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DIGNIDAD, DIVINO TESORO
Salgo de casa con lo puesto. Sin móvil, sin bolso, sin cartera y sin abrigo, pero con dignidad, la recojo del suelo del rellano justo antes de cerrar la última maldita puerta con todas mis fuerzas. A mediados de octubre, en Madrid, ya se nota el frío, sin embargo, yo no siento nada, sólo un pequeño hormigueo en los dedos de las manos y de los pies. Eso es lo único que me hace sentir que sigo viva. Miro al cielo y la lluvia comienza a mojarme la cara, las gotas se mezclan con mis lágrimas mientras me debato entre volver y rogarle de rodillas que hablemos, o salir corriendo de allí sin mirar atrás. Opto por lo segundo, y no porque esté segura de ello, sino porque no me queda otra opción. Algo me empuja lejos, muy lejos, algo que no sé reconocer. El destino, tal vez. Camino calle abajo sin saber muy bien dónde ir. No llevo dinero y el frío me cala hasta los huesos. Se me pasa por la mente refugiarme en la casa que durante tantos años fue mi hogar, pero no me apetece escuchar uno de los sermones de mi madre. Ya me la imagino llamándome loca descerebrada, que actuar por impulsos siempre me ha supuesto un problema y que no pienso las cosas. No, no las pienso y por eso me encuentro en esta desafortunada situación. Cruzo la calle sin mirar a los lados y me gano el gruñido de varios conductores que me echan de la calzada tocando el claxon, enfadados. Consigo llegar al otro lado sana y salva, al menos, mi cuerpo intacto lo hace, mi corazón… es otra historia. La gente me mira entre asustada y horrorizada. Sin duda, ven a una loca que corre sin rumbo, empapada, llorando, sin paraguas bajo un aguacero y con una fina camisa blanca que se transparenta dejando al descubierto hasta mi alma.
No recuerdo muy bien cómo llego a casa de Carol. Llamo al portero y, entre hipos y sollozos, le pido que abra, pero se lo piensa dos veces; ni yo misma me reconozco la voz, rasgada por el dolor. Subo en el ascensor, dejando un charco en el suelo y tiritando, hasta el cuarto piso. Abre la puerta y no pregunta qué ha pasado. Sólo me abraza, me mete dentro y me lleva al cuarto de baño a ayudarme a entrar en calor. Me desnuda en silencio, por el momento, ninguna de las dos tiene necesidad de decir nada, me deja bajo el chorro de agua caliente y me frota. Ella sabe muy bien lo que ha ocurrido. Por lo visto, mi matrimonio es la crónica de una muerte anunciada desde hace mucho tiempo. Todos se han dado cuenta menos yo, que no he querido hacerlo. Benditas vendas de ojos que no sirven para nada. Llevo meses negándome a mí misma que algo no va bien, siempre encuentro la excusa perfecta. «Sebastian trabaja mucho», «Sólo quiere lo mejor para los dos», «No puedo culparlo por querer crecer profesionalmente», me he dicho durante más tiempo del que me gustaría reconocer. Él siempre dice que lo hace para darnos la vida que merecemos, pero yo no llego a entenderlo del todo. De nada me sirve el dinero si no lo podemos disfrutar. Llevamos varios años sin hacer nada juntos. La última vez que viajamos solos, fue hace tres veranos, a la Rivera Maya. Lo sé, un destino muy recurrente para los europeos, Sebas nunca ha sido muy original. Desde entonces casi hacemos vidas separadas. Dormimos juntos, y, cuando digo dormir, quiero decir quedarnos en estado de reposo que consiste en la inacción o suspensión de los sentidos y de todo movimiento voluntario, (no lo digo yo, lo dice la RAE). Tampoco recuerdo muy bien la última vez que hicimos el amor. Un mete saca de vez en cuando para desfogarnos y casi nunca espera a que yo termine. Ni follar se puede llamar a lo que hacemos. Sin embargo, yo no lo he visto venir. Si fuera de otra forma, lo diría. Jamás hubiera imaginado lo que podía ocurrir.
Carol me saca de la bañera, me envuelve con una toalla que ha calentado previamente en el calefactor y me besa en la mejilla.
—¿Puedes vestirte sola? —me pregunta como a una niña pequeña. Asiento con la cabeza mientras los labios me tiemblan—. Voy a preparar a los niños y Andrés se los llevará a dar un paseo —acaricia mi cabello con delicadeza.
