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VIVE Y NO TE ATRAGANTES

Carol y Rocío tratan de convencerme, con toda clase de argumentos, que quedarme con una de ellas es lo mejor. Cuidarán de mí y de mi maltrecho corazón el tiempo que haga falta, pero yo no estoy segura de ello. No quiero incordiar y, aunque sé que la decisión de mudarme durante unos días con cualquiera de ellas, no implicará fastidiarles la vida, no lo veo claro. Pasear mi careto delante de sus maridos hasta que me recupere, no me apetece en absoluto. Los considero mis amigos, pero de ahí a desnudarme (y no hablo físicamente) delante de ellos, existe un abismo difícil de salvar. Bastante me pesa el hecho de tener que aguantarme a mí misma, no quiero que nadie cargue con la piltrafa de ser humano en el que me he convertido. Así que, por la tarde, para qué alargarlo más, me dirijo al único sitio en el que me siento segura y querida sin creerme un estorbo ni criticada.

Ro me deja en la puerta del edificio de mi hermana pasadas las siete de la tarde. Le he mandado un mensaje desde el teléfono de Carol hace dos horas para avisarle de mi visita, en el que solo especificaba que tenía que hablar con ella de algo importante. Cristina vive en un mini apartamento de una habitación y media en Chueca (a la segunda no se le puede llamar dormitorio, más bien «caja grande con cama de ochenta centímetros sin almohada ni colcha ni nada de nada»), salón-cocina y un baño en el que dos personas no entran a la vez. Treinta metros cuadrados, no creo que sea mucho más grande. Sin embargo, siempre me ha encantado pasar las tardes de domingo con ella, viendo películas de ciencia ficción y comiendo palomitas hasta ahogarnos. Dispone de pocos muebles, los necesarios para convertir el apartamento en un lugar habitable. La acompañé a comprarlos a Ikea, hace dos años, justo un mes después de que decidiera independizarse, o como ella dijo a nuestros padres con voz solemne: «abandonar el nido y volar sola». Mi pequeña hermana, para muchas cosas, mucho más mayor que yo. Ni los ocho años que nos separan han podido impedir que pronto nos convirtiéramos en las mejores amigas.

Como siempre, me encuentro la puerta de madera del portal de dos hojas, envejecida por las inclemencias del tiempo, abierta de par en par. Juraría que nunca ha llegado a tener cerradura. Ese detalle disgustó tanto a mi madre (dramática de nacimiento) cuando la alquiló, que mi padre tuvo que abanicarle para evitar un síncope in situ. ¿A dónde se había mudado su pequeña y desvalida hija? Casi la sacan a rastras de allí, clamando al cielo que la descerebrada de la familia siempre había sido yo. Aún me agradece que la ayudara a convencerlos de que ese piso era tan bueno como otro cualquiera (otro que tuviera la puerta del portal arreglada. Allí la seguridad brilla por su ausencia).

Subo las escaleras hasta el segundo piso como si portara hierro forjado dentro de los calcetines. Llevo el pelo rubio a la altura de los hombros, tan revuelto que, si me preguntan de dónde vengo y contesto que de tirarme en paracaídas, cuela sin más explicación. Los ojos hinchados y rojos de llorar avalarían mi historia, así como la ropa deportiva y cómoda que esta tarde no tengo más remedio que utilizar. Le agradezco a Carol el gesto, pero ella es mucho más grande que yo, y esta ropa ha vivido tiempos mejores.

Casi he llegado a mi destino cuando tropiezo con un fuerte torso, pero no uno cualquiera, no. En ese pueden partirse nueces como si fueran de plastilina, con ese torso se puede soñar repetidamente y gozar de orgasmos de película. En un segundo su olor penetra mis poros y caigo de rodillas al suelo. Menudo golpe y lo bien que huele el jodido. Durante un segundo me quejo de mi torpeza y de su brusquedad, ya puede mirar por donde va; pero después, cuando me doy cuenta de dónde ha quedado mi cara y lo que tiene delante de ella, doy las gracias a todos los dioses por regalarme esas vistas y… de esas dimensiones. El maromo calza grande y…. Dejo de pensar. El dueño de ese cuerpo, me agarra de las manos, me levanta y me pregunta si me he hecho daño. Niego con la cabeza, me limpio las rodillas, avergonzada, y, sin mirarle más (bastante me he recreado ya), lo rodeo y sigo subiendo escalón a escalón, hasta llegar a la puerta del piso de mi hermana. Llamo al timbre un par de veces, pero no abre.

