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Durante algunos días me planteé la posibilidad de abandonar. El doble intento fallido en el night club, la pereza de volver a intentarlo y contemplar cómo se consumían los días de vacaciones sin salir de Córdoba eran aspectos que pesaban lo suficiente como para contrarrestar mis ansias de conseguir alguna hazaña. Pero el destino, si es que existe, estuvo por la labor de asignarme un rol importante en toda esta locura.

Un asunto de escrituras me llevó al notario, en la avenida del Gran Capitán. Estacioné en los aparcamientos que hay alrededor de los jardines de Colón. De ahí a la notaría eran cinco minutos de un agradable paseo por la avenida Ronda de los Tejares. A la vuelta, caminaba abstraído entre la multitud que transitaba por las calles céntricas de Córdoba, cuando de repente escuché:

—¡Maestro!

No era una voz familiar, pero en milésimas de segundo la reconocí. Era Sophía, que, desde el asiento de una de las paradas de autobuses, me llamaba.

—Creía que no te ibas a acercar. Sé que no lo pasaste bien en nuestro encuentro —argumentó con una sonrisa triste.

Parecía como si hubiese estado llorando y lo intentara disimular. Las vidas secretas están llenas de frío y soledad.

—Lo pasé genial. Pocas veces he disfrutado tanto del sexo.

Los nervios que entorpecían la articulación de mis palabras y la mentira que acababa de echar le hicieron reír. Estaba acostumbrada a que casi todo el mundo le mintiese: unos por vanidad, para despertar su fascinación, otros por la hipócrita doble moral que rige sus vidas y el resto por hábito.

Debía de haber pasado mala noche. Aun así, las marcadas ojeras no restaban esplendor a sus ojos. Desde el primer momento que la vi, admiré su belleza. Con la luz del día, su hermosura era más visible. Pocas mujeres con un peinado masculino y sin pintura llamarían la atención como lo hacía ella.

No se acordaba de mi nombre, pero sí de mi profesión. Tenía la mañana libre. Venía de comprar productos de maquillaje y perfumería para ella y para otras compañeras a las que no dejaban salir bajo ningún concepto. Ninguno de los dos teníamos prisa, así que decidimos tomar una cerveza. Justo a la vuelta de la esquina, en el bulevar del Gran Capitán, nos sentamos e intimamos durante un buen rato. Su atractivo y el hechizo de su sonrisa no podían ocultar un trasfondo doloroso que el primer día, entre las tinieblas del Romeo y Julieta, no pude apreciar.

—Tus compañeras estarán encantadas contigo, ¿no?

—Las ayudo en lo que puedo —contestó proyectando una sonrisa de vanidad.

Encapricharte de alguien que puede meterte de lleno en una zona de fuertes turbulencias no es lo más aconsejable, pero ¿cómo evitarlo? De pequeño, son tus padres los que te dicen: «Eso no»; pero cuando ellos ya no están ahí para protegerte, y tratándose de los caprichos del corazón, todo se vuelve más complicado.

A pesar de la experiencia poco placentera que tuve con Sophía en el Romeo y Julieta, no había dejado de fantasear con su cuerpo.

—¿Te sentiste agredido? —preguntó como si quisiera disculparse por haber truncado mis deseos sobre ella.

—Lo consideré un acto de guerra y, como tal, no quedará sin respuesta.

Reímos.

Al preguntarle por qué algunas de sus compañeras no podían salir del night club sin vigilancia, no supo o no quiso contestarme. No era el momento de intentar extraer más información. Antes tenía que ganarme su confianza. Ya habría más ocasiones.

Me habló de lo mucho que añoraba su tierra. Me explicó cómo era Stari Grad, el lugar donde vivía su familia, un conjunto de otros barrios pequeñitos en el casco antiguo de Belgrado.

—Si algún día vas por allí, no dejes de visitar el parque Kalamegdan. Te gustarán su fortaleza medieval y el zoo —afirmó con la pasión de una nostalgia febril.

—Solo iré si voy cogido de tu mano —repliqué, en otro alarde patoso de enamorado simplón.

Tuve la sensación de que esa sonrisa poseía la añoranza de lo que nunca había sucedido y el convencimiento de que lo difícil es un imposible en su mundo. Era como si las grandes esperanzas estuviesen fuera de su alcance, o quizá solo fue una interpretación personal de una posibilidad que anidaba en mi subconsciente. En cualquier caso, Sophía sabía del poder de su belleza. Lo que nunca llegaría a imaginarse es la cantidad de problemas que le acarrearía.

