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NOTA SOBRE LA PRESENTE EDICIÓN Y TRADUCCIÓN
DE LA RETÓRICA

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La solicitud de A. Tovar (en parte atendida por él mismo en sus «Notas críticas a la Retórica de Aristóteles», Emérita 21 [1954] sobre la necesidad de que un «paciente filólogo» emprendiese «el estudio de los códices deteriores, las traducciones latinas y árabes y la apreciación de las citas de Dionisio de Halicarnaso», a fin de obtener un stemma más seguro que el propuesto por Roemer en su edición de 1898, ha sido finalmente llevada a la práctica por R. KASSEL en su Der Text der aristotelischen Rhetorik, Berlín-Nueva York, 1971. Este breve pero monumental estudio ha mostrado, en efecto, que la tradición manuscrita de la Retórica es mucho más compleja de lo que con demasiada facilidad habían venido suponiendo la mayor parte de los editores contemporáneos.

La recensio de Roemer hacía uso de los siguientes grupos de manuscritos. Primero: el cód. Parisinus 1741 (A; A‘ de BEKKER), de la 2.a mitad del s. x, considerado el de mayor reputación. Este códice presenta muchas correcciones —así interlineales como marginales, y a veces de la misma mano, a veces de manos distintas—, de cuya colación Roemer creyó poder obtener un texto común (ß), que, a su juicio, debía considerarse como copia de un arquetipo único (a). Este arquetipo, como ya señalamos en la n. 102 de nuestra Introducción, habría sido compuesto a partir de dos versiones, una completa y otra reducida, del original de Aristóteles; y, por su parte, de él dependería la totalidad de los manuscritos que conservamos. Segundo: el texto griego reconstruible por las traducciones latinas de la Retórica —la Translatio vetus, la de Hermanus Alemanus y la de G. de Moerbecke—, cuyas variantes respecto de A podían interpretarse como procedentes de una segunda copia (γ) del arquetipo. Y tercero: los códices llamados deteriores, que Roemer estudió en bloque como una única familia de manuscritos (δ), dependientes de γ, y cuyas heterogeneidades tomó por correcciones tardías, por lo común de la época bizantina. De tales deteriores, los que Roemer analizó fueron: 1) los cód. parisinos, colacionados por Gaisford en 1820 y agrupados bajo la sigla Π (B: Paris. 1869, del s. XIV ; c: Paris. 1818, del s. XVI ; D: Paris. 2038, del s. XV ; y E: Paris. 2116, del s. XVI ); 2) los códices que ya había estudiado Bekker en 1831, representándolos con la sigla Θ (z: Vatic. Palatinus 23, del s. xm; Y: Vatic. 1340, del s. XIV ; Q: Marcianus (Venecia) 200, del s. XV ); y 3) dos de los códices de la actual Bayerische Stadtbibliothek de Munich: los Monacensis 313 y 176, ambos de finales del s. xv o muy principios del s. XVI , de los cuales el primero (no más que un fragmento) parece coincidir con la traducción latina de Moerbecke, y el segundo, con el cód. B de Gaisford. A estos grupos de manuscritos, Roemer añadió el estudio de las citas de la Retórica que Dionisio de Halicarnaso transcribe en la Ep. ad Ammaeum; y el de los escolios (Σ) publicado por H. RABE en el vol. XXI , I de los Commentaria in Aristotelem graeca, Berlín, 1896. Del estudio crítico de todas estas fuentes, y de conformidad con su tesis sobre el doble texto de la Retórica, Roemer propuso el siguiente stemma:


A tenor, hoy, de los datos aportados por Kassel, esta reconstrucción de Roemer no puede resultar sino excesivamente simplista. Ciertamente, el cód. A, el más antiguo de los que conservamos y todavía el más acreditado, constituye por sí solo una rama de la tradición manuscrita que sin duda procede de un original griego antiguo (a). En cambio, sus correcciones no pueden explicarse por una segunda lectura de a, que hubiera llevado al copista o a otros a reparar sus propios errores; tales correcciones proceden, más bien, de la lectura de un segundo manuscrito (el que Kassel pone bajo la sigla ∆), así como de una más cuidadosa atención a los escolios. Del manuscrito A y sus correcciones se ha llegado, en todo caso, a un texto común, del que depende el cód. de Dresde, DA 4, de la primera mitad del s. xv, que a su vez copian el Vaticanus Urbinas 47 y el Ambrosianus (Milán) P 34, ambos de finales de siglo.

