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FIESTA DE IDA, RESACÓN DE VUELTA
Cristina se bebe su cuarto chupito de tequila a eso de las tres de la mañana. Hora en que me doy cuenta de que Pablo no va a venir. Jugamos a algo parecido al Juego de la Oca, pero sin patos de por medio y sí con mucho alcohol. Bueno, ellos juegan, yo miro cómo se emborrachan con una Coca Cola en la mano. Tiene su gracia ver cómo otros pierden los papeles poco a poco mientras tú eres consciente de todas las tonterías que están dispuestos a hacer. La reunión que Cris prometía íntima, se ha convertido en casi una convención. (Vale, soy un poco exagerada). Cuento once personas en el pequeño salón, todas ellas sentadas en el suelo alrededor del juego en cuestión. Cristina, sus amigas: Laura, Carmen y Lola; Lucas, cuatro amigos de este y dos muchachos de unos veinte años de edad que parecen que se han equivocado de fiesta, por lo visto, follaamigos de Carmen y Lola. Uno de ellos se me acerca y se acomoda en el sofá a mi lado. Intenta entablar conversación, sin embargo, la lengua se le traba varias veces denotando su alto estado de embriaguez. Le pregunto por lo años que tiene y me responde, muy orgulloso, que el próximo enero cumple veintitrés; me dan ganas de darle un mini punto por ello. Casi me río en su cara cuando sigue con la típica frase «¿Estudias o trabajas?». ¿Tengo pinta de colegiala? De alguna forma me halaga, así que decido no insultarle de ninguna manera y contestarle cordialmente, como la mujer educada que soy.
—Trabajo.
—Y ¿a qué te dedicas?
Pobrecito, me da pena. Lo de ligar no se le da muy bien. No es que yo sea una experta en el tema, no obstante, lo hace mucho peor que yo.
—Soy maestra. De… lengua —me invento. No deseo contarle mi vida.
Tuerce la boca en una sonrisa y responde:
—¿En serio? Podrías darme unas clases prácticas… —saca la lengua haciendo un gesto muy obsceno que no voy a describir. Ahora más que pena, me da mucho asco. Me levanto del sillón y me escondo en la cocina. Recojo un poco el piso mientras ellos siguen riendo esparcidos sobre el suelo.
Tiro un par de litronas a la basura y escucho sonar el timbre de la puerta. Viendo que nadie se levanta para abrir, voy yo y lo hago. Un increíble Pablo, con el pelo alborotado y abriéndose la cremallera de la chaqueta de cuero me saluda con una sonrisa perfecta.
—¿Llego muy tarde? —me pregunta, alegre.
—Depende para qué.
—Para drogarte y enrollarme contigo —bromea. O no, Pablo suele hablar con tanta seguridad que parece cierto lo que dice.
—Si me das a elegir, prefiero el cracks —me hago a un lado para dejarlo pasar—. Cristina se alegrará de verte. Creía que ya no vendrías.
Mi hermana alza los brazos cuando lo ve y éste la ayuda a levantarse. Le aconseja que no beba mucho más al comprobar que casi no se mantiene en pie sola. Lucas se incorpora a su lado y se presenta, Pablo le aprieta la mano y lo mira con cara de desconfianza. Me alegra saber que mi hermana pequeña tiene al lado un amigo que se preocupa tanto por su bienestar. La fiesta sigue su curso y los escucho hablar mientras cambio el estilo de música, mis oídos no aguantan más reggaetón. Conecto mi móvil por Bluetooth al altavoz y reproduzco mi lista de canciones favoritas a través de él. Supongo que nadie se opondrá a escuchar música Rock, ni siquiera creo que se den cuenta.
—Pensaba que habías preferido pasar la noche rodeado de famosos —le recrimina Cris a Pablo, de pie, junto a la ventana del salón.
—No me he podido escapar antes, pero estoy aquí ¿no?
—¿Qué te parece Lucas?
—No tengo datos suficientes —lo mira de soslayo.
—Me gusta mucho.
—Lo conociste ayer. No te ciegues porque tenga una cara bonita.
—No conozco a nadie más guapo que tú —lo señala con el dedo—. Y nunca me has fallado. Te quiero —lo abraza en un acto de exaltación de la amistad—. Eres mi mejor amigo.
Siempre me ha parecido curioso cómo el alcohol desinhibe a las personas, nunca he tenido muy claro si las convierte en otras diferentes o revela lo que realmente son. Mis párpados, a punto de cerrarse solos, deciden mandarme a la cama justo antes de salir el sol. No me despido de nadie, abro la puerta de la que fue mi habitación y me dispongo a entrar, pero Sergio, el niñato que intentó ligar conmigo a comienzos de la noche, me agarra del codo y me para.
