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Filiación y adopción

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Para expresar un aspecto importante de la salvación de los gentiles como individuos y el que también ellos han recibido la filiación divina, Pablo emplea un vocablo tomado del mundo jurídico romano, la «adopción». El término significa la aceptación formal, con valor jurídico pleno, de una persona como hijo, aunque no sea tal por vía genético-natural.

Para Pablo, los judíos son hijos «naturales» de Dios, como pueblo elegido libremente por la promesa hecha a Abrahán (Rm 9,4-5). Los gentiles, sin embargo, son hijos adoptivos y caen dentro de lo que hemos llamado la tercera parte de la Promesa (Gn 12,3; 17,4-5). Pablo indica repetidas veces que esta última parte se cumplirá en la era mesiánica (Rm 8,15; Gal 4,4-7). También ellos pueden llamar Abbá a Dios Padre, y se les proclama hijos y por tanto herederos.

El que Pablo tomara un concepto del derecho romano para indicar la filiación adoptiva no quiere decir que no tuviera textos en su Biblia judía que le inspiraran también para llegar a una idea semejante. El rey de Israel es declarado hijo adoptivo de Dios, como su predilecto (2 Sam 7,14; Sal 2,6-8). David es también adoptado por Dios como hijo predilecto, y recibe igualmente grandes promesas (Sal 89,21-30). Otros textos de la época del Segundo Templo explicitan que la adopción corresponde al Mesías, a Israel, o a los dos. Así, el Libro de los Jubileos 1,24, y 4QFlorilegio 1,1 lo aplican a Israel.

Pablo no precisa con palabras directas cómo es el proceso por el que se recibe esa adopción, pero sí indirectamente, aunque señala que es Dios Padre el que la concede (Gal 4,4-7). En Gal 3,25-26 indica Pablo que el acto de fe/confianza, que responde a la proclamación de la Palabra, es el que concede la filiación al gentil por medio de la recepción del Espíritu (Gal 3,1-3), confirmada luego en el bautismo.

La filiación supone en vida la liberación del pecado, es decir, del estado previo de esclavitud y de servidumbre bajo los «elementos del mundo» (Gal 4,3), los falsos dioses, etc. El gentil converso, al ser integrado en una nueva familia de Dios —el Israel mesiánico compuesto de judíos y de gentiles creyentes en el Mesías—, sufre una suerte de resocialización. Debe abandonar sus antiguas y malas costumbres (8,5-9). Pero puede caer y volver a pecar y caminar según la carne, es decir, volver al estado de pecador, a pesar de la filiación (6,14), cuyos efectos totales —si se mantiene la filiación— llegarán con la resurrección, la mutación del cuerpo corruptible y mortal en otro espiritual: la liberación total del cuerpo de «la carne y de la sangre», que «no heredarán el reino de Dios» (Gal 5,21). La filiación y la consecuente libertad de los hijos de Dios están «ahora» solo incoadas. Hay que esperar su plenitud en el futuro.

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