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Cuando descubrí por qué se reía Sophía, no tuve más remedio que reírme también, aunque en mis carcajadas se podía intuir la desilusión de una esperanza.

Sophía estaba especializada en prácticas sadomasoquistas. El dolor, la dominación e incluso la humillación formaban parte del placer sexual que ella suministraba. Sus clientes encontraban en el sufrimiento la fuente de satisfacción, mientras eran partícipes de la danza carnal del sexo. La indumentaria característica y el conocimiento de sus habilidades la diferenciaban de sus compañeras.

—Cuando subo con alguien, doy por hecho que sabe a lo que viene —expuso, disimulando las carcajadas de verme dolorido y mosqueado.

—Lo tendré en cuenta para la próxima ocasión en la que coincidamos. Te garantizo que no volverá a pasar —declaré, intentando ser lo más afable posible.

La dominación podría llegar a soportarla si al final tengo la recompensa del cuerpo, pero pagar por el tormento, nunca más.

—Lo siento mucho. Quizá volvamos a hacerlo en otra ocasión como a ti te gusta. Ahora, tenemos que irnos. ¿Me dejas que te bese? Quiero que te vayas con buen sabor de boca.

¿Quién puede adentrarse en los misterios del deseo y proponer una hipótesis que se pueda generalizar? Los sentimientos fuertes son peligrosos, y este lo era. En un mundo donde el declive de todo, belleza, sentido común o memoria es cuestión de tiempo, la única venganza que nos queda es morder la vida o dejar que te bese quien anhelas. ¿Por qué iba entonces a rechazar tan suculenta oferta?

—Es lo que más deseo —contesté con tono sosegado y alegre. Al fin algo dulce y suave, pensaba, estaba a punto de ocurrirme. Erré como un pardillo.

Terminé de abrocharme los pantalones. Ella se había acercado sibilinamente hasta donde me encontraba. Acercó su boca a la mía; aproximé mis labios a los suyos. Cerró sus bellos ojos y yo la imité. Dos segundos después, noté un dolor débil pero persistente. Me tenía mordido el labio sin apretar con fuerza. Abrí los ojos y vi los suyos disfrutando del placer de tener una presa rendida a sus pies. Apretó un poco más. Grité y soltó mi labio al tiempo que se desternillaba y me indicaba con la cabeza que desalojara la habitación. Mis ojos no dejaron de abrasarle la espalda y maldecirla hasta que la perdí de vista en la sala principal antes de marcharme.

Creía que en todo acto de sexo existe una dosis de ternura que oscila entre las necesidades y el grado de empatía de los implicados. Incluso en los amores de reloj, donde poca importancia tienen los besos, hay un grado de complicidad sensible. Al parecer, estaba muy equivocado.

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