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AQUEL CIGARRO ALIÑADO

Le cuento a Joel que me he vuelto a encontrar con el hombre que me avasalló en el restaurante hace unas semanas y que le he dado mi teléfono. No le digo ni cómo se llama ni le doy ningún dato más. Él trata de convencerme llamándome «perra diabólica» y cosas mucho peores, pero me niego a dar importancia a algo que no la tiene. Probablemente se olvide y no me llame nunca; y, si lo hace, todavía estoy a tiempo de ignorar la llamada y declinar su invitación. No tengo claro que sea buena idea quedar con un desconocido después de todo. Puede que quedemos para ir a cenar, ver una obra de teatro y tomarnos un buen vino en un local pijo, pero después… ¿qué? Querrá más. Querrá acostarse conmigo y no me siento preparada para tener sexo con nadie, ni siquiera conmigo misma. Mi apático estado de ánimo es el culpable de que no me apetezca ni tocarme.

Por la tarde, después de confirmar el catering para la fiesta de fin de año, decido irme a casa. Me paso por un mercado cercano y hago una pequeña compra para no morir de inanición e invitar a las chicas a merendar. Miro el reloj esperando que me envuelvan unos dulces y me doy cuenta de que las chicas llegarán dentro de menos de media hora. Les envío un mensaje al grupo de WhatsApp informándolas de que tal vez llegue un poco tarde y recibo dos de vuelta, uno de cada una. Dicen así:

«No te preocupes, cariño. Quedamos un poco más tarde y todo solucionado».

«¡Ja! Intentas escaquearte y no enseñarnos la casa, pero no te saldrás con la tuya. Compra té».

No hace falta decir que el primero lo manda Carol y el segundo Ro. Quedamos a las siete y media en vez de a las siete; y llego a casa cargada con más bolsas de las que tenía en mente, casi arrastrándome por el portal. Las dejo sobre el suelo del ascensor y me tiro de espaldas en el espejo, bufando y estirando las manos, rojas del peso de la compra. El timbre anuncia que he llegado al piso número diez y salgo de espaldas arrastrando las bolsas por el suelo, no puedo más. Pongo los pies sobre el mármol con la mala suerte de resbalar y darme un culazo de película a la vez que se rompe una de las bolsas y un montón de naranjas salen desperdigadas por todo el rellano.

—¡Ah, Dios! Qué dolor —me quejo y me refriego el glúteo. Sigo con la vista una de las naranjas que ruedan dirección a las escaleras (dispuesta a perderla para siempre, espachurrada en uno de los pisos inferiores), cuando alguien la coge y se la lleva a la nariz, oliéndola.

Conforme subo con la mirada por ese cuerpo, se me corta la respiración un poco más. Largas y torneadas piernas, cintura estrecha, pecho definido… cuello delicioso, labios de infarto… ojos azules como un mar de verano… Mierda, Pablo.

Me mira como si me quisiera comer o ¿soy yo la que lo mira así? Qué vergüenza, Pablo ha sido testigo de mi caída y, por cierto, ¿qué hace aquí?

—¿Nerea? —pregunta, tan contrariado como yo. Me doy cuenta de que mis rizos rubios me tapan la cara, ocultándome. Aún estoy a tiempo de hacerme la sueca y despedirlo con un «mí no entender».

Se agacha delante de mí, me retiro el pelo de la cara aceptando mi destino y resoplo.

—Hola —lo saludo mientras me ofrece la mano y me ayuda a ponerme de pie.

—¿Estás bien? ¿Te has hecho daño? —la agarro y me incorporo. Sus dedos rodean por completo mi diminuta muñeca.

—No, tranquilo. Estoy bien —me pongo a recoger naranjas y las meto en otra bolsa.

—Espera que te ayudo —se ofrece a echarme una mano y en un par de segundos las guardamos todas—. ¿Qué haces aquí?

—¿Qué haces aquí tú?

—Yo vivo aquí.

—Nooo —niego con la cabeza—. Aquí vivo yo.

—Vivo aquí desde hace un año. Al menos cuando estoy en Madrid.