Sale del baño y me deja sola. Más sola de lo que me siento en estos momentos. Si es posible. Y eso que llevo así mucho tiempo, de esto me doy cuenta después. Sebastian y yo hace siglos que casi ni hablamos. Nos acostumbramos a estar acompañados, pero en soledad, nos refugiamos o nos excusamos con la cantidad excesiva de trabajo que ambos tenemos y dejó de parecernos raro que camináramos por la casa como si el otro no estuviera allí. Él empezó a viajar cada vez más y dejó de pasar muchas noches en casa.
Me siento en el inodoro y comienzo a llorar de nuevo. Tapo mi cara con las manos y me llamo, una y otra vez: «tonta de remate». A veces no veo las cosas venir ni aunque las tenga delante con un cartel de luces de neón anunciando su llegada. Me pasa de vez en cuando. «Nerea, despierta. Vives en las estrellas», me ha dicho siempre mi madre. Y lleva razón. No me explico la media de sobresaliente de mi expediente académico. Todos dijeron que me comería el mundo y no me ha ido del todo mal, tengo una de las mejores empresas de preparación de eventos de toda la ciudad, pero nunca he creído que me pasaría esto a mí. Es como esas cosas que escuchas que le ocurre a la gente, a una prima de una amiga de una amiga. No obstante, yo me casé para toda la vida. Veo a mis padres y quiero ser como ellos. Envejecer al lado de la persona que amas tiene que ser maravilloso y yo he amado locamente a Sebastian, (o amo, no lo sé). No puedo dejar de quererlo de la noche a la mañana. Ayer nos acostamos juntos, me abracé al hombre de mi vida y me dije que la mala racha pasaría, como muchas otras. Todas las parejas pasan por esto alguna vez, no nos hace especiales atravesar un mal momento en nuestra relación. Llevamos juntos diez años, no parece raro que, en un transcurso de tiempo tan largo, nos encontremos con problemas. Ya los hemos tenido antes y siempre los hemos superado.
Carol vuelve al cuarto de baño, en el que me ahogo, unos minutos después. Yo sigo sin vestir, pero ella no hace alusión a mi desgana, solo se agacha, me agarra de las manos y me levanta. Me pone las mallas negras y la sudadera que ha dejado doblada sobre el lavabo antes de marcharse y salimos al salón. Como siempre, repleto de juguetes. Tropiezo con un Capitán América y un Hulk de quince centímetros antes de llegar al sofá y conseguir sentarme. Espero a que traiga un par de tazas de café y admiro la inmensidad de la estancia. Un enorme salón de un gran piso situado en el barrio de Los Jerónimos, un lugar tranquilo, cerca del Retiro, rodeado de parques y zonas verdes para los niños, comprado después de reflexionar sobre el futuro. Su marido, Andrés, abogado de profesión, pronto la embelesó para tener dos niños, Raúl y Manel, de cuatro y dos años de edad. Carol, como experta pediatra, siempre ha sabido los problemas que dos bebés les acarrearían, pero desde el principio tuvo claro que los quería tener y pronto se pusieron a ello.
Yo vivo en Sol, en un piso céntrico totalmente reformado. Enorme, demasiado grande para nosotros dos, pero de eso tampoco me he dado cuenta hasta ahora. No hemos tenido hijos, en alguna ocasión hablamos de ello, pero a Sebastian le entra urticaria y a mí los siete males (todos a la vez), así que siempre lo hemos aplazado justo hasta disponer de suficiente tiempo para la tarea de criar un bebé (tiempo y ganas, no nos vamos a engañar).
Así que aquí estoy yo, llorando como una magdalena, sobre el sofá del sofisticado pero desordenado salón de una de mis mejores amigas a mis treinta y cuatro años sin saber qué hacer, por dónde tirar ni lo que va a ser de mi vida a partir de hoy.
—Ro llegará enseguida —me da el café humeante y agarro la taza temblando. Doy un sorbo y el líquido caldea mi cuerpo por dentro.
Rocío es mi otra mejor amiga, una andaluza un poco brusca que conocimos hace ya siete años en un curso de cocina. Carol y yo decidimos que sería buena idea aprender a cocinar y lo fue, a la par que divertido y práctico. Hasta ese momento lo único que sabíamos hacer era utilizar la freidora. La de fiambreras que descongelamos mientras estudiábamos en la universidad. Nos costó mucho trabajo sacar tiempo para asistir a esas clases, mi empresa empezaba a despegar y Carol ya pasaba más de doce horas diarias en el hospital, sin embargo, merecieron la pena. Rocío, actriz de profesión, nos cayó bien desde el primer día. Acababa de llegar a Madrid para estudiar un Máster de Teatro y Artes Escénicas y congeniamos enseguida. Nos hicimos inseparables. Dos años después conoció a Carlo, un chef italiano dueño del restaurante más famoso de toda la ciudad, Temaka, y, desde entontes, están juntos. Nunca se han casado «porque no se van a dejar llevar por lo que dicta una sociedad idiotizada y emborregada», pero se tratan como marido y mujer y eso es lo importante. Tienen sus propias normas y tiempos muertos, sin embargo, son una pareja feliz y se complementan a la perfección.
