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VII. MIENTRAS TANTO: ¿PODEMOS REPARTIR EL EMPLEO?

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La cuestión del reparto de trabajo constituye desde hace tiempo un tema recurrente en el debate social planteado no solamente como vía de reducción del desempleo sino a propósito del desarrollo de modelos de sociedad postindustrial en los que el cambio tecnológico está transformando las condiciones generales de vida y en donde el objetivo es menos una voluntad de repartir igualitariamente la carga de trabajo que la de proceder a un reparto más igualitario de la renta. “Si falta el trabajo, repartámoslo”. Han pasado casi 80 años desde que el filósofo Bertrand Russell escribió su “Elogio de la ociosidad”, una diatriba contra la moral de la laboriosidad erigida por las clases ociosas. Russell se pregunta (ya en 1932) por qué los trabajadores disponen de menos tiempo libre que antes de la introducción de las máquinas: “Si el asalariado ordinario trabajarse cuatro horas al día, alcanzaría para todos y no habría paro. Esta idea escandaliza a los ricos porque están convencidos de que el pobre no sabría cómo emplear tanto tiempo libre”.

Las soluciones para abordar estas nuevas necesidades son diversas pero para plantear respuestas efectivas es necesario partir una visión real de la situación. En relación con el mercado de trabajo, se vierten con cierto desenfado algunas afirmaciones cuestionables desde la perspectiva económica: “El progreso tecnológico destruye empleo. Si las máquinas hacen el trabajo, habrá menos trabajadores ocupados”; o en fin, “la única solución al problema del desempleo es el reparto del trabajo. Solo reduciendo la jornada de trabajo, mejorarán las oportunidades de empleo de los parados”.

Detrás de las anteriores afirmaciones está la denominada falacia de la cantidad fija de trabajo (lump of labour fallacy) (SCHWARTZ, 1979, pp. 199-230). Las falacias constituyen argumentos incorrectos, defectuosos y engañosos, es decir, argumentos de los que ya Aristóteles aseguraba que solo tienen la “apariencia” de tales. Pero es, precisamente, su condición de “argumentos aparentes” los que los convierte en temibles fuentes de confusión. La idea de que la cantidad de trabajo está determinada exógenamente constituye una de las falacias más conocidas en Economía y, sin embargo, más repetidas en muchas de las propuestas de políticas de empleo. Otro nombre para la falacia en cuestión es “falacia de suma cero”. En la teoría de juegos un juego suma cero es aquel en el cual la suma del bien ganable de todos los jugadores permanece constante. En otras palabras, todo lo que un jugador gana, es perdido por otro u otros jugadores. El error es creer que la cantidad de trabajo es fija, como un pastel, por tanto, de lo que se trata es de repartir bien el pastel para que haya para todos. El truco –o el error– aquí estriba en que no hay tal cosa como una cantidad de trabajo establecida de antemano, y los empleos son creados por la inversión en función de la productividad. Si no fuera así, bastaría con reducir por ley las horas de trabajo para acabar totalmente con el paro. Lo cierto es que esta “fiebre” por el reparto del trabajo se sigue extendiendo por todos los países industrializados, sobre todo en el contexto europeo.

Obligada a reducir la jornada semanal, la empresa puede reaccionar de dos formas distintas para mantener su competitividad: establecer formas y sistemas de trabajo que incrementen la productividad de los trabajadores; lograr una reducción salarial de aquellos que lo acepten bien, el centro de la polémica gira en torno a si esta fórmula, al margen de incidir –de forma neutra o incluso positivamente para unos, negativamente para otros– en la productividad de las empresas, consigue el propósito teóricamente perseguido: la creación de empleo. Partiendo de la evidencia de que ésta se encuentra vinculada a la productividad y depende de los costes de producción, que pueden ser salariales (costes laborales unitarios) o no (impuestos, cotizaciones a la Seguridad Social, costes financieros, etc.), algunos consideran que la jornada influye en el precio final de la mano de obra, por lo que debe tener un equilibrio razonable que permita que el producto final sea competitivo y, por tanto, rentable, lo que dificulta aceptar la pretensión de que se trabaje menos cobrando lo mismo y, a la vez, ello permita que se creen nuevos empleos; es más la idea tiene su reverso oscuro en la posibilidad de que “las medidas destinadas a reducir de forma considerable la jornada no hicieran, en definitiva, más que alentar el doble empleo” (SUPIOT, 1999, p. 128). Al margen de los criterios analíticos antes expuestos, el balance final será, necesariamente, el resultado de la ponderación de toda una serie de variables económico-productivas y de su juego a corto, medio o largo plazo.

Para los partidarios de la medida como creadora de empleo, este resultado sólo se conseguiría si la reducción de la jornada se aborda conjuntamente con una reorganización del tiempo de trabajo y de la organización productiva que impulse un crecimiento de la productividad que, junto con el necesario apoyo económico a las empresas por parte de la Administración, permita a estas asumir el gasto en empleo). Y no es inviable lograr la coordinación de todas estas variables a través de la negociación colectiva, que, más allá de cualquier ley, es la clave esencial para crear empleo a través de la reducción del tiempo de trabajo, pues es éste el ámbito de decisión que permite combinar adecuadamente la modalidad o la forma de la reducción de la jornada, el volumen de creación de empleo, el uso del apoyo financiero público y el papel de los salarios.

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