Esta conclusión matiza, pero no modifica en lo esencial el stemma de Roemer. Sin embargo, donde las hipótesis de éste se muestran más simplificadoras (como lo había advertido ya Tovar) es en la interpretación de los deteriores como una familia única, de la que las traducciones constituirían una rama separada; en este punto, Roemer ha sacado conclusiones demasiado presurosas sobre un material escaso, de suerte que el problema aboca a un stemma de mucha mayor complejidad. Según parece, la totalidad de los deteriores conocidos, así como las traducciones, forman tres grandes familias de manuscritos que podrían proceder plausiblemente de una original griego común (ß). Los códices analizados por Roemer, no tomando en consideración sus heterogeneidades (es decir, suponiendo sus variantes siempre como errores de copia), no pueden ofrecer, en consecuencia, ninguna conclusión segura.

De las citadas tres familias, la más importante por el número de códices que comprende, es la que toma su origen en el manuscrito Cantabrigensis 1298 (F en Kassel), de los SS . XII-XIII . Se trata de un códice digno del mismo crédito que A y, como éste, copia indiscutible de un texto griego antiguo. Por su parte, de él dependen dos subgrupos de manuscritos: el Vatic. Palatinus 23 (z en Bekker y Kassel), de la segunda mitad del s. XIII , del que es copia el de Leipzig (Lips. 24); y el segundo de los códices que se conservan en Cambridge (Cantabrig. 191 =F2 ), del s. XV . La descendencia de este último códice es particularmente rica: con él han de ponerse en relación, en efecto, el Barocc. (Oxford) 133, del s. XV , Y el Y de Bekker (este último ampliamente seguido: el c de Gaisford, así como el B, al que copian el Ambros. B3, Vatic. 1326, Monac. 90, el llamado Sinattico, el Escurialense, y el de la Universidad de Yale, que es matriz del Vinabod. (Viena) y del Monac. 176). De F2 dependen asimismo, en ramas separadas, el Laurent. (Florencia) 31.14, y el D de Gaisford, ambos de la segunda mitad del s. xv. Pero el subgrupo más importante que procede de F2 es el que toma su origen en el cód. Matritensis 4684, del s. xrv, que Kassel ha analizado en profundidad y yo he colacionado también para esta traducción. El corto texto y los escolios marginales de este códice dan vida a la mayor familia de manuscritos conocidos: el Vatic. 265, que debe ponerse en relación con el Ambros. L76 y con el Vatic. 1580 (que parece asimismo depender de z); el Laurent. 86.19; el Laurent. 60.18, que siguen el Magliabecchianus 11.10.59 de Florencia y el Matritensis 4687, este último copiado por el Angelicanus (Roma) y por el Alexandrinus; y, finalmente, el Vatic. 2384 y sus derivaciones: el Vatic. Palatinus 160, el Vatic. 1002, el Paris. 2042, y el Q de Bekker. La propia edición príncipe, la Aldina de 1508, se relaciona con este grupo de manuscritos, si bien su recensio presupone igualmente el D de Gaisford y, con toda seguridad, un manuscrito hoy perdido para nosotros.