Mi cabeza comienza a darse cuenta de lo que realmente pasa.

—No, no puede ser —pero mi boca sigue negando la evidencia.

—Nerea, ¿eres la nueva inquilina del B?

Asiento con la cabeza como esos muñecos antiguos de los coches, esos que tienen un muelle en el cuello y se zarandean con el movimiento. Abro los ojos de par en par y la bolsa que tengo agarrada con las manos se me cae al suelo. «Nerea, espabila». Me digo. Volvemos a recoger toda la compra esparcida por el piso y le doy las gracias por ayudarme de nuevo.

—Tú… —trato de decir algo coherente, pero sigo sin conseguir conectar mis neuronas.

—Me dijeron que el piso estaba alquilado de nuevo, pero jamás me imaginé que fueras tú. ¿Ya no vives con Cristina?

—No. Pensé que ya estaba bien de molestarla con mis manías —sonrío, forzada. Pablo me pone muy nerviosa. Me giro y abro la puerta de casa. Voy a agacharme a coger las bolsas de las compras, entrar y desaparecer, sin embargo, él se me adelanta y las agarra todas con maestría y como si no pesaran nada. Da un paso en mi dirección y me aparto para que pase.

—¿Me permites? —pide permiso para entrar. Le hago un gesto con la mano y entro detrás de él—. ¿Dónde las dejo?

—En la cocina está bien —camina hasta la estancia que le he indicado sin tener que pensar dónde se encuentra, supongo que su piso y el mío deben parecerse.

—Gracias de nuevo.

—No tienes por qué darlas —para delante de mí. Me mira desde una posición mucho más superior y privilegiada que la mía. Durante unos segundos no decimos nada y el ambiente se densa bastante. Se toca el pelo—. Debería irme. —Camina hasta la puerta, cruza el vano y se gira hacia mí desde el otro lado. Yo me agarro a la madera, preparada para cerrarla y terminar con esta tensión—. Si necesitas algo, estoy en la puerta de al lado —la señala con el dedo y me sonríe.

Me dejo caer sobre la pared más cercana y respiro hondo tratando de tranquilizarme. Lo último que ha dicho me ha puesto de los nervios. Ha sonado a amenaza o a… promesa, no lo sé. No consigo pillarle el truco a Pablo. A veces me cae bien, otras no lo soporto. Me tomo un vaso de agua fría y pienso que probablemente no viva solo. La pasada madrugada vi salir a una chica de ahí. No creo que sea su novia, ya me he percatado de que Pablo no tiene novias, él se enrolla con chicas de las que ni siquiera recuerda el nombre. Sin embargo ¿habrá alguna especial? Ese pensamiento me aflige y giro la cabeza de lado a lado intentando que desaparezca. Ese niñato me da igual. Tiene un cuerpo de pecado y una cara de morbo que hace que te tiemblen las piernas, pero no conseguirá que babee detrás de él. ¡Ni loca!

El timbre del portero automático me saca de mis pensamientos y aprovecho que las chicas suben en el ascensor para enchufar la cafetera y poner los dulces en una bandeja blanca con servilletas de flores. Me gustan los detalles, pero a Carol mucho más.

—Hola, cariño —Carol me envuelve con sus brazos—. Como el piso sea como el edificio, tiene que ser una hermosura.

—Qué pasada. Me encanta el espejo —me abraza Rocío.

Pasan hasta el salón y me indican su entusiasmo con un montón de suspiritos seguidos de «oes» y saltitos. Les enseño las dos habitaciones, los dos baños y terminamos en la moderna cocina.

—¿Cómo lo has encontrado? —Ro se enciende un cigarrillo.

—¿Qué haces? ¿No lo habías dejado? —le reprendo. Cojo unas tazas del mueble y las dejo sobre la encimera.

—Un malvado compañero de trabajo me llevó por el camino de la perdición anoche y me obligó a beberme unas copas y fumar —coge un mechero y lo enciende, pero antes de arrimarlo al cigarrillo me mira y pregunta—, ¿se puede fumar en tu nuevo piso?

