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FIN DE AÑO DE DÍA: RARO
El domingo, Cristina y yo nos tomamos el café en la cocina a eso de las once de la mañana. Ella con un inmenso dolor de cuello, yo con un gran dolor de cabeza (y más caliente que el pico de una plancha. En serio, llevo toda la noche besando a Pablo en sueños y… otras cosas que me niego a reconocer). Trasnochar no le viene bien a mi jaqueca y una punzada de dolor me pincha la sien. Me tomo una pastilla mientras Cris me cuenta que perdió las llaves de su piso y que el casero pasa las vacaciones fuera del país y que yo soy la única persona que tiene llave de su casa. Total, que como yo no le cogía el teléfono ni le contestaba a los mensajes, se vino rezando a su dios Jean Clean Van Damme, encontrarme en casa. Por supuesto, no lo hizo, así que esperó a que alguien saliera del edificio para colarse y esperar en el rellano.
—¿Por qué no llamaste a una amiga? —Cojo una galleta y le doy un mordisco.
—Se han ido de fin de semana —se masajea la zona dolorida.
—Y ¿por qué no avisaste a Pablo?
—Porque es gilipollas y no nos hablamos —se lleva la humeante taza a los labios.
—¿Y eso? —pregunto pensando que yo tampoco le hablaré jamás. Me niego, qué vergüenza. Me mudaré de piso si es necesario. Qué penita, con lo cuqui y precioso que luce y el trabajo que me ha costado encontrarlo.
—Se mete donde no lo llaman. No lo aguanto cuando hace eso.
A mí me lo vas a decir, ese malnacido me metió la lengua hasta la garganta sin que yo se lo pidiera. Valeeee, se lo demandé a gritos.
Deja el vaso en el fregadero y abre el armario donde guardo los paquetes de patatas. Coge uno lo rasga y se lleva unas cuantas a la boca.
—Puafff, qué asco. Odio que hagas eso —achino los ojos y frunzo el ceño.
—Me gusta la mezcla del sabor dulce y salado —la cierra con una pinza que coge de la encimera y la deja donde estaba—. Me voy. Tengo que hacer una copia de la llave.
—Hoy no encontrarás nada abierto.
—Pues me llevo la tuya, ya te la devolveré otro día.
—Quédate aquí hoy. Hace tiempo que no pasamos el día juntas.
—Vale, pero comemos fuera. Déjame algo de ropa.
—De eso nada. Pide comida si quieres, pero no puedo salir. Hoy toca limpieza —salgo de la cocina y ella lo hace detrás.
—¿Y pretendes que yo te ayude? —Se tira sobre el sofá y comienza a cambiar de canal compulsivamente.
—Mientras no molestes, haz lo que te dé la gana. No tardaré mucho.
Me entretengo recogiendo el piso y ordenándolo todo para poder sentarme con ella a charlar. A las cinco de la tarde me harto de escucharla lloriquear y decido obligarla a que haga las cosas bien.
—Cris, levanta.
—¿Para qué? Ya lo has recogido todo. Espera, no. Creo que debajo de la mesa hay una pelusilla —bromea sin gracia y yo le respondo con una mueca muy apática.
—Ve a ver a tu amigo, anda. Anoche me dijo que necesitaba hablar contigo. Estoy segura de que a él tampoco le gusta esta situación.
—Me importa una mierda lo que ese gilipollas necesite; y tú ¿estuviste con él anoche? Os estáis haciendo muy amiguitos, ¿no?
—Coincidimos en el Bogga y nos vinimos juntos a casa. Resulta que es mi vecino —ironizo (y olvido que su miembro rozaba, muy erecto, mis partes íntimas mientras nos devorábamos y él me agarraba del culo). Qué calor. Resoplo hacia arriba.
—Paso. No quiero saber nada más de él. ¡Nunca! —dramatiza mirando la televisión e ignorándome a mí y a mi careto.
La ignoro, a ella y a de su bajón-depresión pos resaca y vuelvo a mi habitación a ahogarme en papeles. Me gustaría resolver el tema administrativo antes que termine el año y para que eso ocurra solo quedan unos días. Si Cris no está dispuesta a poner de su parte, yo aprovecharé la tarde en otros quehaceres.
