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Parte primera: desarrollo teórico

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El fundamento histórico para la «justificación por la fe» es que la situación de la humanidad en general después del pecado de Adán es lamentable y sin solución por sí misma... y esto se agrava porque se acerca el final del mundo y de la historia. Todos los hombres están bajo el dominio del pecado (1,18-3,20) y su situación es penosa, pues no pueden salir de ella por sus propias fuerzas.

Este dominio universal del pecado produce una cólera general de Dios, porque todos los paganos están subyugados por aquel (1,18-32) —lo cual puede parecer normal—, pero también los judíos (2,1-3,8) a pesar de la Ley, de la circuncisión y de la Promesa. La Ley está ahí, tanto para gentiles como para judíos, pero de hecho nadie la cumple entera (2,1-29). Por tanto, al ser todos pecadores, la ira de Dios planea igualmente sobre judíos y gentiles (3,9-20).

Dios actúa por sí mismo, por libre voluntad, por pura gracia, para modificar esta situación. La justicia divina no puede consentir lo que ocurre, y se mueve a compasión. Traza entonces un plan: la situación de la humanidad será arreglada por el envío de su Hijo y su muerte en la cruz (3,24-26). Al obrar así, Dios es justo; la justicia divina es doble: el plan de la muerte en cruz del Hijo demuestra la fidelidad de Dios a la alianza con el pueblo elegido e igualmente su fidelidad a la promesa de que Abrahán será también el padre de muchos pueblos gentiles (Gn 17,5).

Gracias al evento de la muerte en cruz del Mesías, diseñado por Dios desde toda la eternidad, se aplaca la cólera divina ante la situación general de pecado, y procede a declarar al pecador —es decir, potencialmente a todo ser humano— libre de pecado: lo «justifica»/lo «declara justo» (3,21-26). Pero impone una condición: que este acepte el plan divino de la cruz, que admita con fe/confianza que el evento de la muerte del Hijo de Dios significa la salvación para toda la humanidad gracias a sus diversos efectos (3,27-37). La Escritura da testimonio de que la fe/confianza tiene estos resultados: Abrahán fue justificado por su fe en las increíbles promesas de Dios antes de haberse circuncidado, es decir, antes de que hubiera Ley (4,1-25). Pablo sostiene que esta «justificación» por la fe/confianza en Dios rige tanto para gentiles como para judíos (4,27-31).

El ser humano que —ayudado por la gracia— haya mostrado fe/confianza en este plan divino en Jesús, el Mesías, y en su obra de redención, estará libre de la tiranía del pecado (5,1-21) y de la muerte eterna (6,1-11.21-23). Seguir dentro de la alianza completa de Dios con Abrahán (los judíos), o entrar en la parte de la alianza que le compete (los gentiles), tiene sus exigencias en la vida práctica: llevar una vida de fidelidad generada por esa fe (7,1-25; especialmente 7-25; más tarde caps. 12 y 13).

El judío creyente en Jesús tendrá que seguir cumpliendo la ley mosaica completa, pero con un sentido nuevo: la observará comprendiéndola no como una ley meramente «carnal», pura «letra», sino interna, «espiritual», tal como es interpretada por el Mesías. Desde fuera parece seguir observando la misma ley; pero no es así, porque su sentido ha cambiado en la época mesiánica (7,7-17).

El pagano no converso, o el que no conoce al Mesías, está también obligado a cumplir la ley de Moisés en su parte universal y eterna. La ley mosaica es el código jurídico por el que Dios juzgará a los gentiles en el juicio final (2,12-16). El pagano converso, «habrá muerto» a la parte de la Ley que no le compete y que es solo válida para los judíos (circuncisión, normas de alimentos y pureza; para él es pura «letra»), pero vivirá bajo la «ley del Espíritu» que trae el Mesías (7,1-6). Los gentiles se salvan exactamente igual que Israel, es más, son injertados en él (11,13-24).

El judío verá renovada su filiación divina, natural, por herencia física, al nacer dentro del pueblo elegido y ser miembro de la Alianza (8,1-18). Y al gentil converso a la fe en Jesús, el Mesías, Dios ha concedido la filiación adoptiva (8,14-18).

Ambos, judíos y gentiles, vivirán en una creación renovada, liberada de la corrupción, hasta que llegue el final. La vida del que vive en el Mesías, la vida del «cristiano», está marcada por la libertad de ser hijo de Dios, por una vida en el Espíritu cuyo destino final es la gloria (8,19-30). La nueva realidad, o tiempo nuevo inaugurado por Jesús, el Mesías, que se irá desarrollando hasta la plenitud del final cercano, lleva al creyente a plantearse qué ocurre con Israel después de la venida del tiempo mesiánico. Los israelitas fueron y son el pueblo de la Promesa, pero ahora no creen en Jesús, el Mesías. ¿Cómo actúa la «justicia de Dios» respecto a Israel? (9,1-11,36). La respuesta es contundente: Israel fue y es ciertamente el pueblo elegido (9,1-5), pero Dios ha rechazado momentáneamente a su elegido. Ahora bien, la divinidad no es por ello injusta, pues la culpa recae en la infidelidad del elegido al no creer en el Mesías (9,6-13 + 14-33). Sin embargo, a la vez hay que mantener que la elección primera de Israel no dependió —ni depende ahora— de las acciones realizadas por cada individuo, sino de la omnímoda e incomprensible voluntad de Dios (9,14-18). El ser humano no puede criticar a Dios por ello (9,19-23).

A pesar de la increencia general de Israel en su Mesías, queda un resto, los judeocristianos como Pablo, que creen en el Mesías. Ahora bien, ese Israel todavía increyente, que ha tropezado por intentar cumplir la Ley haciendo hincapié en su propia energía y voluntad de ejecutar las obras debidas, olvidando la gracia divina (9,30-10,21), se salvará si acepta el principio general de que la «justificación» solo viene por la fe en Jesús, el Mesías (10,1-11,10), no por el cumplimiento de las obras en sí. De hecho y finalmente —puesto que Dios no ha rechazado a su pueblo y sus promesas son irrevocables— todo Israel se convertirá y seguirá siendo el pueblo elegido, es decir, todo Israel será «restaurado» y se salvará, pues a él Dios otorgó su primera alianza y las Escrituras (11,11-35), y las promesas de Dios no pueden quedar sin cumplimiento. Lo que está ocurriendo es un verdadero misterio: la dureza de parte de Israel, que no cree en el Mesías, ha sido prevista por Dios para que se incorporen los gentiles a la salvación (11,25).

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