Junto a la descendencia del Cantabrigensis (F), Kassel supone que ha debido existir otro manuscrito, que coloca bajo la sigla ∆, copia probablemente del mismo original griego que también sigue F y que puede extraerse a partir de los códices iluminados de Tubinga (Tu I y II), así como de los Laurent. (La) y Laurent. Conv. (Co). Con este grupo de Tubinga deben relacionarse igualmente, tanto el Monac. 313, cuyos excerpta del libro I fueron estudiados por Roemer, como la propia traducción de Moerbeke. Este hecho explica muy bien las cercanías de estos dos textos (sin hacerlos a ninguno de ellos dependiente del otro), así como las diferencias de la traducción de Moerbecke sobre su directo inspirador, la Translatio vetus.

Por último, las traducciones latinas forman la tercera de las familias de la tradición manuscrita de la obra. Los diferentes estudios sobre estas traducciones, generalizados y analizados críticamente por Kassel, permiten asegurar que tales traducciones se inspiran en un manuscrito griego distinto del que siguen A y F (γ en Kassel), a los que mezcla: de 1354a a 1369a y de 1386b hasta el fin, tal original griego sigue de cerca el de A; en cambio, de 1369b a 1386a se inspira en el de F. De este original griego se han formado dos subgrupos: el que puede reconocerse en el cód. Marcianus 214, del s. XIII , que fue estudiado por Horna bajo la sigla H y cuya importancia, presumida por Tovar, queda así verificada; y el que cabe extraer de la lectura de las dos traducciones anteriores a la de Moerbecke: la Transl, vetus, de Viena, a la que se supone muy antigua (tal vez de la época de los Staufen) y la de Hermanus Alemanus, cód. París. 16673, que es del s. XIII . Las variantes de la traducción de G. de Moerbecke pueden explicarse, como ya he dicho, considerando que el estudioso dominico tuvo ante sus ojos el manuscrito ∆, cuya traducción, no obstante, llevó a cabo siguiendo directamente la de la Transl, vetus.

Nada hay que añadir sobre los escolios reunidos por H. Rabe, que sin duda se atienen a manuscritos griegos antiguos. Al original que mezcla las versiones de α y ß, parecen seguir las citas de Dionisio de Halicarnaso, lo que viene a garantizar la independencia y antigüedad de esa lectura. Y por lo demás, poco es todavía lo que permiten añadir las traducciones árabes, cuyos dos códices fundamentales, el París. 2346 y el Toletanus 47.15, esperan un —ahora— «paciente arabista» que lleve a cabo su estudio. En todo caso, el conjunto de todos estos datos lleva a la obtención de un stemma que, en términos generales, y de acuerdo con los manuscritos que conocemos, parece ya definitivo. El que sigue reproduce resumidamente el propuesto por Kassel:


Apenas es necesario decir que este stemma es importante, en la medida en que relativiza el uso de A como criterio dominante de lectura, discrimina el distinto valor de los considerados deteriores (potenciando algunas de sus variantes) y ofrece pautas concretas para fijar el texto de la Retórica conforme a la antigüedad y filiación de las lectiones. Este trabajo filológico ha empezado ya a dar sus frutos, así en la edición de KASSEL, Ars Rhetorica, Berlín-N. York, 1976, como en el comentario de W. H. GRIMALDI, Aristotle’s Rhetoric I, N. York, 1980; trabajos ambos que, no por ello, se hallan libres de crítica Por mi parte, he seguido para mi traducción de la Retórica la edición de W. D. Ross, Ars Rhetorica, Oxford, 1959, la más accesible a los lectores españoles, fijando las correcciones en sendas tablas al comienzo de cada libro y remitiendo la discusión a las oportunas notas al texto.