—Preferiría que no lo hicieras, pero ¿serviría de algo pedirte que te vayas a la terraza?

—¿Estás loca? ¡Hace mucho frío!

Sonrío, me encojo de hombros y abro un palmo la ventana de la cocina.

—Rocío, te vas a morir —Carol la señala con el dedo.

—Como tú, como todos. Volveré a dejarlo después de Reyes —promete.

—Siempre lo estás dejando y cogiendo. No engañas a nadie.

—Bah, qué sabrás tú —le da una calada y cierra los ojos, disfrutándola.

—Dame uno —le pido.

—¿Estás loca? Pero si tú no fumas —me recuerda Carol, con cara de susto.

—Fumaba en la universidad, de vez en cuando. Y tú también, ¿ya no te acuerdas?

Dudo que se le haya olvidado aquella noche de intenso estudio en la que decidimos tomarnos un descanso y fumarnos un cigarrillo. Como no teníamos (porque no fumábamos), caminamos en chanclas hasta una tienda que abría las veinticuatro horas y en la que pagamos un cigarro a precio de oro. Nos lo fumamos a medias, sentadas sobre los escalones de la puerta de entrada de la biblioteca (que en época de exámenes no cerraba en ningún momento) y aguantando las altas temperaturas que el mes de junio traía a pesar de ser madrugada. No hablamos demasiado, solo miramos las estrellas mientras el cigarro se consumía.

—¿No te sabe raro? —me preguntó ella.

Me encogí de hombros, dándole la última calada.

—Sabe como todos. Mal y fuerte.

—No, en serio. Huele —inhalamos las dos cerca del humo y nos miramos contrariadas—¿No te huele a hierba?

—Un poco sí.

Sonreímos y terminamos a carcajadas sobre el suelo. No creo que el cigarro llevara nada (aparte de toda la mierda que ya viene incluida de fábrica en él), pero el solo hecho de pensarlo nos sirvió para cogernos la coloqueta más curiosa de nuestra vida. Poco más pudimos estudiar aquella noche.

Tomamos café, té y nos comemos los dulces sentadas en el salón, acomodadas en el sofá y escuchando de fondo canciones antiguas de Alejandro Sanz. A Rocío le encanta y hoy le toca elegir a ella. Cada vez que estamos juntas en estas condiciones, una de nosotras decide qué música escuchar. Tu letra podré acariciar suena por el mini altavoz que he comprado de camino aquí.

—¿Qué tal son los vecinos? —Rocío deja la taza de té sobre el cristal y se sienta en la alfombra con las piernas cruzadas. Carol responde unos correos en el móvil que no pueden esperar.

—Mmm —hago una especie de ruidito con la boca y pierdo la mirada en el café, como si la espumita que sobresale por encima tuviera el secreto de la felicidad. Cuando las miro, tengo sus ojos sobre mí.

—¿Qué quieres decir? —la andaluza achina los ojos y me escruta—. ¿Algo reseñable que contar? ¡¿Un tío bueno en el edificio?!

—Nooo. —Niego, exagerando demasiado mi «no».

—¿Qué? ¿Nos mientes a la cara? —sigue presionándome.

—Carol, deja el teléfono y ayúdame sacarle la verdad a esta mentirosa.

—Vamos, déjala —mete el Smartphone dentro del bolso y le da un sorbo a su café—. Seguro que la media de edad supera los cincuenta.

Vuelvo a mirar hacia otro lado y Ro me da un guantazo en la pierna.

—Habla, mala mujer. Habla ahora o calla para siempre.

—Elijo callar —sentencio.

—¡Venga ya! Tienes un tío bueno en el edificio. ¿En qué planta? Para en ella todas las mañanas y espera a tener suerte a coincidir con él en el ascensor.

—No hace falta. Vive aquí al lado —señalo la pared detrás de mí.

—¿En serio? —Ro abre la boca de par en par y da unas palmaditas—. ¡Qué suerte! Es una señal. Debes tirártelo.

