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MIS OJOS, LOS TUYOS Y LOS DE ÉL

Pablo lleva razón, el café sabe exquisito, y fuerte, como a mí me gusta. Nos sentamos uno frente al otro en una mesita junto a una ventana pequeña repleta de macetitas con flores. El lugar, precioso, te hace sentir en el patio de tu abuela, en esa casita de pueblo blanco, acogedora y familiar. He de puntualizar que el mobiliario no está hecho a la medida de mi acompañante, sino más bien a la mía. Para que os hagáis una idea, mido poco más de metro y medio (vale, uno sesenta, ya está). En cambio, las piernas de Pablo casi no caben debajo de la mesa. Lo miro y sonrío.

—Entiendo que vienes por el café.

—Y por los dulces, no cabe duda —me devuelve el gesto, removiéndose sobre la silla, buscando la posición correcta que le permita sentarse del todo. Cuando lo consigue, toma su taza y bebe.

—Llevas razón, no entiendo por qué no conozco este sitio.

—Porque no me conocías a mí. Si me dejas, te enseñaré muchas más cosas increíbles.

Alto, vaquero.

—La tarta de melón está… —me llevo un trozo a la boca y lo saboreo, suspirando al final, ignorando lo que estoy segura que ha sido una propuesta en toda regla. Pablo no se anda con chiquitas, ya me he dado cuenta.

Se queda ensimismado a través de la ventana y giro la cara buscando eso tan importante en lo que fija la vista. No encuentro nada. No pasa nadie por la calle, la cafetería está tan escondida que por eso no la conocía. No es un lugar que se visite a menudo. Ni yo ni casi nadie. Muy poca gente pasa por allí.

—¿Te importa que nos terminemos el café fuera?

—Está comenzando a llover —observo.

—Por eso, me encanta el olor a tierra y asfalto mojado.

Me encojo de hombros y no le doy demasiadas vueltas. Cojo mi café y Pablo se hace cargo del suyo y del platito de tarta de melón. Abro la puerta de la calle y la aguanto para que él pueda pasar, pero la detiene con el pie y me indica, con una sonrisa, que las damas primero. Nos sentamos en una mesita que hay pegada a la pared, cubierta por un toldo de rayas rojas y blancas, esta vez lo hace a mi lado, dejando su cuerpo muy cerca del mío.

—Cierra los ojos —me invita.

—¿Qué?

—Que cierres los ojos.

—¿Para qué?

—¿Qué más da? Porque yo te lo pido —tuerce la boca en una sonrisa agradable y los ojos le empiezan a brillar.

—Estás loco —observo y le hago caso. Me quedo a oscuras.

—Ahora inspira. — Silencio— ¿Lo hueles? Las gotas de lluvia se mezclan con la arena del parque, con las hojas de los árboles, con el asfalto… —Siento que respira muy cerca de mi boca— y el aroma llega hasta nosotros avisando de que, aunque no nos hayamos dado cuenta, el invierno se acerca.

Nos quedamos sumidos en nuestra propia oscuridad durante más de un minuto, nuestras pantorrillas se tocan y puedo sentir su respiración mezclarse con la mía.

—Ya puedes abrirlos… —susurra.

—¿Mmm? —llego a relajarme de tal manera que casi me adormezco.

—Son las nueve menos cuarto. Si no salimos ya, llegarás tarde a esa reunión. —Abro los ojos de golpe.

Mierda. Eso no me puede suceder a mí. MKD es una de las empresas más importantes de todo el país y estoy orgullosa de poder decir que los tengo como clientes desde hace cuatro años. Cuentan conmigo para cualquier evento del año, grande o pequeño, formal o cotidiano. Ingreso mucho dinero con ellos y no me puedo permitir perderlos, ni siquiera que dejen de confiar en mi profesionalidad.

—Vámonos —me levanto con ímpetu—, no puedo llegar tarde.

