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CARTAS DE PABLO

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No es extraño que la producción escrita de Pablo —y de gran parte del cristianismo primitivo— sea del género epistolar (21 cartas de un total de veintisiete escritos del Nuevo Testamento). Los primeros creyentes judeocristianos estaban tan convencidos de la pronta venida de Jesús como mesías desde los cielos (la denominada «parusía», el fin del mundo presente), que normalmente no se sentirían tentados a redactar otra cosa que escritos de circunstancias. Una carta servía de presentación de los misioneros itinerantes, de respuesta a las preguntas de las nuevas comunidades, de arreglo de malentendidos o diferencias de orden teológico, y de exhortación a mantenerse en la nueva fe.

En líneas generales las cartas de Pablo y del Nuevo Testamento se acomodan, con algunas peculiaridades, al estilo y formato normal de las cartas de la época. Con el renacer de los estudios de retórica antigua en los años setenta del siglo XX se ha observado que algunas características de las cartas, en especial las paulinas, se explican bien si se tienen en cuenta las normas de la retórica y la epistolografía de su tiempo.

Una carta del siglo I e.c. en el mundo grecorromano constaba de una serie de elementos más o menos estereotipados. El primero es la fórmula introductoria (inscriptio), que solía tener tres componentes: mención del remitente, dirección o lectores a los que iba dirigida y saludo. Este último se expandía normalmente con el añadido de un deseo expreso de buena salud y de fortuna para el recipiendario. El segundo solía ser la acción de gracias a los dioses por algún beneficio que proporciona la ocasión para escribir, o una plegaria a los mismos para que nada malo ocurriera. El tercero era el mensaje propiamente tal o cuerpo de la carta. Normalmente la idea o ideas que se querían expresar llevaban una fórmula introductoria («Quiero que sepas...»; «No pienses que...»); luego venía el mensaje o la petición y, finalmente, la conclusión de esta parte principal, con una recapitulación de lo que se había explicado o solicitado y una petición de aceptación o respuesta. El cuarto elemento es la fórmula conclusiva. Normalmente constaba de un reiterado deseo de buena salud y de una despedida formal.

Pablo no se atiene rígidamente a este esquema, sino que cambia libremente algunas de sus partes, tanto la introducción (con sus tres partes) como el contenido, que se acomodaba normalmente a las preguntas formuladas por sus corresponsales, o a las inquietudes suscitadas por informaciones que le llegaban a través de viajeros amigos o colaboradores. El Apóstol dictaba sus cartas (véase, por ejemplo, Rm 16,22). Esto no quiere decir que manifestara en voz alta las ideas generales del contenido y que luego uno o más secretarios le dieran forma (o bien sus corremitentes), sino que se trataba de un dictado palabra por palabra. Ello explica el estilo familiar de sus cartas, su similitud de vocabulario y de sintaxis, la fortaleza y vigor de sus expresiones, como si estuviera hablando o discurseando, las interrupciones, las frases sin acabar o no redondeadas por completo, la mezcla de temas, ciertas oscuridades de expresión; en suma, una línea de pensamiento no tan clara a veces como desearíamos.

En algunas de esas cartas, una vez caligrafiadas por el amanuense, Pablo firmaba de su puño y letra (1 Cor 16,21; Gal 6,11; Flm 19). El Apóstol menciona a corremitentes de sus cartas (por ejemplo, Silvano y Timoteo en 1 Tes 1,1), lo que significa probablemente no una composición en comandita, sino que sus colaboradores se hacían partícipes de las ideas que el maestro expresaba en su escrito. Este hecho se deduce igualmente de la unidad de expresión y de estilo que apuntan hacia una persona única como autor, Pablo.

Las cartas de Pablo no son «epístolas» o tratados doctrinales, sino auténticas «cartas», misivas personales, llenas de afecto o de reproches, incluidas Romanos y Gálatas, aunque estas tienen mucho de tratado expositivo. Sus escritos eran un medio de prolongar su acción apostólica, pues en ellas anima, corrige y enseña. Sus cartas iban remitidas no a individuos, sino a comunidades (incluso la Carta a Filemón va dirigida a una comunidad doméstica), y estaban pensadas para ser leídas en público, normalmente cuando el grupo se reunía en la celebración de la eucaristía. Aunque de tono personal, Pablo piensa que sus cartas son documentos de un apóstol de Dios, dotados de autoridad, y que asientan o sustentan una doctrina judeocristiana que debe ser mantenida en adelante. En muchas ocasiones se hacían copias de las cartas de Pablo, como se ha indicado ya.

Además de sus propias ideas, Pablo utiliza en sus cartas material tradicional, recibido de las comunidades en las que se formó. Así: a) temas comunes de la predicación y tradición judeocristianas vigentes en Damasco o en Antioquía (Rm 1,2-4: verdades elementales de la fe; 1 Cor 15,3: doctrina sobre la resurrección); b) fórmulas de confesión de fe o temas de la liturgia particular de los seguidores de Jesús (Rm 10,9: Jesús es el Señor y Dios lo resucitó), quizás a menudo de la liturgia bautismal; c) citas de la Escritura para confirmar sus argumentos (en Rm y Gal sobre todo). Es posible que en ocasiones utilizara florilegios o colecciones de textos bíblicos sobre un tema, por ejemplo, sobre el mesías anunciado por los Profetas; d) catálogos de vicios y virtudes tomados de su tradición judía o de obras morales o filosóficas populares, paganas, pero que podían aplicarse a los cristianos (Flp 4,8; 2 Cor 12,20; Gal 5,19-22).

La costumbre paulina de escribir cartas «apostólicas» ejerció gran influencia en el cristianismo primitivo; debió de cundir el ejemplo cuando se hizo costumbre el intercambio de cartas de Pablo y se hicieron copias de ellas. El resto del Nuevo Testamento es muestra de ello, pues un buen número de las cartas que en él se contienen fueron compuestas por discípulos de Pablo o por otros que las atribuyeron a apóstoles (Pedro, Jacobo, Judas), muy probablemente a imitación de la correspondencia auténtica de Pablo y guiados por su éxito. Hasta la Revelación de Juan está redactada en forma de carta («Juan a las siete iglesias de Asia, gracia y paz a vosotros»: 1,4), y contiene siete breves misivas a siete ciudades de la región con importantes núcleos cristianos.

Las cartas de Pablo pertenecen al «segundo» y «tercer» viaje misionero de Pablo, es decir, a la época de su madurez. De los años anteriores (unos quince o diecisiete años) nada se ha conservado. Las pequeñas notas circunstanciales que pudo escribir se han perdido casi todas, menos la Carta a Filemón y los billetes sobre la colecta para Jerusalén transmitidos en 2 Cor 8 y 9. En algún caso hay mención a una carta perdida, por ejemplo, la enviada a los cristianos de Laodicea (mencionada en Col 4,16). Y si Pablo era aficionado a escribir cartas, se puede sospechar que se han perdido quizás otras.

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