—¿Estás mejor?
Me encojo de hombros y cierro los ojos. No soy capaz de sumar dos más dos. No, no estoy mejor y no sé si algún día lo estaré. Decir que el futuro lo veo negro es un eufemismo en toda regla. No lo veo. Todo lo he imaginado a su lado. Con él. De dos en dos. Sebastian y yo. Así ha sido siempre y así tendría que ser.
Suena el timbre y Carol va a abrir. La escucho hablar desde donde me encuentro.
—¿Cómo está? —pregunta Rocío.
—No muy bien —contesta ella.
Tras una breve conversación de la que no he podido descifrar la mayor parte porque solo susurran, las veo aparecer en el salón y Ro viene a darme un abrazo que dura más de un minuto. Carol desaparece tras la puerta de la cocina y vuelve con una taza de té para nuestra amiga. Se la ofrece cuando me suelta y ella la coge con brío.
—Ni siquiera os he contado lo que ha pasado —suspiro.
—Te conocemos muy bien —dice Carol con condescendencia.
—Y lo llevamos esperando mucho tiempo —ataja Rocío. Ella siempre sincera y directa.
Agacho la cabeza y me toco la frente en un gesto inconsciente para taparme la cara. Me siento avergonzada y muy enfadada conmigo misma ¿Cómo es posible que todo el mundo haya visto que mi matrimonio murió hace mucho y yo no? No nos ha ido tan mal, ha habido días en los que he visto gestos en Sebastian que me hacen creer que todavía me ama. Me abraza alguna vez, me dice «te quiero» cuando me besa, me hace regalos de vez en cuando.
—Soy imbécil —musito para mí, pero mis amigas me oyen.
—No lo eres, solo estabas enamorada. El amor te ha estado cegando y no te ha dejado ver nada —contesta Carol.
—¿Tan evidente era? —levanto la cara y lo miro a los ojos.
Carol se sienta a mi lado, me coge la mano y la aprieta.
—Tu matrimonio no funciona desde hace mucho. Casi hacéis vidas separadas. Solo era cuestión de tiempo.
—Yo… lo quiero —una lágrima rueda por mi mejilla.
—Tú no lo quieres. Solo estás acostumbrada a él. Es cómodo tener a alguien a tu lado los domingos por la tarde.
—Sebastian ya ni pasaba los fines de semana en casa.
—Mejor me lo pones —suena el teléfono fijo y Carol se levanta—. Tengo que cogerlo, pueden ser Andrés y los niños —descuelga y se pierde hablando por el pasillo que va a las habitaciones.
¿A eso ha quedado reducido mi matrimonio? ¿En eso se ha basado más tiempo que menos? ¿En comodidad? Me estremezco.
No. Yo lo quiero.
Miro a Ro y me asusto. No sé si deseo escucharla hablar porque no mide el daño que pueden causar sus palabras y yo en estos momentos no estoy segura de poder soportar su cruel sinceridad.
—No has dicho gran cosa —me atrevo.
—Sebastian nunca me ha caído muy bien. Ya lo sabes. Tú te mereces mucho más. Un hombre que pelee cada día por ti, que bese el suelo que pisas y que te folle como si fuera a terminar el mundo mañana. El picha floja ese se puede ir al carajo y ojalá lo funda la lava de un volcán. Lo siento, pero me alegro de que esto haya ocurrido. Crees que es lo mejor que has tenido porque es lo único —enfatiza esto último— que has tenido. Cuando conozcas lo que te estás perdiendo, cambiarás de opinión. Hay todo un mundo ahí fuera, experiencias y hombres maravillosos que matarían por ti, pero que aún no lo saben. A mí tampoco me engañas, tú hace mucho que dejaste de quererlo, lo que tienes es pánico a estar sola. Y, en mi opinión, es lo que necesitas. Me alegro que hayas dejado a ese cabrón.
—Yo diría que me ha dejado él —un dolor agudo me cruza el pecho mientras lo digo.
