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Teología paulina básica

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La teología de Pablo es aparentemente compleja, pero en realidad se mueve en torno a unos veinte conceptos fundamentales que pondremos aquí de relieve sintéticamente de modo que podamos hacer referencia a ellos en las notas, sin necesidad de repetirnos continuamente.

1. Pablo, como Jesús, solo se entiende bien si se le enmarca en la teología de la «restauración de Israel» (véase aquí). El Apóstol parte, como Jesús, de una concepción heredada, mítico-histórica, que contempla al Israel de su tiempo como incompleto, que Dios restaurará en el tiempo mesiánico. Entonces Israel será la luz de las naciones (Is 42,6): en esos momentos finales en los que creía vivir Pablo era necesario que se cumpliera, por un lado, la petición de la Shemá de Israel («¡Oye, Israel. Yahvé es Dios único!»: Dt 6,4), de modo que los gentiles se incorporaran a la adoración del único Dios y, por otro, que se consumara también la compleja promesa de Dios a Abrahán y a todo el Israel futuro, pues quedaba aún por cumplir su tercera parte: Abrahán tenía que ser el padre no solo del pueblo elegido, sino también de «numerosos pueblos» (Gn 17,5). Para proceder del modo más rápido posible y lograr la conversión del número de gentiles que había de formar parte del Israel restaurado del final, Pablo se dirigió primero con su mensaje sobre Jesús a los «temerosos de Dios», pero también a la minoría de gentes en el Imperio romano que anhelaba asegurar su inmortalidad, la salvación completa, a cualquier precio: los adeptos de los «cultos de misterios».

2. El tiempo mesiánico había llegado con la venida del Hijo de Dios, el Mesías, Jesús, a la tierra, quien traía el encargo de restaurar la situación primera de la humanidad arruinada por el pecado de Adán. En efecto, el pecado del paraíso había quebrado el propósito de la creación, afectándola entera (Rm 8,20) y dentro de ella especialmente al comportamiento del ser humano y de su progenie. Como secuela de la transgresión de Adán surgieron en el mundo los dominios de la muerte y del pecado (Rm 7,9-11), que impiden la amistad de la criatura con su Creador (Rm 5,12).

3. El primer intento de Dios para arreglar esta situación que va en contra de sus más íntimos deseos fue establecer una alianza con una parte de la humanidad que no se había dejado llevar de la idolatría e inmoralidad generalizada a causa del pecado. Para ello escogió a un ser humano que dentro de la inmensa marea de maldades había descubierto que solo existe un Dios, y que solo a él se debía toda adoración y respeto: Abrahán (Gal 3,6; Rm 4,1-25). Pero, en primer lugar, Dios lo pone a prueba. Siendo ya un anciano, le hace una promesa a todas luces humanamente imposible e increíble: su mujer concebirá un hijo en contra de las expectativas naturales (Gal 3,15). En ese hijo radicará la solución al problema, pues a través de él y de su progenie será Abrahán el padre de numerosa descendencia, un pueblo fiel al propósito de la creación, con lo que se enderezará el rumbo torcido de esta. Abrahán, contra toda lógica humana, hace un acto de fe y de confianza en esa divinidad que le promete cosas inauditas, y cree en lo que ella le dice. Dios se siente agradado y la fe/confianza que el ser humano escogido ha depositado en él, se ve premiada de inmediato con una declaración divina de su rectitud moral. Dios computa la fe y confianza de Abrahán como acto de justicia (Gal 3,6), declarándolo amigo suyo, lo que significa que le perdona cualquier falta pasada. Si antes, en su vida, había hecho algo malo, al punto queda borrado ante Dios.

Superadas las pruebas, Dios establece luego con Abrahán una alianza formal (2 Cor 3,14) que concibe como un remedio a la falta de Adán. El «corazón maligno», o mala inclinación de los seres humanos, potenciado por la herencia pecaminosa del primer padre, será reconducido poco a poco desde sus perversos impulsos a la bondad, gracias al ejemplo de Abrahán y su progenie. Naturalmente, la fe de Abrahán lo lleva a ser fiel a la divinidad que le ha hecho tales promesas. Su fidelidad se demostrará cuando el mismo Dios decide ponerla a prueba ordenándole sacrificar al hijo depositario de tan brillantes esperanzas de futuro, Isaac (Rm 9,7). Abrahán cree a pesar de todo y obedece. Dios lo vuelve a premiar.

4. Sin embargo, la elección de la progenie de Abrahán y su fidelidad, como remedio y ejemplo para que el resto de los pueblos la imite, no funcionó. Durante siglos se desarrolla la historia del pueblo elegido, el hebreo, inmersa de igual modo en la vorágine pecadora de los otros pueblos, pues desgraciadamente, desde la muerte misma del patriarca, el pueblo hebreo comparte la corrupción de las naciones de su entorno (1 Cor 10,1; Rm 3,4.9).

La divinidad decide actuar de nuevo para poner coto a esta situación y resuelve concederle una ley (2 Cor 3,7-11) que lo ayude a comportarse como debe hacerlo con su Creador. Esta ley y el Dios que la otorga deberán ser espejo, ejemplo y objeto de adoración para el resto de las naciones. La norma de vida fue dada por Dios a Moisés en el monte Sinaí, aunque no directamente, sino por medio de ángeles (Gal 3,19). Esta ley es un complemento posterior a las promesas y alianza de Dios con Abrahán, que tienen la primacía al ser cronológicamente anteriores (Gal 3,15-18). Además, la Alianza fue otorgada por Dios al patriarca cuando aún no estaba circuncidado. Luego la Promesa es anterior y superior a la Ley.

