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Cuarta temporada La etapa del derecho alegal

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La lucha por el derecho

En 1872, el jurista alemán Rudolf Von Ihering (1818-1892) publicó un libro que llevaba el expresivo título de «La lucha por el derecho» (Der Kampf ums Recht). Ihering era contemporáneo de Karl Marx (1818-1883), el revolucionario inventor de concpetos como plusvalía, alienación y, sobre todo lucha de clases, que, probablemente, inspirasen al primero la idea que el derecho es un combate entre intereses sociales antagónicos.

Imágenes 1 y 2. Rudolph von Ihering y Karl Marx, pensadores coetáneos que entendieron las relaciones sociales y el derecho como una lucha de intereses o de clases.

La intuición de Ihering en cualquier caso es genial porque va mucho más allá de la «cuestión social» y la insostenible situación del proletariado en su época, pues nos descubre que en toda sociedad existen grupos de poder que luchan por el control del derecho. Ya se trate de partidos políticos, sindicatos, empresas multinacionales, lobbies financieros, gigantes de la comunicación, monopolios tecnológicos acaparadores de macro datos (big data) como Google o Amazon, o de la propia autoridad política, sea esta estatal, municipal, regional, o supranacional. Toda esta retahíla de identidades está muy interesada en echarle mano a lo jurídico, no solo por el poder que conlleva manejar el derecho, sino porque un derecho autónomo e independiente es una cortapisa sumamente molesta. Por eso, el derecho tan frecuentemente pierde su neutralidad, soslayando el principio básico de la convivencia social: que la imparcialidad y objetividad del derecho es la garantía de que los mecanismos jurídicos sean aceptados por todos.

Cualquier sociedad necesita contar con un instrumento indispensable para resolver conflictos entre sus miembros y así, evitar la desintegración del grupo. No obstante, es solo cuestión de tiempo que la autoridad, cuya función debería limitarse a aplicar imparcialmente los mecanismos jurídicos –para evitar que las partes enfrentadas en un litigio se tomen la justicia por su mano–, tienda a ocupar y controlar el derecho. Algo que resulta especialmente cierto en sociedades altamente estructuradas como los Estados. Hemos visto un claro ejemplo de esta tendencia al recorrer la historia jurídica de Roma. Al comienzo de su historia, los romanos son alérgicos a que el poder intervenga en el ius, pero al final, en la etapa del Dominado, dan por sentado que el ius se ha convertido en directum y que, como tal, es sinónimo de «ley». La lucha por el derecho en Roma dura varios siglos pero, a la postre, lo jurídico acaba sometido al poder del emperador. La cuestión es si esta sumisión jurídica al poder es definitiva, o si por el contrario, la sociedad porfía o no en recuperar el control del derecho en cuanto las circunstancias lo permiten.

Frente a un adversario tan poderoso como la autoridad política, el derecho parece a primera vista sumamente frágil. Y, sin embargo, a lo largo de la historia resurge una y otra vez, como categoría autónoma, tan pronto como el poder se debilita o desaparece de la escena. Así, el todopoderoso Imperio romano, tras quinientos años de historia, y como quien dice de la noche a la mañana, se hunde un 4 de septiembre del año 476, porque un caudillo germánico depone a su último emperador, un muchacho de catorce años.

No fue un caso aislado. Siglos más tarde, la Revolución rusa, el movimiento que transformó el mundo a comienzos del siglo XX, permitió que apareciese, en 1922, nada menos que la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, la potencia que se repartió el Planeta con los Estados Unidos durante toda la Guerra fría (1948-1989).


Imagen 3. Los líderes soviéticos, Lenin, Trotsky y Kámenev, celebran en Moscú, en la Plaza roja, el segundo aniversario de la Revolución de octubre. Fotografía de L. Y. Leonidov, tomada el 7 de noviembre de 1919. Faltaban aún tres años para que se crease la Unión soviética (29 de diciembre de 1922).

No obstante, y contra todo pronóstico, el temible Oso soviético que marcó la pauta de medio mundo durante casi todo el siglo XX, se derrumbó en pocos años y la todopoderosa Unión soviética quedó disuelta de un plumazo el 8 de diciembre de 1991, tras la firma del Tratado de Belavezha, cuando le faltaban dos semanas para celebrar su sexagésimo noveno aniversario.


Imagen 4. Momento de la firma del tratado de Belavezha (8 de diciembre de 1991) por el que se disuelve la Unión soviética.

El imperio romano, en cambio, no solo duró mucho más –cinco siglos– sino que no se hundió de golpe y porrazo con el derrocamiento de Rómulo Augústulo. De entrada, siguió existiendo la otra mitad oriental del Imperio, reforzada pues Bizancio se había quedado sola para defender la herencia romana. De hecho, hubo un emperador oriental, Justiniano, que entendió que su misión era lograr una «reunificación» del Imperio, sometiendo a los reinos germánicos que ocupaban el territorio del antiguo Imperio de Occidente.

Justiniano no conseguiría a la postre la integración de los territorios de Occidente, pues los reinos germánicos lograron seguir siendo políticamente independientes. En parte, porque los monarcas germánicos, deslumbrados por la civilización romana, estaban por la labor de imitar a los desaparecidos emperadores. El problema es que no tenían poder suficiente para imponer su «ley». De hecho, eran monarcas débiles que debían luchar constantemente para mantenerse en el trono. El resultado fue que en Occidente, tras las invasiones germánicas, el poder político dejó de controlar el derecho. La «ley» dejó de ser la máxima expresión de lo jurídico y cedió su lugar a la costumbre. Por eso puede denominarse este período como la etapa del «derecho alegal», porque la sociedad se impone al poder en la lucha por lo jurídico. Dedicaremos los dos próximos episodios a analizar esta etapa, un viaje que nos llevará desde el final del Imperio Romano hasta los primeros siglos medievales.

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