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ОглавлениеMuchos de nosotros somos arrastrados por un destino que jamás imaginamos que fuese el nuestro. Para cuando abrimos los ojos y tomamos consciencia de las secuelas, es demasiado tarde. Sé bien de lo que hablo.
Os preguntaréis -por qué os cuento mi meditación, de quiénes os hablo, por el porqué de mi preocupación hacia Rafa y no hacia los demás, y también por las causas que me llevaron a tomar depresores del sistema nervioso central para poder conciliar el sueño.
Todo comenzó con la llamada de Rafa. Fue la tarde en la que acudí a un evento cultural que fusionaba música, pintura y poesía. Volvía en taxi desde Málaga hacia mi casa, en Torremolinos. Por alguna razón, el taxista estaba de mal humor. Tenía inoculado algún virus que le removía las entrañas y cuyo antídoto solo él conocía.
—¿Es cierto que el cornudo es el último que se entera?
Me pareció tan surrealista la pregunta de aquel acongojado hombre, que solo se me ocurrió decir:
—Perdón, ¿cómo ha dicho?
—Déjelo, no tiene importancia —replicó con una fuerte dosis de aflicción.
«Quizá un mensaje cariñoso de su mujer, una señal de que todo fue un error o algún aderezo que animara su frustración bastarían para levantarle el ánimo», pensé. No dije nada por temor a ser cómplice de una pasión criminal amorosa.
Ensimismado en semejantes pensamientos estaba cuando sonó el móvil.
—¿Contento por la cercanía de las vacaciones? —pregunté con alegría al saber que era Rafa.
Rafael Quesada es un amigo inseparable desde nuestro paso por la universidad. Hace algunos años aprobamos la oposición al cuerpo de maestros y ahora ejercemos en ciudades distintas. Él en Córdoba y yo en Torremolinos.
—Deseando que llegue el día 30 —contestó, si cabía, con más júbilo.
A finales de junio, el cansancio acumulado a lo largo del curso escolar hace mella. Es difícil no exteriorizar el entusiasmo por el descanso veraniego. Hizo una pequeña pausa y añadió:
—Tengo preparado un plan para este verano que te seducirá.
—No me fío. Cuéntame.
Imaginaba algo como unos billetes de avión para un lugar paradisiaco. No fue así. La realidad superó a la ficción.
—Te voy a dar dos nombres para que caviles. A continuación colgaré y en dos días te llamaré para que me cuentes lo que recuerdas de ellos. ¿Te parece bien?
Debía de ser un asunto delicado cuando no quiso desvelarme nada más que unas pequeñas pinceladas del mismo.
—Déjalos caer.
Los nombró y finalizó la llamada, tal y como prometió.
Dejé a un lado la paranoia con la que el taxista me infectó y aproveché el tiempo que tardó en realizar el recorrido hasta la puerta de mi casa para recordar lo vivido junto a esos personajes, que irrumpieron con fuerza en mi cabeza.
Nada como una expectativa, por modesta que sea, para tenerte en vilo. Eso fue lo que ocurrió no con los dos, sino con los cuatro días que tardó en volver a llamarme. Con un simple juego de memoria consiguió el objetivo de despertar mi interés.
El primer nombre que puso mis circuitos neuronales a funcionar fue el de Abdel Samal. Fui su tutor durante mi primer destino como maestro.
Un día de tantos, mientras revisaba los deberes y tras descubrir que no los tenía hechos, le pregunté:
—¿Por qué no los has hecho?
—Es que ayer el profesor de religión islámica nos obligó a estudiar una de las suras y no tuve tiempo de hacerlos.
—Muy bien, ya sabes que tienes que quedarte en el recreo haciéndolos, para que otra vez recuerdes que los deberes son tan importantes como las suras.
—Pero ¿por qué? —preguntó elevando el tono y frunciendo el ceño, mientras añadía que era una de las suras más importantes, según le había dicho su maestro de religión.