Recibo mensajes de las chicas preguntando qué ocurrió anoche. Las tranquilizo haciéndoles saber que no pasó nada de nada (me ahorro los detalles y las razones que me frenaron a cometer una locura) y hablamos por WhatsApp durante un rato, hasta que Carol se despide porque tiene que bañar a los niños (en el saco incluye a Andrés); y Rocío debe vestirse para salir a cenar con Carlo. Dejo el móvil sobre la peana para que se cargue, sin embargo, vuelvo a cogerlo al escuchar un mensaje.
555460077: «¿Estás en casa? ¿Podemos
hablar un momento?» 20:09
Yo: «¿Quién eres?» 20:10 ✓✓
555460077: «Pablo» 20:10
Yo: «¿Quién te ha dado mi número?» 20:11 ✓✓
555460077: «Se lo quité a Cristina de su móvil» 20:12 .
Él siempre tan honesto.
Yo: «Pero, ¿cómo te atreves?» 20:16 ✓✓.
Me quedo bastante asombrada y tardo unos minutos en contestar. De camino guardo el número para no volver a cogerlo nunca.
Pablito Cara de Pito (utilizo el apodo
que le puse de pequeño para tratar
de aliviar el cabreo que tengo. Con él y
conmigo): «Venga, no te enfades. Los dos
sabemos que tarde o temprano me lo
ibas a dar» 20:19
Será creído. Decido obviar lo que ha dicho (y a todo él) y le hablo de Cristina.
Yo: «Tu Pétalo está depresiva ocupando todo mi sofá porque ya no sois amiguitos» 20:20 ✓✓
A las ocho y media me doy cuenta de que no va a contestar. Mis sospechas se confirman al escuchar el timbre de la puerta. Me hago la remolona y espero a que Cristina se levante y abra. Unos minutos después me veo obligada a salir al salón y parar la pelea que se traen mi hermana y sumejoramigo-vecinotiobuenoquecasimetiro. Las voces deben escucharse desde la calle, diez pisos más abajo.
—¿Puedes decirme en qué te basas para asegurar eso si solo lo conoces de unas horas? —Cristina mueve las manos, descontrolada.
—Ese tío solo quiere acostarse contigo. ¡No entiendo por qué estás tan ciega!
—Que tú seas alérgico a las relaciones, no significa que todos los tíos lo sean —contesta Cristina y a Pablo le cambia la cara.
—Yo no soy alérgico a nada. Ese niñato solo quiere pasar el rato. Si tú estás de acuerdo, me parece perfecto. Pero te conozco y sé que te gusta mucho…
—Pero, ¿tú qué sabrás? —lo corta—. Si no reconoces el amor aunque lo tengas delante. Dejaste a Brittany y ni siquiera…
—Ella no tiene nada que ver —se mete los dedos entre el cabello. Cierra los ojos y coge aire. Me siento fuera de lugar, pero no hago nada para remediarlo, solo me quedo allí, escondida al cobijo de la oscuridad que me concede el pasillo—. Pétalo, solo quiero lo mejor para ti.
—Pues no te metas —le pide en un tono bastante beligerante.
—No quiero que te hagan daño —la mira, tratando de calmarse. Se masajea la sien y pone un brazo en jarra—. Y no quiero tener que partirle la cara.
—¿Te crees muy machito? ¡No necesito que te pelees por mí!
—¡Joder! ¡No conozco a nadie más cabezona que tú! —vocifera.
—Yo sí. ¡Tú! —lo señala con el dedo.
Viendo que la situación va a peor y que no tiene visos de mejorar, decido meterme donde no me llaman y arriesgarme a salir bien escaldada. Doy un par de pasos y entro en el salón; ninguno de los dos miran en mi dirección y siguen gritándose como si no hubiera un mañana.
—Chicos —los llamo, calmada—. Chicos —vuelvo a intentarlo—. ¡Chicos! —grito, de pie entre los dos—. ¿Queréis dejar de gritar? —me miran y, después de mucho tiempo, reina el silencio.
—¡No te metas tú tampoco! —lo rompe Cris, dirigiéndose a mí.
—Estáis peleándoos en el salón de mi casa. Si queréis seguir haciéndolo, os ruego que salgáis de aquí —les pido a los dos.
—Joder, lo siento —Pablo deja caer los brazos junto a sus costados y cambia el peso de un pie a otro.
—¿Con cuál de las dos estás hablando? —pregunta Cristina, levantando el mentón sin izar la bandera blanca.
