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La Biblia hebrea y su concepción del mundo

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El primer ámbito de contenido doctrinal, y de muy profundo influjo en Pablo, es el arriba señalado: las enseñanzas de la Biblia hebrea, pues con ella iba una cosmovisión que se retrotrae con facilidad a una concepción del mundo semita existente dos mil años antes de Pablo —en los imperios acadio, asirio y babilonio, todos semitas—, modificada por la mentalidad propiamente hebrea, aproximadamente en la época del exilio en Babilonia (siglos VI-V a.e.c.), y que ayuda a comprender algunos rasgos de la mentalidad paulina.

Esta cosmovisión, a grandes rasgos, mantenía que a partir de un caos originario, la divinidad (indiscutiblemente única según los hebreos desde el exilio babilónico) fue la creadora del cielo, la tierra y los abismos. Las tres entidades formaban el «todo», el universo, concebido como el cielo arriba; la tierra abajo; y debajo de ella el mundo subterráneo, constituido en parte por las mismas aguas caóticas primordiales y por el reino de los muertos. Los israelitas creían que las esferas celestes del ámbito de «arriba» eran siete, número que indica la perfección. El cielo, en su esfera superior, la séptima, es la morada del Dios único y de su corte celestial, los ángeles. Los astros entre el cielo y la tierra misma estaban gobernados por delegados de Dios, ángeles también o arcontes celestes. Unos astros eran buenos y otros perversos, según el gobierno de sus ángeles, lo que se mostraba por ciertas variaciones de sus órbitas. Según los hebreos, las esferas celestes estaban sustentadas por enormes columnas, alejadas entre sí, pensadas como montañas grandes y estilizadas. El mundo subterráneo tenía también sus columnas sustentantes proyectadas hacia abajo. La tierra se concebía unas veces como un cuadrado, y otras como una especie de rodaja redonda cuyos límites coincidían con el fin de los cielos en su parte inferior.

Con el paso del tiempo, el judaísmo helenizado subordinó esta cosmovisión genérica semita a una fe monoteísta en un Dios único y a una concepción apocalíptica muy extendida en círculos de piadosos. El monoteísmo transformó los dioses secundarios de otros pueblos semitas en ángeles y demonios, siendo los primeros los cortesanos del Rey único. Como gema preciosa de su creación, este Dios único había plasmado el ser humano. En este universo, fácilmente comprensible y no excesivamente grande, la divinidad —aunque habite en el séptimo cielo— está en realidad cercana a la tierra, e interviene activamente en los asuntos de los hombres. Son estos en especial los que le interesan, pues son la joya de su universo. Este Dios comunicable y relativamente cercano y accesible permite concebir con facilidad que exista una revelación divina a los humanos y que —una vez estropeada su creación por el pecado del primer hombre— la divinidad intente —por ejemplo, con el envío de su Hijo— arreglar al precio que sea lo que la maldad del Diablo y los seres humanos había estropeado dentro de su creación.

La concepción apocalíptica defendía que todo el universo está sujeto a una ley divina: el tiempo inexorable es el que conforma una historia diseñada desde siempre por la divinidad. La historia avanza en línea recta desde los orígenes (creación y el paraíso para el ser humano) hasta la consumación final, con peripecias diversas. El universo era al principio bueno y perfecto, pero luego resultó desordenado sobre todo por la mala inclinación del hombre. Finalmente, Dios volverá a poner orden en su creación, y generará un nuevo todo, un mundo futuro similar al del principio, unos cielos nuevos, una tierra nueva y un ser humano renovado. El conjunto será tan excelente como en sus orígenes, y en él Israel, el pueblo predilecto de la divinidad, junto con otros justos entre los humanos, vivirán felices por siempre jamás.

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