Suspiro, dudo si asesinarla cuando abra, o dejarlo para más tarde, y vuelvo a llamar.

Tiene que estar aquí, le he anunciado que vendría.

Me estará esperando.

La mataré con mis propias manos si…

En esas, la puerta se abre.

—Ne, tía. ¡Qué impaciente eres! Estaba meando —ella siempre tan fina—. ¿Qué te pasa? Tienes muy mala cara.

—Sebastian y yo vamos a separarnos —digo en un tono neutro. No voy a llorar más. Bastantes lágrimas he derramado sobre el carísimo sofá de Carol.

—¡Aleluya! —clama levantando las manos al cielo. Parece que ella también se alegra de que mi mundo se hunda bajo mis pies.

Paso dentro y me siento en el sofá, cruzando las piernas, después de quitarme los zapatos.

—Tienes esto un poco desordenado —observo, pero no lo digo en tono de reprimenda, solo reflexiono en voz alta.

—Anoche hicimos una pequeña fiesta unos cuantos amigos. Aún no me ha dado tiempo a recoger mucho. Llamaste y… —abre el frigorífico y saca dos Coca Colas Zero— no me ha dado tiempo de más. Pablo se quedó a dormir. Te lo has debido cruzar en la escalera.

¿Pablo? ¿Pablo Pablito Cara de Pito? ¿Es él con el que me he chocado? ¿El dueño del torso más duro que he tocado y el miembro más grande que he visto? Bueno, solo lo he intuido y tampoco es que haya visto muchos a lo largo de mi vida. Tres para ser más exactas: mi novio de instituto y dos en la universidad, con uno de estos últimos me casé. Y hasta ahí llega mi experiencia sexual y en tamaño de penes. Sin contar los de las pelis porno que Ro nos hace ver a Carol y a mí cada año para su cumpleaños (pero doy por supuesto que esas medidas no entran dentro de lo normal).

—¿Te acuestas con Pablito? —hace mucho que no lo veo. Desde los años de colegio. Yo iba a al instituto y alguna vez los ayudaba con las matemáticas o el inglés. Lo recuerdo siempre sonriendo y revoloteando por casa junto a Cristina. Ellos han seguido manteniendo contacto y sé que es su mejor amigo, por eso me parece raro que la relación haya cambiado tanto.

—¡No! ¿Estás loca? Es mi mejor amigo. Jamás me acostaría con él —me ofrece la Coca Cola y se sienta, dejando caer su cuerpo en un puf verde. Vuelvo a dudar si hablamos de la misma persona. Ese que he visto no puede ser el mismo niño que yo recuerdo—. Y dime ¿qué ha ocurrido para que te dieras cuenta de que Sebastian es un gilipollas integral?

—Siempre he creído que te caía bien.

—Tú lo has dicho. Me caía. Hace mucho tiempo que me dejó de gustar.

Le cuento con todo lujo de detalles lo que ha pasado, pero sin pararme a pensar demasiado y sin permitirme volver a llorar. Cristina me ofrece su casa desde el principio.

—Me preocupa cómo se lo va a tomar mamá —me toco la sien.

—Eso te tiene que dar igual.

—Lo sé, pero ella siempre ha tenido a Sebas en un pedestal. La voy a defraudar y me da pena que le preocupe más el qué dirán que mi propia felicidad.

—Le va a defraudar Sebastian, no tú. Lo entenderá. Estoy segura. Me niego a pensar que pueda ser tan obtusa. Se lo diremos entre las dos. Cuando estés preparada, vamos a verles.

—Gracias, hermanita.

Se levanta y me apresura para que yo haga lo mismo. La miro y abro los ojos exageradamente.

—Levántate. Tenemos que ir a recoger tus cosas.

—No voy a ir a ningún sitio.

—Necesitas tu ropa, tu bolso, el carnet de conducir, tú móvil ¡Tú coche!

—Puedo vivir sin todo eso—digo, cerrando los ojos, girando el cuerpo y dándole la espalda. Yo solo quiero dormir. Dormir y despertarme muchos meses después, cuando todo se haya calmado.