—Con las dos. —Coge aire—. Nerea, siento el festival que hemos montado. No tenía derecho a entrar en tu casa y ponerme a pegar voces —se disculpa, sincero—. Pétalo —se dirige ahora a ella—. Llevas razón, tengo que confiar más en ti y en tu criterio.
—Y no tratarme como si fueras mi padre —apunta, listilla, y se cruza de brazos.
—Vale, y eso. —Su amigo sonríe de medio lado—.Vamos, ven. Dame un abrazo.
—No quiero —mira hacia otro sitio.
—Pero yo sí. ¿Vas a dejarme así? —Pablo abre un poco los brazos y pone cara de cachorrillo abandonado. A punto estoy de ir yo y entregarle mi cuerpo desnudo como ofrenda… digo, y abrazarlo; cuando Cristina salta sobre él y lo envuelve con todo su cuerpo: piernas y brazos.
Les dejo intimidad para que lleven a cabo la reconciliación y me meto en mi dormitorio a recoger toda la documentación para dejarla mañana en la gestoría. Cris me llama para cenar y, aunque trato de disculparme y quedarme escondida, no me queda más remedio que salir y enfrentarme a Pablo (con sudadera, despeinado, vaqueros muy rotos, zapatillas de deportes y las mejillas sonrosadas de la calefacción). Ya me imaginaba que mi hermana lo invitaría a cenar y que no lo iba a dejar rechazar la oferta, así que trago para humedecer mi garganta y saco mi parte valiente y sinvergüenza a pasear. Entre los dos han preparado un poco de comida mexicana: burritos, tacos y guacamole. Comemos sentados sobre la alfombra, viendo una película de ciencia ficción y alabando la perfección de los efectos especiales a pesar de que el film tenga más de quince años.
En cuanto recogemos la mesa me voy a la cama y me acuesto. Aún no sé qué quería hablar Pablo conmigo, pero seguro que no me interesa lo más mínimo. Lo de ayer mejor olvidarlo, como si no hubiera existido. Ellos se quedan en el salón; Pablo sentado en el sofá y Cris con las piernas sobre su regazo.
El lunes entro en la oficina pisando fuerte. Me encanta no tener que coger el coche para venir a trabajar, solo necesito caminar durante unos quince minutos y listo. Compro tres cafés por el camino y nos los tomamos en mi despacho mientras ultimamos detalles de la fiesta de fin de año de un grupo de música. Mía revisa la lista de invitados, Joel la decoración y yo el catering. Un DJ muy famoso pinchará durante toda la noche, varios bailarines e, incluso, un mago amenizarán la velada. Llaman al teléfono de Mía y ésta va a contestar. Unos segundos más tarde viene a avisarnos de que dentro de media hora tenemos reunión con Elena Márquez, la modelo que se casará la próxima primavera con uno de los solteros de oro de esta ciudad.
—Queen, ¿a qué hora hay que estar en la fiesta?
—No hace falta que vengas. Ya te encargaste tú de la de Nochebuena. Para Nochevieja trabajaré yo.
—Pero a mí no me importa. Es más, me encantaría conocer de cerca a esos hombretones —se lleva las manos al pecho y cierra los ojos.
—Como quieras. Ese mismo día lo vamos viendo sobre la marcha.
La semana pasa casi sin darme cuenta. El lunes llego a casa cruzando el rellano como el ninja más sigiloso, utilizando todas las tácticas habidas y por haber sobre el escapismo para lograr mi objetivo: no encontrarme con Pablo (nunca más, puestos a pedir). El martes hago lo mismo, pero con más experiencia (me quito los tacones y voy preparada con las llaves en la mano) y cabreada (porque tampoco me ha telefoneado). El miércoles me llama, sin embargo, no contesto. ¿Por qué? Cosas de mi bipolaridad, que se pregunta, con razón, por qué ha tardado tres días en hacerlo. Si quisiera hablar conmigo, solo tendría que llamar a mi puerta. Vivo en la casa de al lado. Vamos, digo yo. El jueves el que me llama es Sebastian y no sé decir si me alegra o me da coraje. Al escuchar sonar el teléfono pensé que podría ser Pablo y, al comprobar la equivocación, me llevo una pequeña decepción. Mi marido me invita a comer y acepto no muy encantada. Me incomoda. No sé muy bien cómo explicar lo que siento, ha sido mi otra mitad durante tanto tiempo que me resulta imposible verlo de otra forma. Mi cuerpo reacciona de una manera muy natural con él y yo trato de evitar esos impulsos. Aún lo quiero, no lo puedo negar y ya me resulta difícil hacerme a la idea de vivir sin él no teniéndolo cerca. Me da miedo pensar que ha rehecho su vida, me da pánico darme cuenta que me ha olvidado. ¿Soy rara? Porque bien pensado yo no quiero volver con él, ahora mismo no, pero descubrir que eres fácil de olvidar no gusta a nadie. Vale, esto ha sonado muy egoísta. Me gustaría que fuera feliz, que los dos lo fuéramos, pero no estoy preparada para pasar página, no tan pronto.