El día pasa tan rápido que, cuando quiero darme cuenta, estoy acostada en la cama tapada hasta las cejas. ¡Qué digo el día! ¡La semana! Y un nuevo lunes empieza, por cierto, de manera funesta, (mucho peor de cómo he pasado el fin de semana: dormida y comiendo galletas hasta casi explotar y caer desfallecida. O reacciono o me convierto en el muñeco Michelín). Total, que llego a la oficina y la luz del portal y el ascensor no funcionan. Subo por las escaleras, entro en recepción y me encuentro a Joel pegando voces a Mía.

—¡Oh, my god! —mira en mi dirección y levanta las manos, alarmado—. Por fin llegas. No hay teléfono. Los ordenadores no funcionan. Es el final, ¡es el apocalipsis! —se lleva el dorso de la mano derecha a la frente y disimula que se desvanece.

—¿Qué ocurre? —me alarmo ante su estado de preocupación. Ha debido borrarse la base de datos.

Queen, no hay luz, en todo el edificio.

Ah, solo es eso.

—¿Estás seguro?

—He subido al despacho de abogados que, por cierto, cada día parece más una agencia de modelos masculinos que una asesoría jurídica, ¡cómo les quedan los trajes! —apunta— y tampoco tienen. Parece que el problema es grave.

Despido a los técnicos dos horas más tarde y les doy las gracias por trabajar con tanta rapidez y eficacia, gracias a ellos Joel no ha muerto de una angina de pecho y, menos importante, ha vuelto la electricidad. Invito a mi ayudante a salir a tomar algo (no le quiero decir que debe tomarse una infusión de tila), sin embargo, él me responde que debo estar loca, que hay mucho trabajo atrasado y tiene que hablar con un millar de personas antes de las dos. Así que, en contra de mi voluntad, me siento en mi mesa y me pongo a trabajar. No es que no me apetezca, pero prefiero salir y que me dé un poco el aire. Una hora más tarde me suena el teléfono y veo su nombre. Pienso pasar de él y no cogerlo, me lo quedo mirando durante dos o tres tonos más, sin embargo, al final, descuelgo; si me llama, después de pasar de mí durante estas semanas, tiene que ser importante.

—Sebastian.

—Hola, Nerea —saluda cordialmente—. ¿Cómo estás?

«Hecha una piltrafa».

—Bien, ¿y tú?

—Lo sobrellevo como puedo. Escucha. Quería comentarte algo, pero… en persona. No quiero hablar de esto por teléfono. —Me lo imagino tocándose el pelo sin saber muy bien qué hacer.

—Puedes decirme lo que quieras ahora. —«No quiero verte. No estoy preparada».

—Necesito verte. ¿Puedes venir a casa esta tarde? ¿A eso de las siete?

Ese «necesito verte» me descoloca bastante.

—Está bien. Allí estaré.

—Gracias —escucho un silencio tras la línea—. Nerea, ¿de verdad estás bien? —insiste.

—Si. Nos vemos luego —y cuelgo.

Me pongo un poco nerviosa y llamo al comité de emergencias para concretar una reunión. Carol y Ro se apuntan en cuanto les cuento la enigmática llamada de mi aún marido.

—A ver, ¿qué te ha dicho el picha floja? —me pregunta Ro en cuanto tomo asiento frente a ella. Carol la reprende con la mirada.

—Pues eso. Ya os lo he dicho, no sé nada más.

—Nena, desgrana. ¿En qué tono lo dijo?

—No estoy muy segura. Parecía desvalido.

—Ese quiere echar el polvo de despedida —contesta a la vez que llena las copas de vino.

—No digas estupideces. Querrá arreglar las cosas —señala Carol, acomodada a su lado—. Se habrá dado cuenta de que todavía te quiere.

—Lo que quiere es meterla en caliente porque hace semanas que no folla —la andaluza sigue en sus trece. Me mira y me señala con el dedo—. No vayas a caer en la tentación. ¡Que se pajee él solo! Como te lo tires, se me cae un mito.