Desgraciadamente Israel no es fiel a su elección, alianza y ley. Las infracciones se repiten a lo largo de la historia del pueblo y Dios lo amonesta y lo corrige continuamente por medio de profetas (Rm 1,2). En más de una ocasión le envía grandes castigos (Rm 3,5-6), incluso el exilio, en Babilonia, aunque acaba perdonando siempre al pueblo arrepentido porque las promesas divinas son irrevocables (Rm 11,29). El éxodo de Egipto y la vuelta del exilio serán las señales prominentes de la bondad y providencia de Dios con su pueblo elegido como modelo de justicia divina (Rm 1,17) y garantía de salvación definitiva.

5. Pasados no muchos siglos, llega la plenitud de los tiempos (Gal 4,4). Dios, que controla la historia desde la lejanía, interviene en el mundo —esta vez definitivamente, aunque por medios incomprensibles (1 Cor 1,18-25)— para que se arregle el caos de la situación humana de modo que quede liberada de la tiranía del pecado y de la muerte (1 Cor 15,24-26). El plan de Dios consiste en enviar al mundo un mensajero especial, su Hijo, como agente o virrey, el Mesías (Gal 4,4), por medio del cual rectificará definitivamente los males del pueblo elegido, de la humanidad y de la creación entera.

6. El momento crucial es el tiempo de Jesús de Nazaret y, posteriormente, el que le ha tocado vivir a Saulo/Pablo (1 Cor 7,29). El Mesías, Jesús, aparece como un hombre en la tierra de Israel (Rm 1,3), pero no es admitido por su propio pueblo, el judío, que le inflige una muerte horrible, en cruz. Pero ese hecho estaba previsto por la sabiduría de Dios desde la eternidad (1 Cor 1,18-19). Gracias a la obediencia del Mesías, totalmente contraria a la desobediencia de Adán, al aceptar su terrible sino, la cruz, con la misma o superior fidelidad que Abrahán, quien había aceptado la muerte de su hijo (Flp 2,8), Dios calma su ira contra la humanidad, es decir, le perdona los pecados (2 Cor 5,18-19; Rm 3,25) y dispone los medios para que potencialmente cada ser humano, ya sea del pueblo elegido o de las naciones gentiles, pueda apropiarse individualmente de los beneficios de lo sucedido en la cruz.

Tras haber aceptado su sino terrenal, el Mesías resucita y es exaltado por Dios (Rm 8,34), quien confirma su estatus de Hijo, otorgándole además el rango de señor divino (Flp 2,11) y ratificándolo en su función de mesías (1 Cor 2,8; 8,6). Este menester implica que el Mesías ha de volver a la tierra a concluir su misión, a clausurar la historia terrena e inaugurar su propio reino y el de Dios Padre (1 Cor 15,24-28). Pero Saulo pertenece a los judíos que han rechazado al Mesías. Aunque los seguidores del Mesías crucificado aseguraban que Dios lo había resucitado y lo había vindicado, Saulo decide perseguir a sus seguidores porque, a su parecer, rompían con las tradiciones básicas de los Padres (Gal 1,14; Flp 3,6).

7. Pasado un cierto tiempo, Saulo tiene una visión del Resucitado (Gal 1,16), quien lo escoge sorprendentemente para convertirlo de perseguidor en miembro del grupo por él perseguido (Gal 1,12). Dios lo ha llamado para ser esclavo y apóstol del Mesías (Rm 1,1), ante todo entre los gentiles (Gal 2,7). Este evento no es una «conversión» a religión nueva alguna, ya que el cristianismo no existía aún, sino una «llamada» divina que le instaba a aceptar otro tipo de ideas acerca de cómo era el Mesías, Jesús, y su obra, y a convertirse en su mensajero (Gal 1,15). Por ello cambia su nombre de Saulo, un monarca de Israel, a Paulo, el «Pequeño (esclavo/siervo de Yahvé y de su mesías)». Pablo extiende la llamada divina a los conversos a la fe en el Mesías, y considera que esta llamada suya estaba predeterminada por Dios desde toda la eternidad. Dios ha decidido misteriosamente quiénes se salvarán y quiénes no (2 Cor 2,14-16; Rm 9,20). Existe, sin duda, en Pablo un sentimiento predeterminista, aunque él no lo considere incompatible con la responsabilidad personal en caso de rechazar la llamada divina a creer en el Mesías.