A Joel le cambia la cara cuando le digo con quien voy a almorzar (ahora parece un espárrago mojado. Recordad que tiene el pelo verde), no le gusta verme sufrir y sabe que quedar con Sebatian puede afectar mucho a mi estado de ánimo. Aún así, me entiende y me apoya. Lo despido en la puerta de nuestra oficina y quedo en recogerlo a las ocho para dirigirnos a La Finca.
Entro en el restaurante bastante nerviosa, lo vi hace una semana en la cena de Nochebuena y desde entonces no hemos vuelto a hablar. Se levanta como un caballero cuando me ve acercarme a la mesa donde me espera.
—Hola —me da un corto beso en la mejilla y retira mi silla para que me siente frente a él.
—Hola —dejo el abrigo colgado en el respaldo junto con el bolso. Después, tomo asiento.
—Estás preciosa.
—Gracias.
Durante unos segundos ninguno de los dos dice nada.
—Nerea… verás. Te he llamado porque me apetecía verte, pero…
—Vaya, te hubiera quedado mejor sin ningún pero.
—No quiero discutir, de verdad. Sabes que te echo de menos, la casa sin ti se me hace demasiado grande. Sin embargo, necesito pedirte un favor.
Me cabrea. Aún no hemos pedido la comida y me viene con esas. No es que me haya hecho ilusiones con su llamada, tengo muy claro lo que hay entre nosotros dos ahora mismo, pero pensaba que le pasaba lo mismo que a mí, como poco, sentirse perdido. Aún así, lo entiendo. Si yo necesitara algo, la primera persona que se me vendría a la cabeza sería él, me he llevado diez años teniéndolo para todo, así que no puedo culparlo de que me pida a mí un favor.
—¿Te ocurre algo? ¿Estás bien?
—Si si. Tranquila, todo está bien. Es solo que… Mis padres vienen a pasar el fin de semana, ya sabes… hace tiempo que no viajan; y no les he dicho nada de nuestra separación. No quiero preocuparlos hasta asegurarme si nuestra ruptura es definitiva o no. Ellos son muy antiguos y lo pasarían fatal con el divorcio de su único hijo.
—¿Y qué quieres que haga yo?
—Que vuelvas a casa esos días.
—¿Qué? ¿Estás loco?
—No te lo pediría si no fuera importante.
—Sebas, no puedes pedirme eso. Me está costando horrores acostumbrarme a estar sin ti. No puedo.
—Nerea —me agarra una mano con las suyas y me acaricia—. Solo serán dos noches. Dormiré en el suelo, pero, por favor… —me mira agachando el semblante.
—No te pediré nada más —sigue.
—Estás siendo un poco injusto…
—Lo sé —agacha el rostro, avergonzado.
Cierro los ojos y resoplo. No me parece una buena idea, ni a mí ni a mi salud mental. De cualquier forma, acepto. ¿Qué otra cosa podría hacer? Es mi marido y, aunque mis suegros y yo nunca hemos conectado del todo, no quiero hacerles daño. Yo elegí cuándo decírselo a mis padres, no soy nadie para imponérselo a él.
—Esta bien —claudico, sabiendo que me arrepentiré.
Nos despedimos en la puerta, incómodos, sin saber muy bien qué hacer o cómo actuar. Cuesta asimilar que no encuentras la manera de decirle adiós a alguien que hasta hace no mucho fue tu mitad. Lo veo acercarse a mí y abro los brazos para recibirlo; acomodo la cara en su hombro y respiro fuerte, llevando su fragancia donde antes acostumbraba a estar, muy dentro de mí.
