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Aunque desayuno fuera de casa y disfruto de los suplementos dominicales de los periódicos, no me gustan los domingos. En vacaciones, todo es diferente. Suelo hacer las cosas mucho más relajado. La nostalgia está más presente. Melancolía e inmovilismo van unidos de la mano.

Ese domingo transcurrió sin sobresalto alguno. Pero la noche iba a ser distinta. El cortejo a mi Julieta se presentaba cargado de emociones.

Cené copiosamente con la intención de crear una base sólida para prevenir los efectos adversos del alcohol. «Hombre precavido vale por dos», solía repetir mi abuela. Adopté un look más juvenil del que me correspondía. Si tenía que ligar, mejor cuanto más joven pudiera parecer. Me puse unos vaqueros claros y una camiseta blanca de las que se ajustan al talle, sin darme cuenta de que el volumen de mi barriga arremetía contra el elástico de la prenda dejándose ver más de lo que me hubiese agradado. Es lo que tiene dejar de lado el sueño de ser olímpico. Zapatillas de deporte y un peinado con cresta, más colonia de la habitual y doscientos euros en la cartera para posibles eventualidades. O conseguía mi propósito o tendría que suspender el viaje de vacaciones que tenía previsto. El placer del sexo profesional está muy bien para acaudalados Romeos, pero para despistados soñadores como yo podía llegar a ser tan letal como la heroína en la década de los ochenta.

Era aproximadamente la una de la madrugada. La temperatura seguía siendo alta. Aparqué el coche en la calle paralela a donde se encontraba el night club y me dirigí andando hacia la puerta principal. Dos tipos trajeados muy altos y el doble de anchos que yo la flanqueaban.

—Buenas noches —saludé al pasar a su altura.

Los dos respondieron con amabilidad al unísono. Uno de ellos era español, aunque no llegué a reconocer la zona de la que pudiera proceder su deje. El otro, de algún país del este; su acento le delataba. Entre ellos y la parte interior del local había un pasaje cubierto por un techo de metacrilato en forma de u invertida. Al final de este se encontraba la puerta de acceso de doble hoja, que se abría empujando el soporte que cada una tenía colocado en el centro de la misma. Estaba a treinta centímetros de la puerta. Alargué mis brazos para abrirla con las manos y me dejé llevar escrutando todo lo que estaba delante de mí.

Me sentí nervioso y con sensación de claustrofobia. Un espacio cerrado, rectangular, no muy grande y con poca luz. La barra estaba ubicada en el lado opuesto al de la puerta de entrada, hacia la parte derecha. En ella había dos tipos con pantalones negros, camisas blancas de manga larga y pajaritas, bastante menos corpulentos que los de admisión. Estaba claro que los requerimientos para sus funciones eran diferentes. En el centro del local, cuatro jaulas en alto sobre unos soportes metálicos formaban los vértices de un cuadrado en cuyo centro había una pole dance plateada que iba desde el suelo al techo. Taburetes altos repartidos por la barra, algún sofá y sillones que parecían bastante cómodos en el lateral opuesto al del mostrador del bar. Los servicios se encontraban en el lateral izquierdo, cerca de la puerta de entrada. En el lateral derecho, una puerta donde se podía leer: «Privado». Al menos veinte chicas vestidas muy sexis, con corsés, lencería provocativa, shorts, falditas cortas, vestidos seductores y hasta picardías estaban repartidas por todos los rincones. Solo cuatro clientes más. Crisis y domingo de madrugada no eran los condimentos ideales para el negocio. Sin embargo, para mis intereses podía ser la ocasión propicia. Como si fuese el Capitán América, me adentré en dirección a la barra del bar. Un cubata rápido facilitaría el discurso de un Romeo bisoño como yo.

—¿Su primera visita? —preguntó el más alto de los camareros mientras me servía la copa.

—Así es. ¿Se nota mucho?

—No se preocupe. Aquí todas las chicas son amables y muy serviciales.

Aún con la sonrisa tonta de pardillo y el cubata en la mano, por el flanco derecho se me acercó una chica mulata, entradita en carnes, de labios gruesos y mejillas voluminosas. Llevaba botas altas de tacón, short tremendamente ajustado y un sujetador al que le costaba hacer su trabajo.

—Es la primera vez que te veo, papito —me dijo al tiempo que ponía su mano en mi entrepierna.

Sentí una especie de escalofrío y noté cómo mi miembro iba cogiendo turgencia. El sexo humano no es más que una febril negociación comercial entre dos criaturas de familia distinta.

—Sí, pero si llego a saber que tú estás aquí hubiese venido antes —dejé caer en un alarde de casanova bobo.

Era una de las chicas que menos me atraía del lugar, pero el ingenio de mi ego estaba dispuesto a tenderme una trampa tras otra. En el único sitio del universo donde no hace falta ser locuaz para atraer a una chica, estaba yo con mi verborrea cándida en un alarde de ingenuidad. A mamita, curtida en esas lindes, no le costó trabajo alguno mantenerse a mi lado y sacar todo aquello que iba buscando. Tomamos dos cubatas cada uno, nos metimos mano y nos contamos historias de las que provocan insomnio. No supe negarme a su insistente persuasión, a pesar de que pronto me di cuenta de que no podía ser la chica que andaba buscando. Subimos a la segunda planta como unos recién casados que llevan treinta años de novios, con la fantasía que genera la situación y con el convencimiento de que parte del deseo se ha quedado en el recorrido. Lo pasé muy bien. Cuando Dulce, propicio nombre para una cubana, se puso a la faena y desplegó todos sus encantos, demostró una gran profesionalidad. Entre las bebidas y el amor corsario me gasté cien euros que no sirvieron para la cruzada emprendida.

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