—¿Te has pensado mejor lo de darme esa clase magistral? —se pega demasiado a mí, dejándome sin espacio vital, y lo empujo. Vuelve a la carga y entra conmigo en la habitación dando tumbos.
—Vete de aquí —le pido sin conseguir que me haga caso. Da un par de pasos y se pega a mí. Mi espalda choca contra una pared y, a punto estoy de darle una patada en los testículos, cuando Pablo lo agarra del cuello y lo empuja fuera.
—Cretino. ¡Te ha dicho que te largues! —le escupe a la cara, antes de soltarlo y girarse hacia mí con cara de pocos amigos.
—¿Qué haces? Lo tenía todo controlado —le recrimino.
—Ya lo he visto —responde, sarcástico—. Solo le faltaba meterte la mano debajo de la falda.
—Estaba a punto de darle una patata en las pelotas —levanto las manos—. Y, de todas formas, ¿a ti qué te importa? —respondo enfadada, aún con el susto en el cuerpo.
—Llevas razón, me importa una mierda lo que hagas —expresa con furia. Me clava la mirada, se toca el cabello y se da la vuelta, dispuesto a salir de la habitación.
—Pablo —lo paro antes de que cruce el vano de la puerta. Frena, pero no se gira a mirarme—. Pablo —apaciguo el tono. Recorto los dos pasos que nos separan y apoyo mi mano sobre su espalda—. Lo siento —noto que coge aire y se posiciona frente a mí. Trato de descifrar su mirada, no lo consigo, pero no leo enfado—. Gracias por echar de aquí a ese niñato. De verdad, te lo agradezco. Me he puesto un poco nerviosa. Eso es todo.
—Ese gilipollas lleva molestándote toda la noche.
—Bueno, creo que no lo hará más. Casi se mea encima cuando lo has cogido del cuello —sonrío, quitándole hierro a la situación y él me imita en el gesto.
—Me voy a casa, ¿quieres que te lleve?
—No, voy a dormir aquí.
—Está bien. Pues… nos vemos otro día —el ambiente se densa ante nosotros y ninguno hace ni dice nada.
—No te vayas —le pido. Él levanta las cejas, sorprendido—. Quédate un rato más, no me apetece estar sola. Si quieres, claro.
—¿Estás segura?
—No te lo pediría si fuera de otra forma. Anda, entra y… cierra la puerta. Estoy cansada de escuchar gritar a las amigas de mi hermana.
Tiro los zapatos al suelo y me siento sobre la cama con las piernas cruzadas. Pablo me mira desde lo alto sin saber muy bien qué hacer. Le digo que se ponga cómodo y apoya el culo en el filo a un metro de mí. Le sugiero que se eche para atrás y pegue la espalda a la pared.
—No sabía que habías vuelto con tu marido —dice en un tono neutro.
—No lo he hecho. Mi madre lo invitó a cenar sin mi consentimiento. Justo después de prometerme que no se entrometería en mis asuntos.
—Parece que entre vosotros hay mucha complicidad.
—Llevamos… o nos hemos llevado —rectifico— más de diez años juntos. Me conoce mejor que nadie y supongo que yo a él.
—¿Por qué os habéis separado? —pregunta sin, seguro, ninguna intención. Sin embargo, a mí, pensar las razones me deja sin palabras; y él cree que ha metido la pata.
—Lo siento, no es de mi incumbencia.
—No, no es eso —me toco la sien—, es que no sabría qué contestarte.
Se remueve sobre sí mismo, incómodo. Me levanto y me pongo de rodillas en el suelo frente a él.
—No hace falta que me la chupes, estoy bien así —guasea, destensando el ambiente—. Pero, oye, si es lo que quieres, por mí no hay ningún problema —levanta las manos con las palmas hacia arriba y adornando su cara con su maldita sonrisa.
—Eres un payaso —le quito una bota y luego la otra—. Así estarás más cómodo. —Tomo asiento a su lado, me pongo un cojín detrás de la espalda y le ofrezco uno a él, que lo coge y lo ahueca del mismo modo.
Hablamos sobre el tiempo, sobre el colegio, nuestros padres… me cuenta que es hijo único y que siempre quiso un hermano, que lo pidió reiteradamente hasta que cumplió los quince años, pero nunca llegó. Una hora más tarde, me tumbo sobre la cama y le obligo a que lo haga a mi lado. Termino también bromeando: «Hazlo por mí. No aguanto más tus quejidos por el dolor de espalda». Lo último que veo son sus ojos claros cerrándose delante de los míos.
