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Me levanté cansado después de dormir más de nueve horas. Las maletas y el resto de enseres estaban esparcidos por la casa pidiendo que los colocara en su sitio. No había prisa. Con la sensación de estar buscando algo sin saber qué, terminé de ordenar los bártulos. No había hablado con nadie de mi familia. Nadie me esperaba, pues.

Recibí el correo de Rafa esa misma tarde. Como me había comprometido a asistir a la presentación de la novela de un amigo, decidí dejarlo sin abrir hasta que regresase del acto.

La Casa Góngora es una casa solariega del siglo XVII que perteneció a la noble familia de los Fernández de Córdoba. Tras una rehabilitación integral por parte del ayuntamiento desde el año 2007, se conoce como Casa Museo Luis de Góngora. En su bello patio porticado, que aloja una fuente de piedra negra en el centro del mismo, se presentaba la novela. Cuando llegué, aún había sillas libres. Muy poca gente me era familiar. El calor obligaba a ir ligeros de ropa. Muchos de los asistentes ya lucían una brillante piel tostada. La novela contaba las alegres y peligrosas peripecias de unos estudiantes en sus años más alocados. El formato de entrevista pactado entre autor y presentador resultó interesante y ameno. Los últimos rayos de sol dieron paso a un cielo estrellado que hizo de la oscuridad un bonito espectáculo a modo de colofón. Una brisa ligera y agradable acompañó la firma de ejemplares y los cotilleos propios de los actos literarios.


Se fue el día sin que pudiera pasar a saludar a mis padres. Vivir a caballo entre dos ciudades tiene sus inconvenientes. Son muchos los compromisos que adquieres a lo largo de las ausencias y, a veces, cuesta trabajo cumplirlos.

Nada más llegar, conecté el ordenador y abrí el correo. Estaba impaciente por saber más de las vicisitudes de los asombrosos personajes que volvían a cruzarse en mi vida. El informe tenía dos apartados. El primero era el más breve. Teo Areces había escalado peldaños de forma meteórica en la organización criminal. Su función principal era la de transportista. Trasladar a las chicas de un lugar a otro y hacer entregas de drogas era el premio a una carrera brillante de agresiones y palizas brutales a más de un corazón rebelde y extraviado. Sus jefes valoraban la gran lealtad demostrada.

La organización de Wagner Soto se hacía con las chicas a través de dos fórmulas distintas. Una de ellas consistía en pagar las deudas contraídas por las víctimas, mujeres que ejercían la prostitución, con otras organizaciones criminales para explotarlas en sus locales de alterne. La otra era la introducción de mujeres procedentes de otros países, que también tenían que saldar la deuda contraída en un viaje de falsas promesas prostituyéndose aquí. La organización tenía establecido un reglamento severísimo que aprovechaba para ampliar la deuda adquirida por las mujeres. Se les sancionaba si llegaban tarde, si la vestimenta no era adecuada o si no conseguían un número de servicios semanales. Se encontraban en un régimen de semiesclavitud difícil de abandonar. Una pesadilla tan real que la mente tardaba en asimilarla. Muchas de esas mujeres tenían la certeza de que solo había dos maneras de sobrevivir en ese mundo injusto: abandonarse al dolor de lo inaceptable o aliarse con él. Pocas cosas tan tristes e irracionales había leído como esta parte del dosier.

En la segunda parte, aparecía un nuevo y siniestro protagonista también conocido. No era algo fortuito. Rafa y el CNI estaban al corriente de esa pequeña gran coincidencia.

A Adira, la entrada a la universidad le brindó la oportunidad de conocer un mundo de sensaciones desconocidas hasta ese momento. Chicos y chicas con inquietudes comunes, asociaciones estudiantiles o fiestas más animadas de las que frecuentaba eran algunas de ellas. Pronto se le aparecieron los fantasmas que anidan en toda relación con sabor a cárcel.