Dios le encomienda, como a Isaías o Jeremías (Gal 1,15), una misión especial: explicar las consecuencias de la peripecia del Mesías, su muerte y resurrección/exaltación, destinadas a que se cumplan finalmente los designios divinos sobre la creación y la totalidad de las promesas a Abrahán junto con el desiderátum expresado por la Shemá, que Yahvé sea el Dios de todas las naciones. Para ello es preciso conducir a los gentiles (Gal 2,7-8), llamados por Dios a la fe del Mesías, y a que se injerten en el seno del pueblo elegido, Israel (Rm 11,17). Pablo ha sido destinado por Dios para facilitar ese proceso de incardinación de los gentiles en Israel, que supone su salvación, aunque sin necesidad de convertirse en judíos por medio de la circuncisión (1 Cor 7,18.20). Esto era una gran novedad. Habrá así en el tiempo mesiánico un pueblo elegido, hijo natural de Abrahán, y numerosos pueblos, hijos adoptivos del Patriarca (Gal 4,5; Rm 8,23). El concepto de «elección/llamada» —tanto a él como a otros seres humanos— y de «filiación adoptiva» de los gentiles conversos respecto a Dios desempeña un papel importantísimo en Pablo. El conjunto de su mensaje, recibido por revelación divina, sobre Jesús y la salvación por él aportada no solo de los judíos, sino de los gentiles que crean es denominado «evangelio», «buena nueva/noticia» (1 Tes 1,5), por Pablo mismo.

8. A la luz de su llamada y de la información sobre Jesús que recibe de sus hermanos en la fe, Pablo reflexiona sobre los temas vitales del judaísmo, partiendo de la idea de que ya se está en el tiempo mesiánico y que el final vendrá enseguida. Como a Pablo no le interesa otra cosa que vivir su religión, el judaísmo, de una manera renovada e intensa en el Mesías (Gal 2,20 y Flp 1,21; 3,7-11), no se le puede ocurrir ni por un instante que sus reflexiones en torno a la figura y misión de Jesús vayan ordenadas a superar el judaísmo o fundar religión nueva alguna. Esto no impide que Pablo repiense, reinterprete y redefina los conceptos teológicos de su religión judía implicados en torno a la salvación del Israel restaurado en la época mesiánica a la luz del mandato que cree haber recibido en su llamada, con la consciencia plena de que el tiempo que resta para la consumación final es muy corto (1 Cor 7,29): el paso hacia el reino de Dios ocurrirá en su propia generación.

9. Pablo reflexiona sobre el Mesías, Jesús, a la luz de su revelación. Es obvio para él que el pueblo israelita ha de aceptar tarde o temprano al Mesías; más bien pronto que tarde (Rm 10). De lo contrario, toda la historia bíblica, que apunta al Mesías de Israel (Rm 10,4), carecería de sentido. Como el Mesías es el instrumento por el que Dios lleva a buen término su alianza con el pueblo elegido y restituye a la creación su finalidad primigenia (2 Cor 5,17), Pablo reflexiona sobre su naturaleza, primero como ser humano y, segundo, como entidad divina.

a) Como ser humano, el Mesías fue un varón de la estirpe de David (Rm 1,3), el receptor de la promesa divina a Abrahán, que cumplió su misión entre los judíos (Rm 15,8). Como verdadero rey de Israel, aunque espiritual, descendiente de David y señor celestial, Jesús es también el señor verdadero del mundo (1 Cor 8,6), no el César, a quien los paganos adoran idolátricamente como un dios. Jesús trae libertad, justicia, paz y salvación, todo aquello que promete otorgar el emperador según la falaz propaganda imperial. En esto consiste fundamentalmente la «teología política» de Pablo. En cuanto a la relación de los creyentes en el Mesías con el Estado, el Imperio romano, Pablo no opta por teoría nueva alguna. No le interesa en absoluto oponerse a una autoridad a la que le resta poco tiempo de existencia. Y, por otro lado, considera que para mantener el orden y la paz hasta que llegue el final, la autoridad legalmente constituida representa a Dios (Rm 13,1-7).

El Mesías, como Hijo, acepta ser asesinado por los hombres (1 Cor 2,8). A pesar de las apariencias, la muerte del Mesías fue en verdad la realización de la «justicia de Dios» entendida como fidelidad de este a su creación y a la Alianza (Rm 3,21-26). A su vez como expresión de la fidelidad y de la obediencia perfectas a Dios por parte de Jesús (Flp 2,8), la muerte en cruz calmó totalmente la ira divina, expió el pecado de toda la humanidad, incluido el de los judíos, de modo que restableció la amistad perdida de los humanos con su Creador (2 Cor 5,18-19). Esta fidelidad de Dios condujo en último término a una nueva alianza y una creación nueva, que no rompe en modo alguno, sino que perfecciona la antigua (1 Cor 11, 23-26; 2 Cor 3,6). La indeseable situación de enemistad del Creador con su criatura predilecta, el hombre, ocurrió como había sido predicho por los Profetas, es decir, todo sucedió «según las Escrituras». Para Pablo, esta expiación es una muerte sacrificial del Mesías similar a los sacrificios del Templo (1 Cor 5,7; 10,16-21; Rm 5,9-10), y se rige por un principio común.

Además de la expiación (Rm 3,25) y reconciliación (2 Cor 5,18-19; Rm 5,9-11), la muerte del Mesías cumplió otros cometidos. Significó su renuncia a actuar de inmediato como mesías, pues aceptó un retraso, ya que no forzó de momento la instauración del reino de Dios sobre la tierra donde habría de actuar como juez, evitando su muerte, lo que supondría una condena rotunda de la inmensa mayoría de la humanidad. Este «retraso» permitió que hubiera más tiempo antes del juicio final divino sobre Israel y la humanidad (Rm 15,1-5), y que se proporcionara la ocasión para que los gentiles se incorporaran al pueblo elegido de Dios como un injerto en un árbol (Rm 11,24). Este hecho ocasionará la envidia, o celo de Israel, de modo que los judíos repensarán su posición de incredulidad y acabarán pasando de su infidelidad al Mesías —al que de momento no reconocen— a la fidelidad a él, y no quedarán excluidos del nuevo pueblo y de la nueva creación, que están ya en marcha (Gal 6,15; 2 Cor 5,17).