La posibilidad de que Sebastian haya follado con otra u otras en estas semanas me dan arcadas, tanto que me disculpo y voy a esconderme al baño. ¿Podría ser? ¿Para eso quiere quedar conmigo? Si no le importaba demasiado el sexo cuando estábamos juntos, ¿le va a importar ahora? Las manos me comienzan a sudar y el corazón me palpita a gran velocidad. Abro el grifo, me las enjuago con agua fría y la seco con papel. Lo de las manos ya lo tengo arreglado, ahora camino hasta la barra a pedir un vaso de agua fresca, a ver si me calma los latidos del corazón. Se la pido al camarero y éste me la ofrece, amable.

Me la llevo a la boca y la trago como si fueran las últimas gotas potables de la faz de la tierra. Casi estoy terminando cuando veo unos ojos azules, sonrientes, a poco menos de un metro de mí.

Pablo.

Me atraganto y comienzo a toser, tanto que salpico, (de baba también), el pecho del que parece mi nuevo amigo. Éste trata de golpearme la espalda mientras yo parezco un gatito que ha caído al río.

Glup glup.

—Oh, lo siento —consigo decir cuando el maldito líquido desaparece de mi garganta y consigo que baje por el esófago. Claro que, mientras lo digo, le palpo el pecho tratando de limpiarlo. Vale, aprovecho y me recreo durante unos segundos. El pecho de Pablo bien merece que le hagamos la ola. Empiezo a imaginármelo sin camiseta y casi comienzo a toser de nuevo.

—Nerea, ¿estás bien?

—Si, si. Se me ha ido por otro lado —me excuso. Quiero decir que el agua se me ha ido por otro lado, pero mis manos y mis pensamientos también han tomado su propio rumbo. Las retiro de su cuerpo y miro al suelo.

Durante unos segundos ninguno de los dos dice nada. De repente, noto sus dedos acariciar un mechón de mi pelo y meterlo detrás de mi oreja. Sigue por mi mandíbula y viaja hasta la comisura de mis labios, que repasa, despacio, con el dedo pulgar. Un leve cosquilleo me recorre la columna vertebral y se me corta la respiración con ese insignificante acto.

—Tienes un poco de agua —excusa el hecho de que su piel esté tocando la mía en una zona tan personal y … erógena, no nos vamos a engañar.

—Gracias. —Termino con el contacto. Se aparta y yo me muerdo el labio inferior con los dientes—. Bueno, ehh…, tengo que irme. Me están esperando.

Me giro y comienzo a caminar, sin embargo, no llego a dar ni un paso, su voz me para.

—Nerea —lo miro—. Cena conmigo esta noche —pide sin más. Ya me he dado cuenta que no le gustan los rodeos.

No me da tiempo a contestar, una chica muy muy alta y muy muy guapa llega hasta él, le agarra de la cintura y le pide mimosa que se vayan a casa. Pablo no le hace ni caso, sigue mirándome como si la rubia no estuviera metiéndole la mano por los pantalones.

—Adiós —digo sin más.

Llego a la mesa de las chicas y me siento a comer. Hacen alusión a mi tardanza, pero me salvo de dar explicaciones gracias a la conversación tan acalorada que mantienen. No me inmiscuyo en la trifulca, a mí, la tortilla, me gusta de todas las formas posibles. Me da igual que lleve cebolla o no.

Rocío me deja en la puerta de la casa de Cristina, no sin antes recordarme que no me deje convencer por Sebastian. «Si quiere echar un polvo, que se pague una puta. Y si quiere volver, lo mandas a mi casa que yo se lo explico». Mi amiga quiere hacerle entender que yo valgo mucho más que él y que, si alguien ha perdido con lo ocurrido, no he sido yo. No obstante, yo no lo veo del todo así, mi marido no es mala persona y siempre ha cuidado de mí. Lo que nos ha pasado ha sido culpa de los dos. Poco a poco, casi sin darnos cuenta, nos hemos dejado de necesitar. No puedo cargarlo con la culpa completa de nuestra ruptura, yo también estaba ahí y no hice nada para remediarlo.