—Lo habéis dejado los dos. Conozco a tu marido. Es un cobarde, no se habría atrevido a hacerlo si tú no se lo hubieras puesto en bandeja. —Me mira fijamente con sus ojos marrones y se retira la melena castaña de la cara. Qué sabia ha sido siempre Ro. Lleva razón. Sebastian y yo nos levantamos ese domingo como otro fin de semana más, dispuestos a no hacer nada. Yo suelo pasar el día leyendo y él en el despacho de casa ensimismado en millones de documentos absurdos que no dicen nada. Así transcurre el día libre que permanecemos en casa, muy pocos por cierto. Empezamos a discutir por la temperatura de la calefacción y una cosa lleva a otra y a otra. Que si no hay quien te aguante, que si eres insoportable, no eres la persona de la que me enamoré, no te conozco, yo a ti tampoco, no sé qué hacemos juntos, eso mismo me pregunto yo… y bla bla bla.
—Pero yo lo quiero… nunca pensé que terminaríamos así.
—Así, ¿cómo, cada uno por su lado? No hay otra forma de terminar.
De nuevo lleva razón. Cortar por lo sano es lo mejor. Darle más vueltas a lo mismo no me va a llevar a ningún sitio nuevo. Pero se me hace difícil aceptar que algo tan bonito y duradero haya terminado. Llevamos diez años juntos, la tercera parte de mi vida la he pasado junto a él. Y todo no ha sido malo, al contrario. Los primeros años de nuestra relación fueron maravillosos. Dicen que el enamoramiento (las mariposas en el estómago) solo dura tres meses, yo puedo asegurar que a nosotros nos ha durado muchos más. Nuestra boda fue de ensueño. Por lo civil en el patio de un lujoso hotel. Rodeados de nuestras familias, amigos y un millón de rosas rojas y luces pequeñitas que le daban al lugar un halo de romanticismo que a cualquiera pone los pelos de punta y te invita a soñar. Yo lo hice. Soñé con una vida llena de dicha a su lado. Con varios niños correteando por nuestro salón, sonrisas de comprensión y mucho sexo pervertido sobre cualquier superficie. Entre nosotros siempre ha existido una conexión especial. Lo conocí en la biblioteca de nuestra facultad, los dos estudiamos un Master en Dirección de Empresas y pasamos horas en ese lugar. Estuvimos mirándonos y sonriéndonos entre pupitres y apuntes durante más de dos semanas. Uno de esos días me dijo que si salía con él me invitaría a un café y así fue. Salí, nos bebimos un café solo cada uno y hasta el día de hoy. Día en que toda la vida que hemos construido juntos ha desaparecido en compañía de las ilusiones y proyectos que yo aún recuerdo en mi mente.
—Me pareces increíble —me dijo.
—¿Por qué?
—Porque podrías cambiar el mundo si te lo propusieses —Así me ha visto siempre Sebastian. ¿Qué ha cambiado tanto para que la última vez que me ha mirado lo haya hecho con pena y asco?
—Lo sé, pero no es fácil, son muchos años…
—No te digo que vaya a ser un camino de rosas, pero dentro de unos meses lo superarás y tu vida habrá cambiado para mejor.
¿Cuántos meses? ¿Cuánto tiempo necesitaré para pasar página, olvidar al único hombre del que me he enamorado y volver a ser feliz? No estoy muy segura siquiera de poder lograrlo, pensar en el tiempo que tardaré en conseguirlo es decir demasiado.
—Tengo un amigo psicólogo que puede ayudarte. Podría hablar con él…
—No necesito un loquero —contesto a la defensiva. No estoy enfadada, pero controlo a duras penas mis nervios y, que insinúe que contarle a alguien mis penas solucionará mis problemas, me encabrona bastante. Yo lo que necesito es a Sebas a mi lado. Dándome un beso y diciéndome que todo va a salir bien. Estoy tan acostumbrada a él, a su apoyo y al tono de su voz, que solo con escucharlo me ha tranquilizado siempre. Me cruza por la mente llamarlo y suplicarle que nos demos otra oportunidad.
—Ir a un psicólogo no significa que estés loca. No te digo que vayas mañana. Solo piénsatelo y, si lo necesitas, me lo dices.
—De acuerdo —murmuro, mientras le doy otro sorbo a mi taza de café.
—Andrés comerá con los niños en casa de sus padres. No volverá hasta la hora de merendar —nos informa Carol mientras se acerca a nosotras y se sienta a mi lado.
—¿Vas a contarnos qué ha ocurrido?
Buena pregunta. Ni yo misma tengo claro cómo hemos llegado a esto tras una breve discusión sobre la calefacción de nuestra casa. Les explico por encima la pelea y que no entiendo la razón por la que hemos terminado gritándonos que queríamos el divorcio.
—Él sale perdiendo, no va a encontrar a otra como tú —Carol me mira comprensiva.
—Desde luego, nadie lo va a aguantar tanto tiempo —sentencia Ro desde el otro lado del sofá.