Pero la muerte del Mesías no fue el final: Jesús resucitó. Ahora bien, no se resucitó a sí mismo, sino que fue resucitado por Dios (Rm 1,3-4); por ello está sometido y subordinado por entero a Él, su Padre (1 Cor 15,28). El Mesías es el segundo y perfecto Adán, la síntesis de lo mejor del ser humano (Rm 5); el primero, carnal, desobediente e infiel, fue el causante del asentamiento en el mundo del pecado y la muerte; el segundo, espiritual, obediente y fiel, ha sido destinado a dar la vida, una vida nueva (1 Cor 15,45).

b) Pablo reflexiona sobre el Mesías resucitado como entidad divina. Aunque tenga en cuenta a Jesús como mesías humano (Rm 1,3-4), muestra hacia él poco interés teológico, salvo sobre su muerte y resurrección con todos sus efectos de salvación. Dios, en la época mesiánica, al final de los tiempos, actuó manifestándose hacia fuera por medio de su Mesías (Rm 8,3-4), que era como una «extensión» de sí mismo. Incluso durante su tránsito por la tierra como humano, estaba presente en Jesús la Sabiduría divina, puesto que era hijo especial de Dios y el espejo en donde aquella Sabiduría podía ser contemplada (1 Cor 10,4). El mero reflejo de la Sabiduría divina durante la vida mortal de Jesús se había convertido en una realidad plena cuando fue resucitado y exaltado a los cielos. Lo importante no es ya el reflejo, sino que el mesías celeste es la Sabiduría, o el Espíritu (2 Cor 3,17), aunque sin ser igual al Dios creador, pues aunque sea divino, está sometido a su Padre. El Mesías fue adoptado como hijo (1 Tes 1,10) por medio de una suerte de elección, o apoteosis, y está en el cielo sentado junto a Dios. Este Mesías, transformado en celestial, está también presente en la comunidad terrestre, la cual tiene la dicha de poseer una necesaria y maravillosa comunión con él (Gal 2,20).

El concepto o esencia de lo que iba a ser el mesías, esa esencia que Dios hizo que se encarnase en la persona de Jesús, era preexistente, divino (1 Cor 15,49) —al igual, por ejemplo, que la Torá, la Ley, el paraíso o el trono celeste— pues todos se hallaban en la mente divina dentro de sus planes sobre la humanidad, y ya existían antes de la creación. Ese «concepto» se «encarna», pues, en Jesús. Aunque sostenga que Jesús es «el Señor» (Rm 10,9), Pablo no rompe el marco del monoteísmo de Israel: afirma que solo hay un Dios, único. En el tiempo, breve, que dure su reinado mesiánico (1 Cor 15,24), al final de los tiempos, Jesús, el Mesías, acabará con todas las potencias que se han mostrado adversas al plan divino a lo largo de la historia de la creación: las terrenales y las celestiales, ángeles malvados y demonios, arcontes superiores y espirituales, pecado y muerte, opuestas siempre al designio divino de restauración de la humanidad. Una vez asentado todo, entregará el Mesías su reinado al Padre. El final será como al principio: Dios sobre todas las cosas (1 Cor 15,24-28).

10. En la mente de Pablo, la creación aparece como personificada, y muestra sus deseos de participar en la renovación que trae el plan divino de redención de la humanidad (Rm 8,19-22). Al igual que la historia de Israel llega finalmente a su plenitud en la época mesiánica, así ocurre con la creación entera: conforme a un anhelo propio, la creación será liberada de toda corrupción por la acción del Mesías. Al final de los tiempos, esta renovación se considerará con toda justicia como una «creación nueva» (Gal 6,15; 2 Cor 5,17). El proceso hacia el fin culminará en un nuevo y real éxodo: la vuelta del exilio del mundo viejo hacia la nueva creación, el eón futuro, en el cual tendrá Israel, sin duda, una parte importante (Rm 11,11-12).

11. Pablo repiensa la Alianza/elección de Israel a la luz de las promesas divinas a Abrahán (pueblo/tierra/padre de multitud de naciones). El cumplimiento en época mesiánica de la tercera parte del pacto de Dios con Abrahán —la entrada de los gentiles en el Israel renovado— es tan profundo que Pablo, siguiendo al profeta Jeremías, no duda en denominarla «nueva alianza» (1 Cor 11,25; 2 Cor 3,6), aunque no sea esta más que una ampliación y redefinición de la antigua. En la nueva se confirma la elección divina de Israel por pura gracia divina, y se admite como miembros de ella a un cierto número de gentiles. Pero ninguna elección divina se debe a méritos humanos previos (Rm 9,12), pues Dios elige a quien quiere en actuaciones que parecen a menudo sorprendentes y arbitrarias (Rm 9,13). La alianza renovada supone que Israel será finalmente «la luz de las gentes», pero este hecho no le debe hacer pensar que tal función gloriosa como pueblo elegido (Rm 3,12) constituye un privilegio único que dura incluso al final de los tiempos, que lo sigue segregando de las otras naciones, de modo que se sienta aislada y superior a ellas, aunque se conviertan al Mesías (Rm 2,11; 3,29). En el nuevo pueblo mesiánico no hay solo judíos.