Cristina rodea el sofá, se agacha y lo levanta un metro por un lado haciéndome caer y rodar por el suelo.

Pero ¿esta quién se cree? ¿Hulk?

—¡Ay! ¿¡Estás loca!? —me incorporo como puedo y la miro. La encuentro muerta de risa con los brazos en jarra mirando en mi dirección—. Casi me partes la espalda.

—Tenías que verte rodar por el suelo haciendo la croqueta.

No puedo hacer otra cosa que acompañarla y reírme con ella. Las carcajadas comienzan a salir y no puedo detenerme. Nos reímos más de cinco minutos. Tal vez son los nervios que necesitan desahogo, la cuestión es que estas risas liberan endorfinas dentro de mí y me recuerdan que puedo ser una persona valiente.

—¿Sabes qué? Esa también es mi casa y mis cosas están allí. Hermanita, vístete que nos vamos de mudanza.

—Estoy vestida.

—No vas a salir a la calle en pijama —respondo en serio.

—Es un chándal, idiota. Y no es que tú vayas de gala.

Volvemos a romper en carcajadas.

Recorremos tres calles hasta llegar al Fiat 500 beige de Cristina. Poca mudanza vamos a hacer en el dedal con ruedas que tiene por coche, más pequeño que el ascensor de mi casa.

—Supongo que con hacer la mudanza te refieres a mi cartera y al móvil. No creo que podamos meter nada más aquí —digo, mientras me acomodo en el asiento del copiloto.

—Vamos a recoger tu Range Rover de pija endemoniada —me reprocha sin acritud—. Deja de quejarte y cómprale un coche a tu pobre y pequeña hermanita —arranca y se introduce en el tráfico demasiado deprisa.

—Vas un poco rápido ¿No?

—No —toquetea los botones de la radio e Ironic de Alanis Morriset suena a todo volumen por los altavoces. Es algo irónico. Mi vida lo es.

Comienza a llover de nuevo y Madrid se convierte en un caos. Llegamos a mi piso y, aprovechando que un Magda sale del garaje, entramos y aparcamos en una de nuestras dos plazas. El coche de Sebastian no está. Tal vez la suerte se apiade de mí y él tampoco. Subimos en el ascensor hasta el vestíbulo del edificio y le pido al portero que me abra la puerta de casa porque he olvidado las llaves dentro. Éste, educado, nos acompaña, abre y se marcha dejándonos solas. Entrar en aquel piso me duele. Me desgarra por dentro. Su olor impregna cada rincón, puedo oler su perfume. Sin duda, acaba de salir. Sebastian hace poco que ha estado aquí.

—Cojamos lo imprescindible y nos marchamos. Otro día venimos a por el resto —Cristina me agarra de la muñeca y tira de mí, que me he quedado clavada en el suelo, consciente de lo que me produce encontrarme en este lugar.

Qué difícil elegir de entre un millón de cosas las que consideras más importantes. Enseres acumulados a lo largo de toda una vida. Algunos necesarios según se mire, otros, caprichos que un día me hicieron muy feliz durante al menos una milésima de segundo. En realidad yo no quiero nada si no lo tengo a él. Mi ropa cara, mis zapatos de diseño, las joyas, los bolsos… todo me sobra en esta nueva etapa que me espera. Sólo deseo abrazarme a los recuerdos, no a todos, sólo a los bonitos, a los que me digan que mi supuesto cuento de hadas no puede haberse acabado. Un amor tan grande no puede terminar por una discusión sobre el aire acondicionado.

Entro en nuestra habitación a tientas, sin encender la luz ni abrir la persiana, no veo nada hasta que las pupilas se amoldan a la oscuridad y dejo de respirar. Anoche dormí junto a él, con la mejilla sobre su pecho, sólo han pasado unas horas. Encuentro la cama tal y como la dejé, perfectamente hecha y estirada, a excepción de un vaquero que yace solitario sobre ella. Siempre me ha gustado mi casa, en ella he vivido muy buenos momentos y la decoración me fascina. Todo en tonos grises y blancos. Miro la pared del cabecero y casi me derrumbo, aún recuerdo el día que decidimos que sería de ladrillos gris oscuro. Meneo la cabeza y me dispongo a recoger las pocas cosas que me harán falta las próximas semanas y, en menos de diez minutos, lo tenemos todo agrupado y etiquetado. Bajamos las bolsas y cajas hasta el garaje donde se encuentra mi coche aparcado y vuelvo a subir a por el bolso y la agenda, mientras Cristina me espera subida en su Fiat 500. Me cuesta desprenderme de mi casa, realmente no lo hago del todo. Es como ese perfume que llevas utilizando años y se queda adherido a la piel. Por mucho que frotes, rasques o te laves, sigues oliendo a él, porque, además, todo se ha impregnado de él. Miro alrededor, parada en medio del salón, y lloro por última vez. Al menos eso me prometo.

