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Justo cuando nos íbamos, no pude dominar las ganas de volver al servicio, ubicado en el fondo opuesto a la puerta de entrada. Mientras, ellos estarían en la calle echando un cigarrillo.

Miré el reloj al salir. Marcaba la una y media de la madrugada. Los músicos habían dejado de tocar y se miraban entre ellos con cara de extrañeza. Los parroquianos que quedaban gritaban y corrían de un lado a otro sin sentido alguno en sus pasos. Todos tenían los móviles en la mano. Parecía como si estuviesen concursando por ser los primeros en contactar y llevarse algún premio. Avanzaba hacia la puerta cuando una chica rubia, que rondaría los treinta años, me atropelló en su carrera a ninguna parte. Con la fuerza del encontronazo, tropecé con una silla y caí de espaldas sobre el húmedo suelo del pub. Tirado sobre el pavimento, la observé y noté en su expresión verdadero pánico. Fue entonces cuando reaccioné. Me levanté y corrí en dirección a la salida que, por alguna causa que todavía no llegaba a comprender, estaba despejada.

La claridad de una luna creciente fue sustituida por la luz tenue de una luna emborronada por las nubes. Multitud de estrellas compensaban la falta de luminosidad. Dos cuerpos yacían en el suelo con charcos de sangre a su alrededor.

Perdí la visión. Lo siguiente que recuerdo es que desperté en la camilla de la UVI móvil, atendido por una técnico de emergencias de ojos azules y gesto duro, poco apropiado para el desempeño de su trabajo.

—¿Qué les ha ocurrido a mis amigos? —pregunté sin fuerza y sin saber bien por qué estaba allí.

Sufrí un síncope brusco y momentáneo, aunque tuve la sensación de haber perdido el conocimiento durante varias horas.

—Fuera está la policía. No se preocupe, nos han pedido que le transmitamos tranquilidad. Ellos le explicarán todo lo ocurrido.

Cuando respondí correctamente a las preguntas de cómo me llamaba, qué edad tenía y qué día era, me indicaron que me incorporase despacio hasta ponerme de pie. Aunque algo aturdido, lo conseguí.

—Me encuentro bien —alegué sin poder ocultar mis ansias por salir a la calle.

—¿Ve con claridad o tiene la visión borrosa? —preguntó con sequedad y cierta irritación la enfermera, endureciendo aún más su rostro.

—Con claridad —balbucí.

La carretera había sido cortada al tráfico y solo quedaba un cuerpo rodeado por el equipo de la policía científica. La calle se llenó de gente que parecía salir como hormigas en busca de alimento. Efectivos de la policía local y de la nacional desarrollaban su trabajo en medio de una marabunta hambrienta por conocer los detalles de lo sucedido.

El tiempo que transcurrió desde la visión caótica que tuve al salir de la UVI móvil hasta que contacté con Antonio García fue como un descenso a los infiernos.

El miedo a que se confirmasen mis peores augurios derivó en un cuadro de ansiedad que me oprimía como si un camión se hubiese estrellado contra mi pecho. El gesto pétreo de la chica de ojos azules delató con rapidez la nueva crisis que estaba a punto de sufrir. De no ser por su veloz intervención, me hubiera dado de bruces contra el adoquinado una vez más. En esta ocasión, se acercó con un semblante más conciliador y, sujetándome por las axilas, me ayudó a sentarme en el acerado con la espalda apoyada en la pared. Al cabo de unos minutos, ella y su compañero me trasladaron a casa de mi hermana. No era prudente quedarme solo.

Eran casi las cinco de la mañana cuando llamé al portero automático del piso. Mi hermana se asustó tanto al escuchar mi voz que casi le da un infarto. Le di una versión adulterada con la mayor brevedad de la que fui capaz y llamé de inmediato al comisario de policía.

—Relájate. Lo tenemos todo bajo control —Antonio no dejó que llegase a preguntarle.

Esperaba mi llamada. Le faltaba conocer mi versión de los hechos. No pude aportarle un solo detalle. No vi nada. Me comprendió y me emplazó a descansar. Luego, se excusó aludiendo a una reunión inminente.

—Rafa está fuera de peligro. Intenta descansar de una u otra manera. Mañana hablaremos con más calma —fueron sus últimas palabras.

Eran tres las personas que iban conmigo: Iris, Berta y Rafa. Al salir, vi dos cuerpos tendidos en el suelo. Cuando recobré el conocimiento, solo quedaba el cadáver de Berta. Antonio García intentó tranquilizarme, diciéndome que Rafa estaba fuera de peligro, que tratara de descansar por todos los medios a mi alcance. No entendía nada. Con ese galimatías, el consejo del comisario me pareció fantasmagórico.

La única salida que encontré fue atiborrarme de diazepam. Nunca antes había tomado ese tipo de pastillas, que me parecen pequeñas dosis de muerte. Una vez que empiezas con ellas, el sueño deja de serlo para convertirse en olvido y desbarajuste. Aun así, tomé dos comprimidos del bote que mi hermana guardaba en el cajón de los medicamentos y maldije a Iris y a Berta, a Wagner Soto, a Teo Areces y a todos sus asociados, a Abdel Samal, a Kadar Adsuar y a sus fanáticos esbirros. No recuerdo si también a Antonio García por dejarme en ese estado de desasosiego antes de caer drogado en un sueño profundo.

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