12. Pablo repiensa el valor de la ley del Sinaí en la época mesiánica, y defiende que la Ley es divina y, por tanto, buena y justa (Rm 7,12-13). Insiste en que la ley de Moisés será la base para juzgar en igualdad de condiciones tanto a judíos como gentiles en el juicio final (Rm 2,12-16). Según Pablo, la Ley como conjunto de normas tiene dos partes. La primera consiste en las disposiciones del Decálogo que afirman la unicidad de Dios más las que regulan el trato entre los hombres. Esta parte es universal y eterna (Rm 2,21-22.25-27), de obligado cumplimiento para todo ser humano, puesto que la divinidad la ha grabado en el corazón de todos los mortales. La segunda, un pequeño resto del Decálogo más otras normas precisas de «buena educación» para el trato especial con Dios, son solo para el pueblo elegido (circuncisión; leyes rituales o de pureza y normas alimentarias) y regulan las relaciones de este pueblo con la divinidad. Esta parte de la Ley es específica y temporal (Gal 3,23-26; 4,1-6).

Es específica porque, al ser de validez solo para el pueblo elegido, tiene normas que son como las murallas concretas que defienden a la nación elegida de la contaminación de las naciones idólatras y pecadoras (Gal 2,15). Por tanto, no está destinada para ser observada por quienes no son judíos, los gentiles, aunque crean en el Mesías. La observancia de esta ley no está pensada por Dios para ingresar en la Alianza —el pueblo elegido lo es por nacimiento—, sino para mantenerse en ella.

Pero también es temporal, ya que sus normas son como un pedagogo que conduce a un Israel niño, aún no desarrollado plenamente, hacia el Mesías, en quien la Ley alcanzará su plena madurez (Gal 3,24). Entonces se declarará por primera vez en la historia —gracias a la revelación divina a Pablo— que es designio divino que los gentiles se salven en pie de igualdad con los judíos, sin necesidad de observar esa parte de la Ley específica y temporal y, por tanto, sin convertirse en judíos plenos (Rm 11,25.31). Antes de que viniera al mundo el Mesías, el judaísmo contemplaba una salvación —es decir, una participación en el mundo futuro— de los gentiles justos gracias a la observancia de las normas obvias de la ley eterna y universal, pero sin cumplimiento alguno de una ley específica, que ni siquiera conocían. Pero para los judíos era esta salvación de los gentiles una suerte de salvación de segundo grado, inferior. La participación plena en el mundo futuro estaba reservada solo a los judíos, y a unos pocos gentiles que se hicieron totalmente judíos (= prosélitos). Pablo sostiene que en el tiempo mesiánico se ha acabado esta distinción. Los gentiles creyentes en el Mesías tendrán como gentiles, sin observar la ley específica, una salvación plena, una participación total en el mundo futuro (1 Tes 4,17), no de segundo grado, con tal de que acepten al Mesías de Israel y cumplan sus leyes movidos por el amor (1 Cor 13,4-8).

Para los judíos que viven en la época mesiánica, el aspecto de temporalidad de parte de la Ley no se refiere a una mudanza radical de sus estatutos, que siguen siendo los mismos (circuncisión; leyes de pureza y alimentarias), sino a un cambio de la perspectiva —gracias a la interpretación y validación del Mesías— con la que se considera esta misma Ley. De ser en apariencia un mero cumplimiento de obligaciones onerosas se transmutará en ley de la fe, de la confianza y la fidelidad interiores (Gal 5,6; Rm 3,2), promovidas por el Mesías, y se insistirá en que su observancia será impulsada por el amor (1 Cor 13,4-8; Gal 6,2). Pasa de ser mera «letra», escrita originariamente en piedra, a ser ley del «espíritu» (Rm 8,9-10.14-16).

Pablo defiende que los judíos creyentes en Jesús Mesías no han de cambiar de estatus religioso (1 Cor 7,17-24: el pagano no debe hacerse judío circuncidándose, o al revés); consecuentemente, debe quedar claro que la parte de la Ley que regula la vida en la Alianza sigue siendo válida para los judíos. Por tanto, válida también para Pablo como judío (1 Cor 9,19-21; 2 Cor 11,22-24), ya que ella les sigue caracterizando como pueblo escogido. Por ello tendrán cierta prelacía en el proceso histórico de la salvación (por ejemplo, que el redentor del mundo haya nacido dentro del pueblo judío; que Dios les haya concedido su confianza otorgándoles una revelación especial, las sagradas Escrituras: Rm 9,4-5) pero a la vez obligaciones especiales. Todo esto es obvio para los judíos adultos, llamados a la fe estando ya circuncidados. No queda claro del todo en Pablo, dada la inminencia del fin del mundo, si los hijos de los judíos aún en vida, nacidos en época mesiánica, han de ser circuncidados o les basta con la fe de sus padres en el Mesías. Muy probablemente lo primero (en contra de lo manifestado en Hch 21,21), pues en el sistema de Pablo no pueden confundirse los pueblos, han de seguir existiendo los dos pueblos, judíos y gentiles conversos de numerosas naciones, hasta la parusía.