Para concluir, quisiera hacer todavía algunas advertencias sobre los principios que han guiado mi traducción. Ante todo, he procurado rehuir tanto el uso de las versiones libres (movidas casi siempre por un falso criterio de «elegancia filológica») como también la aplicación de un literalismo estricto. Lo primero comporta una práctica, hoy con toda justicia superada, puesto que no hace más que falsear el código de la lengua traducida, cuyas correspondencias reales de significado disloca a veces gravemente. Pero por la razón inversa —es decir, porque disloca de un modo no menos grave el código de la lengua a la que se traduce— creo que debe superarse igualmente el parecer que tiene por más exactas las versiones ad pedem litterae de los originales. En realidad, las lenguas constituyen universos cerrados, cuyos códigos comprenden, no sólo estructuras lingüísticas propias, sino también elementos psicológicos, históricos y culturales específicos. Desde esta perspectiva, las lenguas son, en rigor, incapaces de intercambiarse; pero, más aún, la vulneración de sus usos comunes no puede sino introducir pregnancias semánticas o pragmáticas, que no han sido pretendidas en la lengua de la que se traduce y que, sin embargo, resultan inevitables por la alteración del código de la lengua a la que se traduce. El literalismo estricto produce, así, fuertes inexactitudes, si es que no desemboca en un mar de confusiones. Y, por lo demás, no supone las más de las veces sino un tormento para el lector, al que desalienta a proseguir la lectura, sin por ello ofrecer a cambio ninguna ventaja constatable (puesto que, de todas formas, obtener consecuencias de la heterogeneidad lingüística implicaría atender al texto original y no a la traducción).

Frente a los procedimientos de las versiones libres y del literalismo estricto, mi opinión es que la tarea de traducir debe situarse en un nivel intermedio respecto de los dos lenguajes en presencia; un nivel, pues, que ha de ser lo más neutral posible, pero, en todo caso, lo suficientemente apto como para poder expresar las significaciones históricas reales de la lengua traducida en el código de la lengua a la que se traduce. Siguiendo este principio, en la traducción de la Retórica que presento he hecho uso de todas las posibilidades de la lengua castellana, como medio no sólo de que aflore lo realmente significado por Aristóteles, sino también —y a la inversa— de que sean evitadas las adherencias significativas que un lenguaje elíptico y carencial podría, sin duda, producir. Con ello puede decirse que mi traducción ha seguido un criterio menos concentrado y más amplificador. Pero, por otra parte, todas las palabras o giros añadidos por mí para la mejor comprensión de las frases, las he puesto gráficamente al margen de la escritura aristotélica, introduciéndolos en paréntesis angulares de fácil identificación (〈…〉). Dada la breviloquentia que practica Aristóteles, debo advertir que complementar su sintaxis es, en todo caso, obligatorio y que, aun sin dejar constancia de ello, así se hace comúnmente en todas las traducciones. No obstante, el método que propongo (ya seguido en esta misma Colección por M. Candel en su traducción del Órganon) tiene, me parece, dos ventajas: permite la lectura fluida del texto y, a la vez, si es que algún lector quisiere prescindir de los citados paréntesis angulares, guarda la viveza de las expresiones de Aristóteles, un poco a la manera de lo que ocurriría si, en efecto, tuviese el original ante los ojos. Con estos procedimientos, en fin, he procurado ejercitar una forma de traducción pragmática (en el sentido de Morris), que no sólo pueda considerarse literal de un modo riguroso, sino que también, mediante la aproximación sensu pleniore de los códigos lingüísticos, contribuya al necesario diálogo entre las culturas.