La siguiente semana me resulta un poco extraña. Me escondo en el diminuto piso de Cristina y desconecto el teléfono. No quiero hablar con nadie. Que sea la dueña y jefa de mi propia empresa me ayuda a no tener que dar explicaciones a nadie en el trabajo, que también abandono. Siempre he de agradecer a Joel lo que hace por mí y por mi estabilidad económica. Se encarga de todo mientras yo me rasgo las vestiduras tapada con el edredón de cerezas de la cama de mi hermana pequeña, como helado de melón y me pregunto por qué. Por qué Sebastian no se ha puesto en contacto conmigo, por qué lo echo tanto de menos si apenas nos hemos visto en meses y por qué esta desgracia me tiene que pasar a mí.

El domingo siguiente, Cristina decide por las dos que ya está bien de rumiar las penas, ocho días son más que suficientes y ahora toca levantarse y luchar. Me obliga a ducharme, me deja bajo el chorro de agua caliente después de decir algo así como que la depresión no está reñida con la higiene y no oler a mierda podrida en un estercolero.

—Arréglate un poco, esta tarde tengo visita.

—No tengo ganas de ver a nadie.

—Pues no salgas de la habitación. Sigue haciendo nido.

Deja una toalla sobre el lavabo y sale del baño, dejándome sola. Me lavo a conciencia, es cierto que he abandonado un pelín mi higiene personal. La sensación del agua caer sobre mi piel me alivia. Me pongo algo de ropa y me seco el pelo con el secador lo suficiente para que no me moje la sudadera gris que me pongo. Me miro al espejo cuando termino y no me encuentro tan mal, el pelo rubio a la altura de los hombros y un poco ondulado, los ojos marrones claros y un toque de rubor en las mejillas. Trato de sonreír y, después de mucho esfuerzo, lo consigo. Hago una pequeña mueca que para muchas personas no significan sonrisa, pero que a mí en este momento me basta para animarme y darme las fuerzas suficientes para salir de la habitación.

Llego al salón-cocina caminando sobre unas Adidas Superstar blancas y nude.

—Pareces otra —dice mientras toma un trago de café y trastea con el móvil— y hueles a persona distinguida.

—Siento haberme comportado así —voy hasta la cafetera y me sirvo una taza.

—¿Como una guarra? —Le tiro un trapo y ella lo esquiva—. En serio. Tienes que moverte, ir a trabajar, buscar una casa, hacer la mudanza…

—¿Me estás echando? —pregunto sorprendida.

—Claro que no, pero no puedes seguir revolcándote entre tanta desidia. Sebastian te ha dejado ¿Y qué? Ya no estabais juntos, solo compartíais gastos. Y deberías hablar con mamá y papá. No sé ya qué inventarme cuando me preguntan por ti. Les he dicho que tienes mucho trabajo y estás muy ocupada.

Cris lleva razón, debo centrarme y empezar a ordenar mi vida. Así que, en un arrebato, me levanto demasiado deprisa, me mareo y vuelvo a caer de bruces sobre el sofá. Mi hermana me mira y sonríe.

—Tal vez sea mejor que te lo tomes con calma. Ayúdame a preparar la comida.

El menú del domingo consiste en pollo a la plancha y patatas fritas. La cocina es pequeña y a Cristina no se le da muy bien cocinar. Ella lo que hace verdaderamente bien es la fotografía, tanto que lo ha convertido en su profesión, pero no de bbc (bodas, bautizos y comuniones). No. Ella trabaja para las mejores revistas de moda y tendencias del país. Estoy muy orgullosa de mi hermanita. Realmente es una artista con mucho talento y un futuro prometedor. Siempre he sabido que llegará muy lejos, todo lo lejos que se proponga.