Tomo una ducha muy caliente, tanto que el agua me enrojece la piel, me visto de manera informal pero arreglada y me maquillo lo justo para estar guapa sin parecer que quería estarlo. Mis mejores vaqueros de color negro, una camiseta blanca con cuello desbocado, un pañuelo gris oscuro y un abrigo de un tono gris más claro con las mangas de cuero. El pelo un poco alborotado y las mejillas sonrosadas. No acierto a adivinar sobre lo que Sebastian desea hablar, pero pronto lo averiguaré, estoy segura.

Le envío un mensaje a Cristina en el que la informo de mis planes para esta tarde. No espero a que conteste y guardo el móvil dentro del bolso que llevo colgado del hombro izquierdo. Me paro frente al espejo que cuelga cerca de la puerta de salida del piso y me doy un poco de brillo de labios. Me veo bien, tanto que sonrío y el gesto no sale forzado, sino todo lo contrario.

Aparco en mi plaza de garaje, junto al coche del que aún considero mi marido. Las manos me empiezan a sudar antes de apagar el motor y sacar la llave del contacto. Agarro fuerte el volante con las manos y apoyo la cabeza sobre él. Muchas imágenes acumuladas en mi mente de todos estos años juntos comienzan a rondarme. Siempre me ha gustado el tono de su voz, la forma en que me miraba en la biblioteca de la universidad, el roce de mi piel con su piel cuando estamos acostados, el calor que desprende… Levanto la cabeza, respiro hondo varios veces y paro antes de hiperventilar. Me doy ánimos a mí misma una y otra vez y bajo del coche llena de miedos. Una sensación muy rara me recorre entera, voy a mi casa, voy a ver a mi marido, entonces, ¿por qué siento que necesito un mapa de ruta para llegar hasta allí y… hasta él?

Abro la puerta con mi llave, ni siquiera me pienso si llamar y pedir permiso para entrar o no. Esta sigue siendo mi casa o, al menos, todas mis pertenencias importantes aguardan aquí. Empujo la madera con la mano y un montón de olores familiares se pegan a mi piel y hacen reaccionar a todos mis sentidos. Camino hasta el salón y me encuentro a Sebastian de pie, debajo del arco que divide el salón del comedor y junto a mi sillón preferido, ese en el que tantas horas he pasado leyendo novelas de ciencia ficción, mirándome fijamente. Sus hombros descansan abatidos como si algo muy pesado cayera sobre ellos. Mis ojos encuentran los suyos y contengo las ganas de llorar. Un par de metros nos separan, sin embargo, parecen muchos más.

—Nerea. —Descifro por su tono de voz que está tan turbado como yo. Da un paso deshaciendo unos palmos el espacio que nos separa—. ¿Quieres sentarte? —me pide, comedido.

—Estoy bien —contesto sin moverme.

—Verás… yo… No sé por dónde empezar.

—Empieza desde el principio —contesto un poco a la defensiva.

Sebas bufa y no dice nada, me doy cuenta de que prefiere no discutir, así que me resigno y me trago todo lo que me gustaría decirle. Durante estas semanas una rabia muy fuerte se ha ido creando dentro de mí. Nunca jamás creí que lo nuestro terminaría de ninguna manera y menos así, como si no hubiera sido importante.

—Yo…

—Quieres divorciarte —le ayudo a terminar. Recuerdo muy bien que habló con Andrés sobre ello.

—¿Qué? ¡No! ¿Por qué piensas eso?

—Le pediste ayuda a Andrés.

—No, Nerea. Discutimos, te fuiste y… —se toca el pelo, nervioso—, no me coges el teléfono ni me devuelves las llamadas. Estaba… estoy muy enfadado.