—Gracias —musita junto a mi oído. Me da un beso en la mejilla antes de apartarse. Nos veremos dentro de unos días, cuando el telón se levante y tengamos que fingir que aún nos tenemos, porque que nos queremos no tenemos que disimularlo ¿no?
El último día de este año tan raro no ha empezado bien, pero importa más como termina y yo confío en que mejore conforme el sol desaparece tras el horizonte. Vuelvo a la oficina mirándome los pies, cada paso que doy me separa más de él, no obstante, me acerca más a mi nueva vida, esa a la que cada vez le tengo más cariño. Recojo mi agenda y block de notas, las dos cosas me harán falta después. Hoy se celebra una gran fiesta de fin de año en una de las mansiones del exclusivísimo complejo residencial de La Finca y nada puede salir mal. A las seis me voy a casa, me arreglo el pelo y visto mis mejores galas. Recojo a Joel a las ocho en la puerta de su piso. Va perfectamente ataviado con un moderno traje de pantalón y chaqueta de dos botones verde botella, pajarita negra sobre una camisa blanca y zapatos burdeos que contrastan con su color de pelo. Ultimamos detalles en el coche, mientras yo calculo las botellas de cava que debemos enfriar según los asistentes, él me recuerda lo buenos que están los componentes del grupo y me da las gracias por dejarlo trabajar en Nochevieja. A quien se lo cuente no se lo creería. Suena raro, pero se moría por socializar con esos «súper mens». Así que me río de él y de sus ocurrencias.
—Queen, hoy sí que pareces una auténtica diva. ¿De quién es el modelito? —me pregunta, a la vez que busca fotos de los miembros del grupo en Google.
—Pues no sé, me lo regaló Cristina para mi cumpleaños.
—Tu hermana tiene muy buen gusto. Tendría que quedar más con ella. —Si le digo que hay una alta probabilidad de que sea de mercadillo, le da un patatús y el color de pelo le cambia a blanco. Le da alergia hasta acercarse a menos de un kilómetro al Rastro.
De repente da un grito y se lleva una mano al pecho. Me asusto y doy un pequeño frenazo.
—Virgencita de los Ángeles, ¿pretendes que nos matemos? —me mira, asustado—. Me vas a despeinar el flequillo —abre el parasol y comprueba en el espejo que no se le ha movido un pelo.
—La culpa es tuya. ¿Qué ha sido ese chillido?
—The Fox’s Lair, reina. Esos tíos no son normales, parecen salidos de otro mundo. El world de los tíos súper buenorros. Y el vocalista… ¿será gay? —se queda en silencio y lo miro de reojo. Mantiene toda su atención sobre la pantalla del móvil.
—Deja de babear ante el cristal, los vas a ver ahora en carne y hueso. Pero, por favor, controla tus impulsos. Si saltas sobre alguno de ellos, me muero. —Viendo que pasa de mí, pregunto—. ¿Qué haces ahora?
—Estoy buscando información —teclea de nuevo—. Parece que es hetero. ¡Fuck! —se toca el cabello y lo peina hacia atrás—. Bueno, ya lo veremos. La prensa a veces se equivoca…
—Pero, ¿qué dices?
—Nada. Mira, debe ser por ahí —señala la salida de la autopista.
Llegamos a la urbanización y un elenco de medidas de seguridad se superponen unas a otras. Una doble valla muy alta rodea el descomunal perímetro. Paramos en una de las puertas y dos guardias de seguridad salen de una garita y nos someten al tercer grado, además de pedirnos el DNI, informarnos de que estamos siendo grabados y llamar a la residencia a la que vamos para asegurarse de que estamos invitados y no nos colamos como dos ladrones con mucho gusto y elegantemente vestidos. Conducimos por las calles desiertas, rodeadas de zonas verdes, lagos y parques donde pasar el rato parece todo un placer. Una persona nos espera delante de una gran puerta de hierro, que se abre conforme la cruzamos sin bajar del coche. La gran casa impresiona. De mármol blanco, unos dos mil metros construidos, dos plantas, las paredes de la de abajo son todas de cristal dejando ver lo que hay dentro. Todo iluminado de una forma exquisita. Una piscina rectangular delante de la casa y un jacuzzi en el lateral derecho. Pierdo la cuenta de los metros que debe tener la parcela.
—Amore, hemos muerto y resucitado en el paraíso.