¿Eso es lo que yo he estado haciendo los últimos dos años? ¿Aguantar? Trabajo-casa, casa-trabajo. Es lo que he hecho. Nada de conversaciones banales sobre la cama, nada de besos apasionados, nada de miradas cómplices. Hemos estado compartiendo piso y pagando facturas a medias. Eso es lo que Sebastian y yo hemos hecho últimamente.
—¿Es definitivo? —pregunta Carol.
—Supongo que sí… él parece tenerlo muy claro.
—Seguro que tiene a otra.
Esto último, escuchado de la boca de Ro, me cae como un jarro de agua fría. No lo he pensado hasta ahora. No lo creo capaz. No me lo imagino escondiéndome algo así, lo veo soso hasta para eso. Si no tiene fuerzas ni ganas de acostarse conmigo todos los días, ¿la va a tener para acostarse con otra? ¿O tal vez esa es la razón por la que ya no lo hacía conmigo tan a menudo? ¿Porque se folla a otra que lo deja bien servido? Sebastian nunca ha sido muy fogoso. No es de esos hombres que no pueden pasar tres días sin meterla en caliente. Sabe follar (o eso he pensado siempre), pero no le hace falta hacerlo cada veinticuatro horas.
—No digas eso —le reprocha la otra—. No sabemos qué ha pasado. Lo vuestro no iba bien desde hacía mucho. El desgaste y la monotonía termina con todo.
—Estoy muy enfadada. No entiendo por qué me ha dejado ir de casa sin luchar. Creí que él también me quería —pensé en voz alta.
—Nunca ha luchado por ti, no entiendo por qué tendría que hacerlo ahora —Ro vuelve a clavarme una estaca en el corazón con su comentario—. No me mires así —le dice a Carol, ante la mirada de reproche de ésta—, llevo razón —se centra ahora en mí—. Siempre has sido demasiado buena con él, nunca ha tenido que pelear por nada. Se lo has puesto todo en bandeja, le has hecho la vida muy fácil, eso es así.
Y vuelve a llevar razón. Durante los diez años que ha durado nuestra relación, yo siempre he estado pendiente de él. De su comodidad, que no le falte nada, pero en todo momento lo he sentido recíproco, al menos al principio. El final de nuestra historia, ni ha sido historia ni nuestra. Ha sido de él y de mí. Cada vez más separados por el abismo que se ha abierto entre nosotros.
—Mira el lado bueno, no tenéis hijos. No tendrás que volver a tener nada que ver con él.
Y eso me duele mucho más. Quiero seguir formando parte de su vida. Él ha sido la mía. ¿Cómo voy a sacarlo de ella así, por las buenas? Si Sebas ha sido el eje que lo ha sostenido todo. Mi otro yo. Mi otra mitad. El estabilizador de desastres. La solución a casi todos mis problemas.
—Siento disentir, pero no estoy de acuerdo. Creo que si me separara, mis hijos me ayudarían a superarlo. No sois madres y no me entenderéis… cuando tienes un hijo… no vuelves a sentirte sola. No te da tiempo.
Sé que Carol dice eso porque lo siente, sin embargo, solo sirve para hundirme un poco más. En realidad nada de lo que diga me podrá ayudar en estos momentos. Nosotros no hemos tenido hijos. No ha estado entre mis prioridades y, aunque el futuro no me lo imagino sin niños correteando por la casa, siempre los he aplazado. Mi marido nunca me ha presionado sobre el tema.
Ro le da una patada por debajo de la mesa y la otra se queja. Sus intenciones son buenas, solo pretenden ayudarme a soportar lo que me está pasando y a superarlo cuanto antes. Sin embargo, yo sé que no será fácil olvidarme de todo y comenzar de nuevo.
—¿Qué vais a hacer con la casa?
¿Qué? Levanto la cabeza y la miro. No he pensado en eso todavía. Hace tres horas me encontraba “felizmente” casada y ahora… no. Porque aunque legalmente sigo siendo la mujer de Sebastian Brown, está claro que ya no lo soy. Un papel no convierte a nadie en tu marido, si él no quiere serlo, no lo es. Lo demás, burocracia que arreglar y en la que gastarte mucho dinero. Y esa certeza me da mucho vértigo. Me tiro de espaldas y cierro los ojos. Veo a mis amigas discutir entre susurros echándose las culpas una a la otra sobre no saber manejar la situación.
—¿Qué voy a hacer ahora? —pregunto, perdida.
—Vivir —responden las dos al unísono y sin ningún tipo de dudas.
Dudas… al menos mis amigas no las tienen. Yo floto a la deriva en un inmenso océano de ellas.