Para mi asombro, me como un plato que carga hasta arriba. Las patatas siempre me han gustado de cualquier manera, no obstante, las prefiero así, fritas y aceitosas. Qué le voy a hacer, todos tenemos alguna manía que nos perjudica la salud, yo no bebo ni fumo (de manera habitual); me harto de patatas como una gorrina. Fregamos la vajilla, recogemos el mini piso en cero coma dos segundos y nos tumbamos sobre el sofá a ver una peli de las que televisan la sobremesa de los fines de semana. Aún queda un mes y medio para Navidad, sin embargo, ya huele a epifanía, y el film trata de una pareja de desconocidos que coinciden el día de Nochebuena en un centro comercial, se quedan prendados el uno del otro con tan sólo cruzar una sola frase y no vuelven a verse hasta justo dos años más tarde. Amor, qué gran mentira.

Me despierto una hora después, el timbre suena en el salón y retumba en mis tímpanos. Tendría que hablar con mi hermana para bajarle el volumen al altavoz. Miro a ambos lados y no encuentro a Cristina. La llamo, pero nadie contesta. Me levanto, camino hasta la puerta (dos pasos y medio tengo que dar) y miro por la mirilla. Veo a un guayabo de impresión que no reconozco. Vaya, menudo cuerpo y ojazos tiene el desconocido.

—Pétalo, abre, te estoy escuchando. Date prisa que me meo. —Otro fino.

Debe ser verdad porque se mueve de una forma muy graciosa, de un lado a otro, dando saltitos, mientras se recoloca el paquete. Sonrío y pienso si abrirle o no. Allí no vive ninguna Pétalo.

—Cris, no aguanto más.

No lo conozco de nada, pero está claro que él sí conoce a mi hermana. Ha dicho su nombre.

Vuelve a tocar el timbre y lo acompaña de dos golpes fuertes en la puerta.

—Te juro que como no abras, le riego la maceta a tu vecina. —El muchacho lo está pasando fatal, lo veo en la mueca de su cara, sin embargo, no hago nada. Porque yo, en cambio, me lo estoy pasando pipa.

Unos segundos después abro los ojos de par en par. Madre mía, no lo ha dicho de broma, se está desabrochando el botón del pantalón y girándose hacia el pobre helecho. Abro la puerta a toda prisa.

—No ¡no! ¡No lo hagas! —grito.

El joven que tengo frente a mí casi se ha sacado la chorra allí en medio del descansillo. Gira su cuerpo y sonríe. Posee la sonrisa más sensual que he visto nunca. Los dientes perfectamente alineados y de un blanco nuclear rodeado de unos jugosos labios sin llegar a ser voluminosos (más bien todo lo contrario). Una barba de cuatro días los rodea. Debe medir al menos un metro noventa y el flequillo peinado hacia atrás levantado unos centímetros. Un moreno de ojos azules de los de toma pan y moja. Debo de llevar un rato sin decir nada, porque da un paso y se pone frente mí.

—Entonces… ¿Puedo…?

Me hago a un lado dejándole paso y su aroma se introduce por mis fosas nasales despertando una parte de mí que creía dormida desde hacía mucho tiempo. Lleva unos vaqueros desgastados, una camiseta Diesel verde militar, una chaqueta de cuero negra y unas botas de cordones del mismo color. Reconozco que le miro el culo durante los dos segundos que tarda en cruzar el saloncito y desaparecer tras la puerta del baño. Un trasero de impresión, sí señor.

Me giro a cerrar la puerta y me choco con Cristina que entra en ese momento con una bolsa en la mano.

—Ha llegado tu invitado.

—¿Dónde está? —pregunta mientras deja las cosas sobre la encimera.

—En el baño. Casi mea en la maceta de tu vecina.

—Me extraña que ese helecho no haya muerto ya —mira detrás de mí, encontrando a quien busca—. ¡Tú! —lo señala con el dedo—, eres un indeseable, deja de experimentar con esa maceta.

Me vuelvo y me encuentro de nuevo con esa sonrisa que ilumina toda la sala y a la que acompaña unos ojos enormes adornados de una inmensas pestañas.

Parpadeo varias veces y, haciendo alarde de mi educación (y viendo que Cristina no tiene intención de presentarnos), lo hago yo.

—Hola, soy Nerea.

—Ya os conocéis, es Pablo.

Bilogía

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