—Pero ¿qué dices? De eso nada, Ne. Tú céntrate en el trabajo y no te líes con un vecino. ¿Estás loca? Eso no te traería nada bueno.

—Unos polvos de escándalo, ¿te parece poco? —le contesta la otra.

—¡Si ni siquiera lo has visto! ¿Cómo puedes estar tan segura de eso?

Ro va a contestar y seguir con la discusión cuando yo hablo y las freno.

—Chicas, dejad de especular. Lo conozco. Es un viejo amigo.

Las dos giran sus cabezas hacia mí prestándome toda su atención.

—Es Pablo. Tú ya lo conoces, Carol. Y tú —señalo a Rocío— lo viste el otro día en el bar, el día que te peleaste por un par de zapatos.

—¿Ese tío de infarto es tu vecino? ¡Menuda suerte tienes! —apoya las manos en el suelo y se incorpora poniéndose de pie.

—¿A dónde vas? —le pregunto cuando ya casi ha desaparecido a través de la puerta de la terraza.

—Parece que no la conozcas. A ver si lo ve por alguna ventana.

Sonrío y cojo un trozo de dulce de leche. Lo saboreo con lentitud en mi paladar y la trago.

—¿Estás bien? —Carol me mira demasiado seria.

—Por supuesto que sí. ¿Por qué no debería estarlo?

—Nerea, soy tu mejor amiga. ¿Crees que puedes engañarme? —me acusa con el dedo. A veces me regaña como a sus hijos pequeños.

—Estoy bien, mami —bromeo, pero ella no se ríe. Cambio el semblante a uno mucho más serio para que me crea—. De verdad, estoy bien. Me gusta mi nueva casa, adoro mi trabajo y casi nunca me siento sola.

—Sabes que no lo estás, nos tienes a nosotras.

—Lo sé. Es solo que… —pienso en lo que me pasa y ni yo misma puedo describirlo con seguridad—. No te preocupes ¿vale? Pronto estaré bien y me podré reír de todo esto.

—Nada, no he tenido suerte. No lo veo —Rocío entra en el salón trayendo con ella un frío helador. Para fumar no sale al balcón, por un tío bueno se tiraría por él.

—Cierra la puerta, cariño. Si la dejas abierta, de nada sirve tener puesta la calefacción —Carol da un último sorbo a su café. Se levanta, recoge la mesa y lleva la bandeja a la cocina.

Las despido a eso de las nueve de la tarde, me cuesta convencer a Rocío de que no llame “por equivocación” al piso A y se haga la despistada esperando a Pablo, según sus propias palabras, enseñando carne; y les digo adiós mientras las veo desaparecer tras el ascensor. Estreno la bañera que ocupa la mayor parte del aseo de mi habitación con un baño que dura más de una hora. Me relajo sintiendo la calidez del agua masajear mi blanca y suave piel y un apacible estado de duermevela se apodera de mí. Me despierta el teléfono que suena a todo volumen en el salón. Ni trato de salir a cogerlo porque doy por hecho que no me va a dar tiempo. Así que me seco con cuidado, me rocío todo el cuerpo con una crema de melocotón que me regaló Carol en mi último cumpleaños, me seco el pelo con el secador lo suficiente para que no me gotee sobre la ropa, me pongo un pijama de algodón de un gris muy claro y camino descalza hasta mi teléfono para ver quién me llama un viernes por la noche a estas horas.

No podía ser otra persona. Le devuelvo la llamada.

—¿Qué pasa, Cris?

—Nada, hermanita. Me preguntaba si te apetecía venir a casa y ver una peli. Podías quedarte a dormir aquí y mañana nos vamos juntas a ver a mamá.

—Ya tengo el pijama puesto. —Decir esto deja poco lugar a la discusión. Cuando tienes el pijama puesto se entiende que nada te puede hacer cambiar de opinión. No cabe la opción de aceptar otro plan—. Pero no te preocupes, yo te recojo a eso de las doce. Llegaremos a buena hora para comer.