Un calor abrasador me rodea la cintura y me recorre la espalda. Me pesan los párpados y, aunque trato de abrirlos, no lo consigo de ninguna de las maneras. Giro mi cuerpo sobre sí mismo notando el poco espacio libre del colchón. Vuelvo a hacer un esfuerzo y mi iris se encoge en un punto muy fino acostumbrándose a la luz que entra por la ventana, medio abierta, bañando las paredes y la cama. Me encuentro con la cara de Pablo, relajado. Los labios entre abiertos y el pecho le sube y baja muy despacio. Sus manos se aferran a mi cuerpo como si sintiera que podría caerme al suelo en cualquier momento (y esto no me parece una idea muy descabellada, no sobra sitio en el colchón). Admiro su belleza en silencio, levanto la mano y le acaricio el torso, despacio, sin prisas, subo por el cuello y llego hasta sus labios. Mi tacto le hace cosquillas y los mueve, sacando la lengua y recorriéndolos con ella. Me quedo quieta.
—Mmm, puedes seguir tocándome, no te cortes —susurra con voz adormilada.
Dejo de respirar y un calor abrasador me sube hasta las mejillas.
—Yo… yo… lo siento —murmuro, avergonzada. Abre los ojos, me mira y tuerce la boca en una media sonrisa que me cala hasta el alma (por no decir que me moja –y mucho– las bragas).
—Buenos días —se masajea los ojos.
—No deben ser más de las dos de la tarde. Hemos dormido apenas unas horas —me remuevo y trato de levantarme, pero él me agarra fuerte y me impide la huida (porque vamos a hablar claro, hace ya bastante rato que me di cuenta que debo escapar del arrollador atractivo de Pablo).
—¿Qué haces? —pregunto, confusa.
—He descubierto lo que me gusta abrazarte —gira su cuerpo hasta dejarlo de lado, frente a mí—. Estás muy blandita.
—¿Me estás diciendo que necesito hacer ejercicio? —frunzo el ceño, haciéndome la herida.
—Estoy diciendo que me gusta tenerte así —me atrae más hacia él, tanto que nuestras bocas son ahora las que se miran.
—Venga, deja de bromear —susurro, con las palmas de mis dos manos sobre sus pectorales.
—Hablo muy en serio —responde en el mismo tono. No sabría especificar si son mis ganas o la inercia las que me empujan, muy lentamente, a probar sus labios. Él también avanza hacia mi boca de manera lenta y cautelosa.
—¡Nerea! —Cris entra en la habitación como un huracán. Pablo y yo nos separamos con rapidez y nos sentamos en el filo de la cama. Mi hermana frena en seco dándose cuenta de la situación y nos mira, desubicada—. Pero… —pone los brazos en jarra, unos segundos más tarde señala a Pablo con el dedo—. ¡Tú!, ¡degenerado! ¡No te habrás follado a mi hermana!
Pablo se toca el pelo y la cara. Va a decir algo, cuando yo lo paro.
—¿Estás loca? Nos quedamos dormidos, eso es todo —nos defiendo de su “falsa” acusación. La mirada de Cristina salta de su amigo a mí y viceversa. Se piensa durante unos larguísimos segundos si seguir ahondando en el tema o dejarlo pasar y, por suerte, para todos, lo deja correr.
—Me han llamado del curro, tengo que ir a Salamanca a hacer unas fotos y el coche no me arranca. ¿Puedes llevarme? —me pide.
—Yo te llevaré, Pétalo. —Estira los brazos y coge los zapatos—. Dame unos minutos.
—Está bien. No tardes. Tengo mucha prisa —le dice a él—. Ne, cierra con llave al salir. Mañana te llamo. —Desaparece de la habitación dejándonos solos. Miro a Pablo que termina de ponerse las botas y se levanta. Me clava la mirada desde lo alto y me ofrece una mano instándome a agarrarla y ponerme de pie. Lo hago y me encuentro frente a él; descalza, no le llego ni al pecho.
—Lo he pasado muy bien esta noche —confiesa, acariciándome la mano.
—Querrás decir esta mañana… —respondo, sin reconocerme la voz.
Nos miramos durante unos segundos y he de confesar que no sé qué hacer. Pablo, que es más valiente que yo, se agacha y me da un beso en la mejilla. Un beso simple, corto y rápido, pero que me descompone por dentro y me deja temblando durante al menos cinco minutos. Y que, además, me da en qué pensar, como por qué he sentido mucho más con este beso que con el que me dio mi marido anoche al despedirse.