En el marco de esta traducción pragmática, he procurado devolver a los filosofemas aristotélicos sus significaciones griegas originales —todavía próximas al lenguaje común y sólo dotadas de un valor terminológico, por así decirlo, in statu nascendi —, evitando, en consecuencia, con el mayor escrúpulo las pregnancias ideológicas que las posteriores tradiciones escolásticas han introducido en ellos. Como excepción he mantenido, no obstante, algunos términos técnicos, tan consolidados en la historia de las ideas que su sustitución no podría sino dar lugar a obscuridades inútiles; así: entimema (enthymema), silogismo (syllogismós), inducción (epagogé) y algunos términos del vocabulario retórico usual, como parison, homoiotéleuton, epidíctico, etc. Por lo demás, y aun consciente de la desigual distribución de los campos semánticos, he establecido una amplia tabla de correspondencias fijas (de las que el lector puede hacer un pequeño cómputo por el índice de términos que acompaña a la traducción), regulando, en su caso, las correspondencias plurales mediante criterios definidos en nota, y haciendo constar igualmente, en las pocas ocasiones en que no era posible mantener el término fijo, las oportunas variantes. Dado el carácter mecánico de este sistema de transcripción, es verdad que algunas palabras españolas podrían resultar algo forzadas —creo que mínimamente— en algunos contextos particulares. Pero, aparte de que este riesgo me parece de todas maneras preferible al de dar pábulo a interpretaciones erróneas, sólo inducidas por la inconstancia de la traducción, con el sistema que he seguido el lector podrá leer en castellano ateniéndose en todo momento a la regularidad y disciplina con que Aristóteles ha hecho uso de los términos.

Por lo demás, la morosa composición de este libro —en el que con pocas interrupciones he trabajado a lo largo de los últimos seis años—, me ha hecho deudor de muchos y sinceros agradecimientos. Ante todo, el que es de justicia manifestar a la propia Editorial Gredos, que, atendiendo a las particulares circunstancias de esta obra de Aristóteles —tan prestigiosa en otro tiempo como luego desatendida y objeto hoy de un interés creciente—, ha aceptado incluir una cantidad de notas y comentarios que desbordan con mucha amplitud los límites establecidos para esta Colección. Mi agradecimiento se dirige muy especialmente al asesor de la sección griega, Carlos García Gual, quien, además de haber corregido mi trabajo con especial escrúpulo, ha tenido la ocasión de poner en práctica sus muchos conocimientos de la filosofía helenística, ejerciendo ante mis constantes retrasos las virtudes del estoicismo. Este trabajo habría sido imposible sin una beca del Plan Nacional de Investigación, del Ministerio de Educación y Ciencia, que me permitió estudiar en la Universidad de Erlangen-Nürnberg durante los años 1986-87. Además de los materiales de que allí dispuse, fueron para mí de un gran provecho los cursos y conversaciones que pude mantener con los profesores Fr. Kaulbach, M. Riedel y K. Forschner. Con el profesor J. M. Labarrière, del Collège International de Philosophie, tuve también oportunidad de contrastar mis puntos de vista a lo largo de una gélida mañana parisina. Finalmente, los profesores de la Universidad Complutense de Madrid, Sergio Rábade, Juan Manuel Navarro y Teresa Oñate, tuvieron la gentileza de leer mi manuscrito y hacerme algunas importantes observaciones. Entre los materiales de que he dispuesto para realizar este trabajo, deseo consignar que utilizé un borrador de traducción inédita de los libros II y III de la profesora María Emilia Martínez Fresneda, a quien también se debe el Índice de Nombres que figura al término de esta edición. A la amabilidad de J. A. Fernández Ramos debo el haber tenido acceso a los archivos y abstracts de la Biblioteca del Congreso de los Estados Unidos de América, lo que me fue especialmente útil de cara a conseguir valiosos materiales académicos microfilmados. Por lo demás, en estos tiempos de ordenadores e informática, la revisión de las correspondencias terminológicas a que me he referido, y, en general, del vocabulario fijado por mí, la realizaron exhaustiva, pero manualmente, mis antiguos alumnos y hoy amigos María Rodríguez, Javier Gomá y Miguel Schmid. Y no quisiera dejar de citar a Fernando Álvarez, a quien he sometido a la tortura de rehacer incontable número de veces, y en ritmos generalmente delirantes, la copia mecanográfica de este trabajo.

De todos los agradecimientos que debo señalar, ninguno me obliga tanto como el que debo a mi mujer, a quien, por mor de este libro, he robado más tiempo del permisible, pero en cuya comprensión he encontrado siempre un motivo de esperanza.

Madrid, 1 de julio de 1988.

Retórica

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