—¿Qué tal te va en tu nueva casa? —me pregunta. Y, creedme, puedo imaginarme su impertinente sonrisa. De manera automática, caigo en la cuenta de que la lista de mi hermana pequeña sabía quién iba a ser mi vecino, seguro. Me juego el cuello a que Cris estaba al tanto de que Pablo vivía en el décimo A. De ahí su sonrisilla traviesa cuando vio el edificio por primera vez y durante todo el traslado.

—¡Tú! Mala hermana. ¿Por qué no me dijiste que Pablo vivía en el piso de al lado?

—No caí —la imagino mirándose las uñas como si nada.

—Serás hija de satán… —siseo.

—¿Qué más da? Piensa que te vendrá bien tener cerca un hombre alto y fuerte por si… ¡tienes que cambiar las cortinas! O… yo que sé… Montar algún mueble —sigue, tomándome el pelo sin pudor.

—Deja de reírte de mí —me quejo.

—Vamos, Pablo es mi mejor amigo. Me quedo más tranquila si él está por ahí para cuidarte.

¿Cuidarme? Ella sí que está loca.

—Creo que no le caigo bien —barajo la opción.

—Qué va. Pablo es así… Un poco español… un poco inglés…

—¿Qué quieres decir con eso?

—Que es buena persona, Ne. No te preocupes.

Cuelgo después de hacerla partícipe de mis ganas de estrangularla por no haberme avisado antes de que Pablo Pablito Cara de Pito iba a ser mi vecino y quedamos para mañana pasar el día a las afueras de Madrid. No me apetece mucho contarle a mi madre la nueva situación, sin embargo, no puedo aplazarlo más, lo sé; pero me da un poco de miedo cómo se lo pueda tomar. Espero y deseo que no demasiado mal. El médico nos aconsejó que, por su problema de corazón, no debemos darle disgustos. Tendrá que entender que estoy bien, que separarme de Sebastian no está siendo tan malo como en un principio creí.

Troceo un poco de fruta sobre un plato, abro una botella de agua y ceno de pie en la cocina, viendo cómo la lluvia cae sobre la ciudad y las gotitas de agua ruedan por el cristal hasta estrellarse y unirse con las demás sobre el alfeizar de la ventana. Huele a invierno y no se escucha nada, solo la tormenta que avanza hacia nosotros. Soledad… qué buena compañera a veces.

Friego la vajilla y me tumbo sobre el sofá con un libro en la mano y una taza de leche caliente con miel en la otra, me molesta la garganta y confío en que el viejo remedio calme el dolor. Leo un par de páginas sumida en la semipenumbra que yo misma he creado, dejando encendida solo la lámpara pequeña de la mesita de mi lado. La historia me sorprende y me sumerjo en primera persona en una serie de asesinatos sin resolver, una llamada de aviso, los cuerpos putrefactos descubiertos de su enterramiento por una fuerte marea de agua que baja por la montaña provocada por unas fuertes lluvias… En ese momento suena el timbre de casa y pego tal respingo que casi doy con la cabeza en el techo (y son altos, de al menos cuatro metros) llevándome un susto de muerte. ¿Quién osa perturbar mi tranquilidad? Solo se me ocurre una persona que pueda llamar a estas horas a mi puerta, lo que se escapa a mi entendimiento es qué querrá.

Me arengo, en plan: «No pasa nada, sé educada, pero despáchalo rápido y sin compasión»; y camino hasta el hall con la firme convicción de que tiene que ser él, no me imagino a nadie más. Acabo de hablar con Cristina y mis amigas se marcharon hace escasas dos horas. Y ¿Sebastián? Imposible, ni siquiera sabe donde vivo.

Paro frente a la puerta y un pensamiento pasa, fugaz, por mi mente: me gustaría que fuera él, me decepcionaría que fuera otra persona.

Una luz roja comienza a parpadear en mi cerebro anunciando un sin fin de problemas difíciles de solucionar. No pasa nada, me repito, solo es Pablo, el amigo de Cristina, ese niño pesado, con ortodoncia y granos, que no me dejaba en paz. ¿Sabéis cuál es la diferencia? Que ahora, ese niño, se ha convertido en un jodido Dios.

Bilogía

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