuestras vidas volvieron a cruzarse de manera puntual. Por entonces, yo estudiaba en la universidad y él ganaba algún dinero como jugador de fútbol en equipos de tercera división. El deporte era el medio principal con el que se ganaba la vida. Aunque parezca contradictorio, también formaban parte de su rutina fumar cannabis en cualquiera de sus formatos y esnifar coca.

Creo que Teo me apreciaba. Quizá mi aura de intelectual por estar en la universidad y mi afición por la lectura me convertían en el tuerto en el país de los ciegos. Lo cierto es que compartí algún que otro canuto, alguna juerga y algún que otro debate acerca de la dificultad para encontrar trabajo, de cómo los empresarios explotaban a los trabajadores o sobre la ineptitud de los políticos corruptos que habitaban a lo largo de la geografía española, en todos los estratos de la Administración.

Una de las prioridades de Teo y algunos más de la pandilla, sin la enseñanza obligatoria cubierta, era saber las características de una variedad ingente de marihuanas. Sin embargo, hoy en día puedo asegurar que en pocas ocasiones he visto formular argumentos tan convincentes como los que escuché en aquellas tertulias cargadas del humo que desprenden los cigarrillos de la risa. Una cosa son las ideas, otra el corazón. Pero cuando uno debate con el corazón entregado en cada una de las palabras que dice, hasta las ideas más alocadas adquieren un sentido común difícil de rebatir.

—Así que ya sabes de dónde procede mi interés por los problemas que acucian a la sociedad —añadí con tono sarcástico.

—Te entiendo. La fascinación hacia tus antiguos camaradas nos va a ser de gran ayuda.

—¿De qué estás hablando? Me pides que te cuente lo que recuerdo de ellos y me sales con esto. Aquí hay gato encerrado. Dime de una vez lo que escondes.

Con tono burlón, volvió a la carga con una nueva pregunta sobre el otro viejo conocido. Mi compañera empezó a impacientarse. Contemplaba el horizonte de manera distraída y un educado asombro, sin poder ocultar la incomodidad que le suponía mi extensa conversación telefónica.

—Discúlpame. No puedo colgarle.

—¿Te queda mucho por hablar?

Negué con la cabeza. Le guiñé un ojo y le susurré que la compensaría. No dijo nada. Se acercó y me plantó un beso en la boca. No era el momento ni el lugar. Vio la ocasión y eso es algo que una mujer no desaprovecha nunca. Me encendí un cigarrillo y continué con la conversación telefónica, que empezaba a angustiarme por inoportuna.

—Tú también fuiste su profesor. En más de una ocasión hemos hablado de él y de las conductas disruptivas que generaba incesantemente. No sé qué podría decirte que desconozcas.

—Conmigo estuvo en la Educación Secundaria Obligatoria (ESO). Me gustaría conocer, si es posible, más detalles de su paso por primaria.

Qué extraño me resultaba todo. Dicen que la memoria mantiene fría la cabeza, porque le gusta jugar con los recuerdos. A mí me ardía por el esfuerzo de recordar lo que me pedía mi amigo.

—Abdel Samal nació en Tetuán trece años antes de que coincidiéramos. Repitió segundo curso, de ahí que tuviera un año más que la mayoría de sus compañeros. Con cuatro años viajó a España y se instaló en Córdoba con su madre. El padre llevaba aquí varios años trabajando en la hostelería, con el permiso de residencia en regla. En plena adolescencia, tener un año más que tu grupo de iguales es una gran ventaja. Abdel sabía aprovecharlo a las mil maravillas. Su poder de intimidación era considerable o, dicho de manera más coloquial, era un «matón». A pesar de todo, Abdel era un buen estudiante, sobre todo en matemáticas. Tenía un desarrollado pensamiento lógico-matemático. Recuerdo a sus padres muy interesados en todos los aspectos relacionados con su educación. Eran conscientes de la importancia que tienen las herramientas de una formación adecuada para que su hijo manejase bien los hilos de su vida en el futuro. Y eso es todo lo que recuerdo.

—Sigues teniendo una memoria prodigiosa —alegó sorprendido por la cantidad de información que le suministré.

—¿Qué hay detrás de todo esto?