—Ya te lo he dicho. Todos los deberes son igual de importantes. No quiero escuchar nada más.
Estuvo murmurando un buen rato. Cuando alguien posee un corazón de guerrero, ni la derrota más limpia puede borrar el hedor del fracaso.
En otra ocasión, todo el ciclo, quinto y sexto de primaria, viajamos a Selwo Aventura, en Estepona, como actividad complementaria. Mientras el resto del alumnado disfrutaba de la visita al parque, él se entretuvo en tirarles piedras a los pobres monos enjaulados.
Desde la oficina central del parque nos llamaron la atención por no controlar la conducta de nuestro alumno. Una situación bochornosa, que derivó en una temprana salida del parque hacia Córdoba, con el disgusto del resto de compañeros y el de los propios maestros. En aquella ocasión, se decidió expulsarle del colegio durante tres días.
El asombro me sobrevino con el segundo nombre, Teo Areces, a quien no podía considerar amigo, no en el sentido más íntimo de la palabra. Se podría decir que fue un colega de la infancia y la adolescencia.
Siendo todavía adolescentes, fui testigo de un acto vandálico por parte de Teo y sus amigos. En su momento, me marcó muchísimo. Ahora entendía que quien alza el puño con facilidad tiene muchas papeletas de convertirse en un fuera de la ley.
Era una noche bastante calurosa, a pesar de que septiembre tocaba a su fin. Teo y Mónica, su chica de entonces, estaban sentados en uno de los bancos que rodean la bonita plaza Cañero. En otro banco contiguo estaban algunos de sus colegas fumando de todo un poco y bebiendo cerveza. Mónica se ganaba la vida como stripper en despedidas de solteros, discotecas o en cualquier otro evento que le surgiera. Todo en ella era explosivo: piernas largas como autopistas, que dejaba al descubierto con sus minifaldas o shorts; pechos enormes, cuyos contornos se podían apreciar sin dificultad a través de sus vertiginosos escotes y unas nalgas dignas de pasearse en la playa de Copacabana compitiendo entre las mejores. No podría decir que fuese una belleza o que tuviese un cerebro privilegiado, pero sí confirmar que gozaba de los suficientes atributos para provocar las miradas libidinosas y los comentarios lujuriosos de cualquier mortal.
Mónica se levantó del banco para ir a comprar frutos secos con los que acompañar la birra. El puesto quedaba al otro extremo de los bancos que ocupaban Teo y sus amigos. En el trayecto de vuelta, se cruzó con tres chavales veinteañeros que la piropearon.
—¡Maricones de mierda! ¡Chupapollas! Vuestras novias no os satisfacen, ¿verdad? —replicó ella.
Teo, como vigía, estaba al tanto de todo. En unos segundos, recorrió la distancia de unos treinta metros que los separaba. Sin mediar palabra, atizó un puñetazo en la cara a uno de los chicos, que cayó desplomado al suelo, sangrando por la nariz como si fuese una fuente.
En apenas unos breves instantes, todos los colegas de Teo rodearon a los dos chicos que aún quedaban en pie, preguntándose qué delito habían cometido para encontrarse en aquella situación.
No recuerdo con exactitud los acordes del breve diálogo que mantuvieron entre los bisoños casanovas y la guardia real de la princesa Mónica. Lo que no consigo olvidar es la lluvia de puñetazos y patadas que Teo y sus colegas propinaron a los pobres muchachos. Lo hicieron con la brutalidad de los que nada tienen que perder y el odio irracional de quienes solo anhelan venganza y sangre.
Por fortuna para los chicos, un grupo de personas variopintas que presenciaban la batalla desde los veladores de las terrazas circundantes a la plaza intervinieron para poner freno a aquella barbarie. El 061 les trasladó aún inconscientes al hospital, donde tuvieron que ser intervenidos de diferentes tipos de traumatismos y heridas.