Abdel empezó a vivir un auténtico infierno. No conseguía trabajo. La falta de recursos económicos acrecentaba sus problemas y acentuaba su odio por todo lo que le rodeaba. Su chica se alejaba más y más. Su único refugio era el locutorio regentado por Kadar Adsuar, que cada vez visitaba con más frecuencia.

Cuando leí el nombre de Kadar Adsuar, parte del puzle empezó a encajar. Este siniestro personaje era quien enseñaba a Abdel las suras del Corán, el mismo que le daba más importancia al aprendizaje de dichas suras que a los deberes del colegio.

No soy partidario de impartir la asignatura de religión en las escuelas. Cualquier religión es una cuestión de fe. La fe pertenece al ámbito privado de cada uno y, por lo tanto, debería estar fuera de la logística que lo público ofrece como bien general. En ocasiones, he sido testigo de cómo se manipula la historia o de cómo se miente acerca del futuro de todos los que profesen el credo de la religión en cuestión. Con ello se pretende exacerbar los sentimientos de unos niños inocentes de todo, tremendamente permeables a los razonamientos que carecen de fundamento alguno.

Kadar nació en Rabat en 1969. Llevaba en España alrededor de veinticinco años. Los diez primeros los pasó trabajando en diversas ocupaciones como la hostelería, la construcción o la recolección de frutas y verduras. Los últimos quince, como maestro de religión islámica en diversos centros de Educación Primaria en Córdoba, al tiempo que regentaba el locutorio.

Era un individuo de constitución ancha, con piernas gruesas y una barriga prominente, barba muy poblada, pronunciadas entradas en la cabeza, tez oscura y agrietada, voz suave y déficit de audición. Lo que siempre me llamó la atención era la amputación del dedo índice de su mano derecha. Cuenta que se lo lastimó trabajando en una fábrica. Sin embargo, la leyenda que manejaba la policía era que él mismo se lo cercenó al estilo de los yakuza japoneses en una turbia historia entre delincuentes.

Su locutorio servía de tapadera a una red financiada por Arabia Saudí, Catar y Kuwait, así como por empresarios musulmanes afines a la causa. Kadar era uno de los eslabones que un grupo de saudíes destinaba para el control de la colonia musulmana partidaria del wahabismo en Córdoba. Bajo el pretexto de la religión, los fines del patrocinio no eran otros que la implantación de sus costumbres, sus «tribunales» y sus «policías religiosos» al margen de la legalidad española vigente. La desescolarización de niñas, los matrimonios forzados y el reclutamiento de personal para la yihad o guerra santa formaban parte de su peculiar ley islámica o sharía.

La captación para la yihad era el principal objetivo de este complejo entramado. Para conseguirlo, los aspirantes debían completar el ciclo de preparación. Primero, se les obligaba a formar parte de bandas organizadas en el robo de todo cuanto pudiera tener valor. Con los botines conseguidos se sufragaba la propia tela de araña tejida y también se enviaba dinero a diferentes campos de entrenamiento repartidos por la zona del Sahel, Malí, Mauritania, Níger o la propia Arabia Saudí. Los alistados que superaban esa primera etapa y se entusiasmaban en la contienda pasaban a la segunda y definitiva: convertirse en muyahidín, versión lobo solitario. Los lobos solitarios podían elegir su propio objetivo y trazar su plan de actuación, aunque sería la cúpula de poder quien, en última instancia, daría el visto bueno a la ejecución.

El locutorio poseía una habitación trasera que se utilizaba a modo de mezquita para las oraciones y como lugar de reuniones clandestinas. En esa estancia se proyectaban vídeos de contenido terrorista y se pregonaban soflamas sobre la lucha espiritual. La tapadera que les servía de sostén era el estar dados de alta como asociación cultural islámica. Abdel fue una presa fácil. Una vez captado, el proselitismo y el reclutamiento se llevaron a cabo en dichas instalaciones.

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