—¿Si tuvieras que definir a Abdel cómo lo harías?

—El mejor combatiente del agravio, un número uno del enfado, un obrero tenaz capaz de construir un mundo nuevo a partir del fallido.

En aquellos años se podía vislumbrar la semilla incipiente de un delincuente común, incluso la de un fanático religioso y, al mismo tiempo, la de un buen matemático con un perfil idóneo para trabajar en un sinfín de empresas.

—Más que un maestro de primaria pareces un perfilador criminalista. Me has dejado de piedra —añadió Rafa.

Tan absorto estaba en la conversación que no me di cuenta de en qué momento mi compañera se fue a ojear los productos artesanales de los puestos instalados a pie de playa. El misterioso asunto de Rafa me iba a costar su amistad. Tenía que cortar sí o sí.

—Tenemos que dejarlo para otro momento.

—¿No tienes curiosidad por escuchar lo que sé de Abdel?

Claro que quería. Sobre todo, saber de qué trataba el argumento de la película. Pero también quería seguir disfrutando de la compañía y de la tarde soleada.

—Llámame esta noche. No puedo seguir hablando. Estoy acompañado y nos vamos a cenar.

No había mejor excusa. El mar, al fondo, susurraba su líquida canción.

—Mejor lo dejamos para cuando llegues a Córdoba. Suerte para esta noche.

Sabía que en tres días estaría de regreso. Nos despedimos y me fui en busca de la mujer que, en lugar de proporcionarme las claves de la felicidad, me hablaba de la cobardía ante el amor. Nada más llegar a su altura, me gastó una broma. Era buena señal. Estuvimos paseando entre bolsos, cuadros, pulseras y todo tipo de objetos que los mañosos artesanos fabricaban con esmero. El sol nos dejó sin su amparo y nos apeteció tomar una cerveza bajo la protección de una luna que menguaba.

—¿Has cerrado el acuerdo con la editorial? —pregunté.

—Si no hay contratiempos, estará en las librerías para finales de noviembre.

La felicité. Era una gran noticia. Llevaba más de dos años dándole forma a un libro de poemas que por fin vería la luz en los próximos meses. Los dos sabíamos del duro proceso de publicar un libro. Escribirlo tiene muchas similitudes con amar a alguien. La línea que separa el goce del dolor y la frustración entre letras es muy delgada. Por ese motivo, muchos escritores son seres frágiles y muy sensibles.

—¿Es la soledad la que empuja a escribir o los escritores son seres solitarios? —preguntó con tono taciturno.

Las palabras me llegaron a un ritmo lento. Respiré hondo. Me llevé su curiosidad al plano personal, aunque contesté de manera genérica. Era el ego tonto que nos puede a los que soñamos con ser reconocidos.

—Hay de todo. Auténticos misántropos y quienes no son capaces de pasar dos horas sin que les digan lo guapos que son.

—¿En qué grupo estás?

—En ninguno —respondí, desechando de inmediato mi absurda generalización.—Igual es que no tienes madera de escritor. —Permaneció unos instantes callada—. Es broma. Escribes muy bien —añadió a continuación.

La terraza nos permitía fumar sin necesidad de movernos. Ella es una poeta muy activa. Incluso en verano, cuando la actividad literaria reduce sus niveles de adrenalina, sigue con una frenética agenda de recitales. Mi caso es distinto. Durante el periodo estival necesito alejarme del mundo de las redes sociales y de los continuos saraos líricos.

Le agradecí su generoso comentario y le confesé mis planes para el verano.

—Empezaré a escribir la mejor novela del siglo XXI. —Le guiñe un ojo al tiempo que le sonreí—. Seguiré escribiendo y puliendo el libro de poesía social que me ronda la cabeza y, sobre todo, leeré muchísimo. Tengo un montón de lecturas atrasadas.—Me encantan tus propósitos. Envidio la fuerza de voluntad que tienen las personas como tú.

Nos recogimos cerca de las dos de la mañana. La ginebra puso la guinda a una velada de confesiones y de risas. Un abrazo fuerte y los deseos compartidos de disfrutar al máximo el verano nos alejaron hasta el inicio del curso siguiente.

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