Aunque era una realidad que conocía, escuchar su relato me indignó sobremanera. Fue captada con la falsa promesa de una vida mejor en España. Tenía veinticuatro años cuando un miembro de la red de Wagner Soto, dedicado a estas labores, la sedujo. Se ganó su confianza e incluso llegó a fingir una relación sentimental con el único objetivo de traerla a España y obligarla a prostituirse.

—¡Menudo cabrón! —exclamé.

Recordé las palabras de Luis Lozano cuando me habló por primera vez de todo lo concerniente a esta organización criminal. La figura que acababa de describirme Sophía se conocía como lover boy, una especie de falso amante. Estos energúmenos aprovechan las miserias de las chicas en sus países de origen, las arrastran a otros más ricos y, una vez allí establecidas, mediante coacciones de todo tipo las obligan a prostituirse dentro de redes o ellos mismos se convierten en sus proxenetas.

Luis también me informó de que dos de sus compañeras eran nigerianas y estaban bajo un régimen durísimo de explotación. Las habían traído con las mismas falsas esperanzas de trabajo. Ambas llegaron embarazadas porque así garantizaban su entrada por motivos humanitarios. Una vez que dieron a luz, las madames se hicieron cargo de sus hijos, que servían como aval de pago en la deuda contraída por ellas. Esta deuda podía llegar hasta los sesenta y setenta mil euros. En muchas ocasiones, los menores sufrían malos tratos como represalia a cualquier conducta de la madre que no viesen con buenos ojos.

La vida en los márgenes de estas criaturas es de una crueldad insospechada. La trata de mujeres y la esclavitud sexual son una realidad terrorífica. Pocas son las que logran escapar de sus tentáculos una vez que han caído en sus redes, menos aún las que se deciden a hablar de su experiencia por temor a perder su vida o la de sus seres queridos.

Me quedé mirándola con perplejidad por la entereza con la que narraba su historia. También con ternura y pena por lo inaceptable de la misma.

—Es muy triste que en pleno siglo XXI las leyes que aspiran a erradicar esta lacra sean tan tibias —expuse enojado.

En su gesto noté que no me había expresado bien para que ella pudiera entenderme.

—Quiero decir que la ley no castiga lo suficiente a quienes se benefician de vuestra explotación.

—La historia se repite —adujo, silenciando sus quejas.

Traté de explicarle la importancia de un marco jurídico que ordenara la lacerante realidad de las mujeres en su situación. Si las normas solo sirven para tranquilizar al dragón de la conciencia con bellas palabras que disfrazan su inmoralidad, es que no hemos aprendido nada con el paso del tiempo.

—Deberías ser político.

—Son muy contradictorios e hipócritas.

—Mejor no —concluyó con la mejor de sus sonrisas.

Era uno de los pocos días que gozábamos de temperatura agradable. Terminé la única tarea planificada para ese día y estaba de vacaciones. Delante, una mujer de bandera. El tren pocas veces pasa cuando estás en el andén adecuado. Aquella fue una de esas oportunidades. Le propuse comer juntos.

—Te lo agradezco. Lo dejamos para otra ocasión. Tengo que volver antes de las tres de la tarde.

Sus palabras fueron lo suficientemente explícitas y secas para cejar en mi empeño.

—De acuerdo. Hoy no insistiré más, pero te tomo la palabra. En breve cerraremos nuestro acuerdo gastronómico.

—Me recuerdas a alguien.

—¿Estabas enamorada de él o le guardas inquina?

No conocía la palabra inquina.

—Su significado es parecido a rencor u odio.

Me clavó los ojos e intenté mantenerle los míos, hasta que los bajé.

—Ninguna de las cosas que has dicho. Es alguien a quien le hice una promesa que no cumplí.

Me pidió mi número de teléfono. En pocas palabras, dejó claro que sería ella la que contactaría cuando pudiese hacer un hueco en su controlada agenda. Nos despedimos con un beso en los labios, sin lengua y corto. Encontré en él el sabor agridulce de las manzanas confitadas.

Conseguir que te llegue a querer alguien a quien le resultas indiferente no es tarea fácil. Estamos acostumbrados, los hombres sobre todo, a arrebatar por la fuerza lo que somos incapaces de conseguir con la inteligencia o con el afecto. Ese no sería mi caso. Estaba dispuesto a entregarme a la causa del amor, a propiciar que Sophía guardase en su memoria un calor que no formara parte de ningún registro de los que conocía, un calor que pasara a ser su mayor patrimonio. Sophía era una mujer con un poso de tristeza, pero al mismo tiempo era valiente, decidida y segura de sí misma. Sabría valorar mis loables intenciones.

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