La tarea de recoger el piso de mi pequeña hermana me lleva casi todo el día, no puedo irme y dejar el apartamento convertido en un estercolero, mi parte responsable y pulcra no me lo permite. Llego a casa pasadas las nueve de la noche, declino la oferta de Rocío de invitarme a cenar en el restaurante de su novio, Temaka, y me preparo un baño con sales y velas. Me desnudo en la semi penumbra, me tumbo en la bañera y cubro de agua muy caliente casi todo mi cuerpo. Suena Some thing Just Like This de Coldplay. Sumerjo la cabeza en el agua y pierdo la noción del tiempo. Me enjabono, masajeo cada músculo de mi piel y salgo cuando empieza a hacer frío. Me embadurno en crema y directamente me voy a la cama. Leo varios mensajes de mis amigas en nuestro grupo de WhatsApp. Por cierto, no os he dicho cómo se llama: Pijas Endemoniadas. Lo puso Ro, por sugerencia de Cristina, y creo firmemente que fue un insulto sin adornos.
Ro: «¿Cenamos mañana?» 23:54
Carol: «Por mí, perfecto. Andrés se
quedará con los niños» 23:59
Ro: «¿Os parece bien a las 21:30?» 00:02
Carol: «De acuerdo» 00:03
Ro: «A ver si doña remilgada se
digna a contestar… » 00:22
Yo: «Hola, chicas. Estaba dándome un baño y me he quedado dormida. Nos vemos allí» 00:27 ✓✓
Ro: «Después salimos a tomar una
copa. Avisadas quedáis» 00:31
—Entonces… ¿dormiste con él? ¿Juntos? ¿En la misma cama? —Carol me mira, abriendo mucho los ojos con una copa de vino blanco en la mano derecha. La tengo sentada frente a mí, en una de las salas privadas del restaurante más caro de la ciudad, pero venimos muy bien recomendadas.
—No pasó nada, chicas. No podía dejarlo volver a casa a las siete de la mañana —me excuso.
—Ya —me corta, Rocío, a mi derecha—. Creo recordar que el salón de Cristina tiene sofá… —mira hacia el techo achinando los ojos.
—Sus amigos aún estaban allí, borrachos como cubas. Además, no fue premeditado. Solo le pedí que me acompañara un rato. Un imbécil intentó sobrepasarse…
—¿Qué?
—¿Cómo? —gritan las dos al unísono.
—No os preocupéis. No fue nada, un niñato demasiado bebido, pero sé defenderme sola y Pablo me ayudó.
—Ooohhh —Carol se lleva la mano al pecho—. Qué romántico, te salvó.
—No digas tonterías —Rocío hace un gesto despectivo con la mano—. Ella no necesita que la salven, sabe cuidarse sola.
—Eso mismo, más o menos, le dije yo.
Carlo, el chef del restaurante y novio de mi amiga la andaluza, viene a saludarnos y él mismo nos trae el postre: unas bolitas de chocolate con albaricoque y naranja que saben a gloria bendita. Se toma un pequeño descanso y se sienta con nosotras a charlar un rato. Nos cuenta que hoy ha venido a cenar Hugo Silva con unos amigos y casi todos ellos eran vegetarianos. Mientras habla, abraza a Rocío de una manera muy cariñosa, pasando su brazo por los hombros de ella; me doy cuenta de lo que se aman y respetan. Ésta lo mira embelesada. Nunca he entendido muy bien por qué no quieren casarse, pero no los juzgo, solo hay que verlos para comprobar por qué les funciona la relación tan abierta que llevan.
El taxi nos deja en la puerta del Bogga, nos bajamos de él con mucho estilo (si tenemos en cuenta los taconazos que llevamos en los pies) y nos disponemos a esperar la cola. Para ser sábado no hay demasiada gente, pero Rocío tiene poco aguante (o muy poca paciencia, llamadlo como queráis) y va empujando hacia el comienzo de la ancha fila pidiendo perdón a todo el que pisa. Ha pensado ir a convencer al gorila para que nos deje colarnos y pasar dentro.
—No hay nada que hacer, chicas. Juraría que es gay —vuelve hasta donde aguardamos.
—¿Qué has hecho? —le pregunto, esperando cualquier cosa.
—Nada, enseñar un poco de mi maravillosa ropa interior —se encoge de hombros.
—¿Le has enseñado una teta? —Carol grita, escandalizada.
—Claro que no, ¿por quién me tomas? —responde, fingiéndose herida mientras me guiña un ojo en la clandestinidad.
Comienza a llover, no de manera torrencial, pero, si no nos cobijara la pérgola de la discoteca, se nos encresparía el pelo. Un coche azul metalizado para delante de nosotros y de él salen cuatro espectaculares hombres entre los que descubro a Allan y a… Pablo. Me escondo detrás de mis amigas para que no me vean, no me preguntéis por qué reacciono de esta manera, y observo cómo le abren las puertas invitándolos a entrar como si fueran los Reyes del Mambo. Por alguna razón que se escapa a mi entendimiento, ellos, no esperan la cola.