De cualquier modo, para los judíos no convertidos al Mesías, la ley de Moisés en sí misma «no da la vida» (Gal 3,19; Rm 3,20), porque ha sido debilitada por la corrupción de la «carne» —los impulsos bajos y materiales de la parte inferior del ser humano— y del pecado, que lleva a la muerte (Gal 3,19; Rm 3,20; 5,20; 7,13.24). Desgraciadamente, dada la inclinación a pecar por parte de Israel, los efectos de la Ley se han reducido en la práctica a señalarlo como pecador (3,20) y a espolearlo para que intente por encima de todo ser fiel a la Alianza y ser la «luz de las naciones» (Is 42,6). Por tanto, mientras Israel siga poniendo impedimentos al cumplimiento de la totalidad de la promesa de Dios a Abrahán, y continúe sin aceptar al Mesías, será infiel a Dios (Rm 10,16-21) y permanecerá en el mero ámbito «carnal» de esta ley, que es, de facto, un ministerio de muerte, al no haber sido validada y vivificada por el Mesías (2 Cor 3,7). En cambio, cumplido el requisito de la conversión a él, la Ley cambia de carnal a espiritual y el ministerio de muerte se muda en ministerio de vida.

Todo el pensamiento paulino en torno a la ley de Moisés —tanto para los judíos tras la venida del Mesías, como para los paganos y su salvación— gira sobre la idea básica de que la Ley cambia en época mesiánica (Gal 3,25; 4,4-5; 2 Cor 3,14-16), para mejor. El Mesías, como reflejo de la Sabiduría divina, tiene poder incluso para cambiar la Ley respecto a su observancia por los paganos. Si no se acepta esta noción como charnela sobre la que gira la ley «nueva» según Pablo, no puede entenderse su pensamiento.

13. El eón (tiempo/época) presente, que está a punto de acabar, señala el límite temporal para crear finalmente una familia universal, única, la nueva «familia de Dios», compuesta de hijos naturales y adoptivos de Abrahán, judíos y gentiles, respectivamente, que no cambian de estatus religioso (1 Cor 7,18). Esta familia es el pueblo de Dios renovado. Para Pablo, quien se salva es solo y únicamente Israel, y no cualquier otra entidad. Porque los hijos de Abrahán, naturales o adoptivos, son igualmente Israel. Este nuevo pueblo es el «Israel de Dios» formado por dos pueblos (Gal 6,16).

14. La incorporación de judíos y gentiles al «nuevo Israel», es decir, al Israel de la alianza renovada (1 Cor 11,23-26), se hace por medio de la proclamación del evangelio, la buena noticia del Mesías. El que la acoge con fe y confianza recibe de inmediato el don del Espíritu de Dios y de su Mesías (1 Tes 1,6; Gal 3,2-5); o mejor, es ese Espíritu el que está impulsando de antemano esa fe/confianza que acepta la proclamación. Inmediatamente, el creyente fiel es «declarado justo» por Dios (Gal 3,5-9). Esta «justificación» lo convierte en libre de pecado, lo reintegra en la amistad con la divinidad, y lo hace apto para formar parte del nuevo pueblo de Dios (Rm 3,25). Consecuentemente, se le otorga la garantía de la salvación futura. El ser declarado justo, sin embargo, no significa que no pueda caer de nuevo en el pecado (Flp 3,12). El fiel a Jesús ha de estar siempre vigilante para no volver a las redes del pecado. El creyente en el Mesías es «a la vez justo y pecador» hasta el Juicio (1 Cor 10,5).

15. Los gentiles, al creer en el Mesías, reciben también su «circuncisión», pero espiritual, que sustituye a la circuncisión carnal, que queda solo para los judíos (Flp 3,3). La nueva circuncisión es la «justificación por la fe», actuada por el poder del Espíritu. La circuncisión espiritual significa el ingreso del pagano converso en el nuevo Israel mesiánico (Gal 6,16). Cuando Pablo habla de los gentiles creyentes con una sola palabra, emplea el vocablo «circuncisión», símbolo de la alianza nueva: «Nosotros somos la circuncisión» (la verdadera, la que viene por la fe: Flp 3,3). Esta expresión retórica quiere hacer reflexionar a los judíos increyentes sobre la importancia del cambio introducido por el Mesías.

Según Pablo, existe un antes y un después del Mesías. La Ley, si no se interpreta según el espíritu del Mesías, se mantiene como «ley de la letra», o «ley de la piedra escrita», una ley que carece ya de espíritu y de vida (2 Cor 3,6-8). Por el contrario, confirmada por el bautismo, se hace «ley del espíritu», puesto que el agua lustral es el sello del Mesías, es decir, aquello que confirma que el bautizado ha pasado a ser propiedad del Mesías y tiene su espíritu (Rm 4,11; 1 Cor 8,2; 2 Cor 1,22). La observancia del conjunto de las normas de pureza ritual y alimentarias —que constituyen la «ley carnal» de Moisés— es sustituida para los gentiles conversos por la «ley espiritual» del Mesías, «ley del amor» (1 Cor 13,4-8) y de «la libertad» (Gal 6,2; Rm 8).