—Y por eso barajas la opción del divorcio, solo unos días después de que me fuera de casa…

—Me dejaste…

—Y tú me dejaste ir —lo corto.

Cierra los ojos y respira hondo. Desaparece tras la puerta de la cocina y yo tomo asiento sobre el sillón blanco de piel. Se hunde lo justo para recordarme la de veces que he hecho este mismo gesto, la cantidad de noches que me he tumbado aquí a leer. Lo acaricio con las manos y la temperatura también es exactamente la que esperaba.

Sebastian se acerca a mí con dos vasos de agua, uno en cada mano, me ofrece uno, lo cojo y musito un casi imaginario gracias. Él se bebe el suyo de un trago y lo deja sobre la mesa, vacío. Se sienta frente a mí y suspira.

—Nerea, yo te quiero —clava su mirada en la mía mientras lo dice y lo creo—, pero no podemos seguir así. Lo único que hacemos es discutir. No nos ponemos de acuerdo en nada. Te echo de menos, sin embargo…

—No quieres estar conmigo.

—¿Tú me quieres?

—Claro que te quiero —confirmo, segura.

—¿Y crees que nos merecemos tratarnos como lo hacemos?

—No —dejo el vaso sobre la mesita baja de cristal—. Creo que nadie merece esto.

—¿Tú quieres estar conmigo? —noto cómo le tiemblan las manos al decirlo. Le da miedo mi respuesta y eso confirma mis sospechas, se siente tan perdido como yo.

—No lo sé —agacho la cabeza y me miro las manos—. Eres mi marido, pero… no me gusta cómo nos comportamos últimamente el uno con el otro —cojo aire con fuerza—. No, ahora mismo no quiero estar contigo —digo en voz alta y ni me reconozco la voz. Me acabo de dar cuenta, en este momento que no quiero estar aquí—. No quiero que sigamos juntos y nos hagamos más daño. Me gustaría que todo se arreglara, que todo fuera como antes, pero… ahora…

Se arrodilla frente a mí y me agarra las dos manos.

—No quiero el divorcio, Nerea. Solo quiero tiempo, no para mí. Para los dos. Tal vez todavía podamos arreglar lo que tenemos y podamos ser felices juntos… algún día.

Los siguientes días, además de trabajar mucho, los paso convenciéndome de que hemos tomado la mejor decisión. Darnos un tiempo para pensar en nuestra vida en común y en lo mejor para nuestro futuro no parece una mala idea, sin embargo, no puedo parar de preguntarme qué es lo nuestro si al primer obstáculo lo arreglamos poniendo espacio entre los dos. ¿Qué nos ha hecho llegar aquí? Nosotros siempre lo hemos hablado todo y tal vez ahí radique el problema, que dejamos de hacerlo y la comunicación desapareció. Sebastian me pidió antes de irme que no me trasladara con Cristina, que me quedara en la casa y se iría él, buscaría un hotel hasta encontrar algo decente que alquilar; pero yo no quiero vivir allí, no por ahora. No deseo olvidar todo lo que ha ocurrido entre esas paredes, pero, por el momento, necesito alejarme de esos recuerdos, hasta que dejen de doler y me permitan ver el mundo con perspectiva.

El viernes llego a casa de Cristina pasadas las diez de la noche, ha sido un día agotador, repleto de reuniones, problemas y sorpresas de última hora, y tener que aparcar a ocho calles del apartamento, solo ha acrecentado mi cabreo. Dejar el coche cada día en esta zona se convierte en una yincana difícil de superar. Ni que decir tiene que cuando abro la puerta del portal casi echo espumarajos por la boca, se me ha roto el tacón del pie izquierdo y los últimos metros los he caminado descalza. Tengo los pies helados y destrozados. Subo las escaleras murmurando exabruptos, con los zapatos en la mano. Me encuentro a Pablo sentado en el último escalón.

Bilogía

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