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El ELN después de Simacota

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En los días que siguieron a la toma de Simacota, la reacción de las fuerzas armadas no se hizo esperar; el hostigamiento militar al grupo obligó prácticamente a la realización de una nueva acción, llevada a cabo por los grupos de apoyo, que en la zona urbana de Barrancabermeja dirigía Juan de Dios Aguilera.

Pese a la distante y accidentada relación que mantenía la ciudad y el campo, dada la naturaleza diferente de sus tareas —la primera de tipo logístico y la segunda de crecimiento y expresión de tipo político-militar como guerrilla propiamente dicha—, el trabajo de aglutinamiento y politización se desarrollaba a distinto nivel en las más importantes ciudades del país.

El proceso de nucleación se fue produciendo en el interior de las organizaciones gremiales, principalmente obreras y estudiantiles en la ciudad y posteriormente de las organizaciones campesinas y populares. En esta medida, el ELN contó desde su comienzo con una importante red de trabajo de apoyo político y militar en la ciudad, que en algunas ocasiones se vio en la necesidad de realizar tareas militares para dispersar las acciones de las fuerzas militares concentradas en los puntos golpeados por la Organización.

Así, en Barrancabermeja, que era la puerta de entrada a la zona de implantación, existía desde muy temprano una red urbana que se constituyó en requisito esencial para que el proyecto pudiese sostenerse, pero igual la había en Bucaramanga, Bogotá, Cali, Medellín y otras ciudades del país.

El 5 de febrero de 1965, el ELN se toma la población de Papayal en el departamento de Santander, con un primer objetivo: el de dividir la acción de las fuerzas armadas y llamar la atención de estas sobre esa región. La Dirección del ELN le encomienda al grupo de Barrancabermeja la realización de esta toma. Estudiadas sus posibilidades su ejecución, se escoge el sitio de Papayal, al que se podía llegar rápidamente por carretera, se reunió un grupo de campesinos conocedores de la región y junto con un colectivo de militantes urbanos, sin mayor armamento, se impartió la orden de tomarse el puesto de policía. Esta acción tiene dos particularidades importantes a resaltar: primero, quienes la llevaron a cabo no tenían ni los recursos, ni la capacitación, ni la experiencia suficiente para hacer este tipo de trabajo; lo hacían forzados por las circunstancias y necesidades del grupo que se había tomado Simacota. Segundo, lo que se ponía allí de presente era la disposición alcanzada por los integrantes del ELN para cumplir con las orientaciones, sin temer las dimensiones del riesgo. Así, la acción de Papayal, se presentaba como una misión suicida, pues, por una parte, algunos de los participantes desconocían por completo la zona y, por otra, el armamento era precario y el número de combatientes en disposición de cumplir la orden era mínimo. Todos carecían de experiencia combativa y era la primera acción militar de ese tipo que realizaban.

La acción estuvo a cargo de cinco militantes de la Organización, coordinada y dirigida por Julio Portocarrero, un estudiante residente en Bogotá, a quien se le asignó esa responsabilidad. Los demás miembros del comando fueron “Ricardo Lara Parada, Heriberto Espitia, José Antonio Rico Valero y Rodolfo León. Armados con un fusil calibre 30, una ametralladora fabricada en San Vicente de Chucurí, una carabina calibre 22 y cuatro revólveres, dieron muerte al inspector y a tres agentes de policía y recuperaron su armamento” (Arenas, 1971, p. 53).

Motivados por el triunfalismo de las dos primeras acciones, el Estado Mayor del ELN no realiza una reflexión colectiva y crítica de estas, dadas las particularidades operativas en que fueron realizadas y las consecuencias que de ellas se derivaron: la muerte de Pedro Gordillo, la deserción de Samuel Martínez y Manuel Muñoz, la delación y captura de guerrilleros, y el hostigamiento a las bases campesinas, debían haber generado una lectura crítica de ese primer accionar (Entrevista a Nicolás Rodríguez, 1992-3).

Después de Simacota y Papayal, las identidades de Fabio Vásquez y Víctor Medina Morón quedan al descubierto. Desde entonces se inicia una movilización de gente buscando al ELN por el impacto que provocaron las acciones, pero, sobre todo, por la ola guevarista y guerrillera que recorría toda América Latina y llevaba a los jóvenes a asumir el compromiso de la lucha revolucionaria como una necesidad de existir, en el contexto de una década que los convocaba románticamente a la revolución. La aparición del ELN, en gran medida, ofrecía la posibilidad de concretar ese romanticismo.

La lectura que realiza la Organización sobre las acciones ejecutadas estaba más cerca de los principios y los imaginarios de la revolución que de la realidad. La atmósfera que respiraba el grupo era la de estar cumpliendo, y el punto de vista que fue estructurando tenía la particularidad de aumentar su autoestima, elevar su moral y mantener su disposición para el trabajo (Entrevista a Nicolás Rodríguez, 1992-3).

Simacota se convertía en ese tipo de símbolo necesario para que el imaginario revolucionario comenzara a coger la carne de la historia; era algo real de que hablar, algo que mostrar, para ofrecer un discurso que convocara el interés de la comunidad y la sociedad en su conjunto hacia el proyecto armado, discurso que además había que construir desde las particularidades de la nación y desde las posibilidades intelectuales del grupo para comprender e interpretar su realidad.

Hasta entonces lo único que se conocía era el manifiesto de Simacota, el cual por las características ya señaladas no llenaba las expectativas de los sectores sociales y núcleos de intelectuales y obreros. Estos, dado su particular desarrollo político, exhortaban a la Organización a tener una mayor concreción en sus objetivos y propuestas, en particular, el sindicalismo independiente, la Federación Universitaria Nacional, sectores de intelectuales de izquierda y el movimiento de los trabajadores petroleros.

Ejército de Liberación Nacional (ELN). Historia de las ideas políticas (1958-2018)

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