El bautismo es el acto en el que se confirma la recepción previa del Espíritu divino por el nuevo creyente cuando este acepta la proclamación del evangelio (1 Tes 1,6) con un acto de fe. Es el sello que indica que el bautizado ha sido justificado por esa fe, es decir, declarado justo por Dios, por lo que entra a formar parte del cuerpo del Mesías (1 Cor 12,12-13). En el bautismo se imita la peripecia de la muerte y resurrección de Jesús: sumergirse de cuerpo entero en el agua durante segundos y dejar de respirar es un símbolo de morir con el Mesías (Rm 6,4); volver a la vida al surgir del agua y respirar de nuevo es un símbolo de resucitar con el Mesías. El hombre viejo se muda así en nuevo. Al participar de esta peripecia vital del Mesías —que muere y resucita al igual que las divinidades de los cultos de misterio— y si se mantiene fiel a él a lo largo de lo que le quede de vida, significa a la postre la seguridad de resucitar con él (Rm 6,1-5). El bautismo es el sello externo que garantiza la salvación eterna (Gal 4,4-5; Rm 8,23) gracias a la filiación divina otorgada o confirmada por el Espíritu al creyente, el cual se une místicamente al Mesías en una vida caracterizada por la fidelidad absoluta al plan divino.

La eucaristía, con pan y vino, que representan mística pero realmente el cuerpo y sangre del Salvador, refuerza por ingestión simbólica del dios la unión mística con la divinidad absoluta a través de un Mesías divino (1 Cor 11,23-26), y es garantía igualmente de inmortalidad.

Por tanto, el nuevo pueblo, la nueva familia de Dios, está unida íntimamente a aquel que la ha fundado, el Mesías (Flp 1,21; Gal 2,20; 1 Cor 12,12-27; Rm 12,3-5); él representa a toda su gente, de modo que lo que es verdad para el Mesías es verdad para su pueblo. Pablo imita la vida del Mesías hasta pensar que ha sido crucificado con él místicamente, e invita a los demás a esa imitación con todas sus consecuencias (Gal 3,19). El nuevo pueblo queda así fundamentado en el Mesías, en la fe en Dios y en su agente, en la fidelidad a su ley, que es la ley del amor, de la fe y del espíritu.

16. Los creyentes en Jesús, el Mesías, judíos y gentiles, después de una vida de tribulaciones por la imitación del Mesías en un mundo injusto (2 Cor 4,10.16-17), verán confirmado su estatus de «justos» en el juicio final y serán admitidos en el reino del Mesías, primero, y en el reino de Dios, definitivo, a continuación (1 Cor 15,24).

El concepto de Jesús de un reino de Dios único (aunque realizado primero sobre la tierra de Israel y luego en el paraíso: Mc 10,30), es repensado e interpretado en Pablo dividiéndolo en dos —«reino del Mesías» y «reino de Dios»—, sacándolo de la instauración en la tierra de Israel y trasladándolo al ámbito supramundano. El primer reino, el del Mesías, comenzará tras el juicio final. No dice el Apóstol cuánto durará, dónde se establecerá, ni cómo terminará, pero sin duda concluirá con una suerte de «batalla cósmica» y a la vez espiritual, en la que el Resucitado someterá a todos los enemigos y los pondrá a sus pies. El último adversario en ser sojuzgado será la muerte. Luego vendrá el reino de Dios, el definitivo, el paraíso final y absoluto. Acaecerá tan pronto como, dominados todos los enemigos terrestres y celestiales, el Mesías entregue todo su poder a Dios Padre (1 Cor 15,24-28). Entonces la creación entera volverá plenamente a sus gloriosos comienzos (Rm 8,19-22) y Dios, el Dios único, será «todo en todos». Según Pablo, ese reinado consistirá en estar para siempre con Dios y con su Hijo, el Señor; y será, en suma, la plenitud del querer, del conocer y del ser (1 Tes 4, 17).

17. Mientras tanto, y como un adelanto ahora de lo que será la bienaventuranza final, en una suerte de escatología casi previamente realizada —un «ahora sí, pero aún no totalmente»—, el Mesías resucitado y exaltado forma con el nuevo pueblo de Dios un cuerpo especial, denominado «cuerpo místico» (1 Cor 12,9-10; Rm 6,6-8). Este cuerpo es la semilla de lo que será la nueva creación (Gal 6,15; 2 Cor 5,17), posteriormente completada e impulsada por el Espíritu de Dios. Pablo tiene una mística propia respecto a «ser/vivir en el Mesías» que supone la unión con la divinidad (1 Cor 1,2; 2 Cor 5,17; Rm 6,11). En concreto piensa más bien en una unión del creyente con el Resucitado y Exaltado, el Mesías celeste, como entidad divina junto a Dios Padre. La religiosidad del nuevo pueblo de Dios será vivir en, para y con el Mesías. Este, por la inhabitación de su Espíritu, forma una nueva personalidad en el creyente. La unión de los hombres redimidos y el Mesías es tan indispensable como fuerte y no soporta componenda alguna (1 Cor 10,14-18). El que vive en el Mesías ha de hacerlo en exclusiva. Su vivir es el Mesías (Gal 2,20). La liberación del universo creado comenzará por la materia misma de los cuerpos resucitados que se transformarán en cuerpos absolutamente renovados o «espirituales» (1 Cor 15,44).

18. Aunque los judíos sean ahora infieles, increyentes; aunque se resistan a ser luz de las naciones y a formar parte de la familia única del Mesías, al final de los tiempos, muy pronto, aceptarán todos a Jesús y se salvarán todos, o al menos un resto significativo que valga por «todos» (Rm 11,26).

De este breve resumen de la teología básica de Pablo se deducen algunas notables consecuencias que han de tenerse siempre en cuenta a la hora de interpretar las siete cartas paulinas auténticas que siguen a continuación. Estas son:

• La religión de Pablo fue siempre el judaísmo, no una religión nueva. Consecuentemente, Pablo no fue nunca un cristiano en el sentido de hoy día. Pero su idea de que él vivía su judaísmo «en el Mesías», permite denominarlo «cristiano», es decir, «mesiánico» en este sentido. Debe entenderse a Pablo como un autor judío dentro del pluriforme judaísmo de la época del Segundo Templo (desde el retorno del exilio en Babilonia hasta el 70 e.c.).

• Pablo se mantuvo toda su vida dentro de la obediencia a la ley de Moisés completa, porque —en su opinión— todo judío circuncidado, una vez justificado por la fe/confianza en el Mesías, no debe cambiar de estado; debe seguir también dentro del marco de la alianza especial que Dios ha concluido con su pueblo elegido. Este hecho explica la exaltación, las alabanzas y los dichos positivos respecto a la Ley en general, sobre todo en la Carta a los romanos. Pero el que Pablo fuera un judío observante, no significa que su halakhá, o interpretación de la Ley, fuera igual a la de los fariseos de Jerusalén, ni que sus connacionales judíos comprendieron o estuvieron de acuerdo con sus distinciones de la Ley (eterna y específica-temporal) y, consecuentemente, con sus doctrinas sobre la salvación plena, la plena participación en el mundo futuro de los gentiles.

Pablo fue condenado cinco veces a ser fustigado con treinta y nueve latigazos, lo que supone que admitía tal castigo según la disciplina sinagogal, y ello indica que seguía siendo un judío observante. Como no tenemos noticia alguna de que Pablo fuera perseguido por sus concepciones sobre la naturaleza humano-divina del Mesías, debe suponerse que tales ideas no generaban escándalo alguno entre los judíos y significa también que fue su doctrina sobre la ley mosaica que ha de cambiar en época mesiánica la que no fue admitida por sus connacionales.

• Pablo es también un profeta y un místico, y recibió de Dios Padre y de su Hijo continuas revelaciones. La más esencial es la que cuenta al inicio de Gal en la que Dios le reveló directamente las líneas maestras del «evangelio de su Hijo». No es de extrañar que esa revelación personal contenga motivos novedosos respecto al evangelio de Jesús, que es profundamente reinterpretado por Pablo a la luz de tales revelaciones, que condicionan también sus personalísimas interpretaciones de las Escrituras. Su modo de entenderlas es propio de alguien convencido de estar movido e iluminado por el Espíritu de Dios y de Jesús. En el ámbito de la innovación, tiene Pablo semejanzas notables con el Maestro de justicia de los qumranitas.

Es impresionante el impacto cultural de esta breve correspondencia sobre casi veinte siglos de historia posterior, al menos para la civilización occidental que se extiende también poderosamente en el Oriente. La extendida consideración de Pablo como el verdadero fundador del cristianismo habla por sí sola y no sería necesario ningún argumento más. Puede argumentarse también que hay en el mundo actual unos dos mil millones de personas que se describen como cristianas, al menos como «cristianas culturales», y que el noventa y nueve por ciento de ellas, como mínimo, dependen de Pablo para su concepción de la figura y misión de Jesús de Nazaret. Y puede añadirse que otras muchas personas defienden que la idea misma de Europa y Occidente, incluso en lo social y lo político, no se entiende sin el cristianismo, que es una cosmovisión básicamente nacida de esta correspondencia paulina.

Esta ponderación tan positiva del influjo de Pablo no disminuye, aunque se caiga a la vez en la cuenta de que el paulinismo comenzó muy pronto a evolucionar y modificarse, ya que la colección de sus cartas, lo que fue verdaderamente influyente, solo mostraba el punto de vista truncado de su autor. La ignorancia de cómo fue en realidad su predicación en cada lugar de misión, de la correspondencia de sus seguidores, a los que muchas veces respondía en sus preguntas y problemas, hicieron que comenzaran muy pronto a faltar las claves culturales necesarias para entender correctamente el verdadero y profundo pensamiento del autor de estas siete cartas. Ello propició una reinterpretación de su pensamiento, del que, con el correr de las décadas, e incluso siglos, nació el cristianismo no conformado según la totalidad de las ideas paulinas.

No es relevante para la valoración del impacto paulino en la civilización occidental el que Pablo mismo no pretendiera jamás fundar religión nueva alguna. Lo importante es que —tal como se entendió— proporcionó la materia prima necesaria para que nuevos instrumentos, sus continuadores, fueran creando con el paso de los decenios, y siglos, una nueva religión con libros sagrados propios entre los que destacaba el propio Pablo. No importa, pues, para el impacto cultural el acierto o error de la interpretación (por ejemplo, un paulinismo desbocado o mal entendido llevó al antijudaísmo), sino el éxito de esta, la consolidación de sus líneas generales a lo largo de los siglos hasta hoy.

Los libros del Nuevo Testamento

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