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UNA FANTASÍA ERÓTICA Y UNA REALIDAD MEJORADA

A ver cómo os lo explico. Imaginaos vuestra fantasía más erótica y multiplicadla por mil. Pues ni aún así se asemeja a lo que tengo delante. Un hombre de (juraría) más de metro noventa –porque por más que me lo niegue, aquel niño hace mucho que superó la pubertad–, de hombros anchos, pechos definidos, cara de demonio pervertido capaz de transportarte más allá del séptimo cielo, pero a la vez, angelical; grandes manos, pelo revuelto y barba de más de siete días. Todo ello aderezado con unos vaqueros rotos, una camiseta blanca de mangas cortas, pies descalzos y una maldita sonrisa y ojos claros que te calan hasta el alma.

Pablo: un pecado mortal.

—Hola —Lo saludo ¿Me tiembla la voz? Por supuesto que no, soy una mujer madura (que no mayor) de treinta y cuatro años que sabe manejar la situación a la perfección y que “no esconde medio cuerpo detrás de la puerta”. Ejem, ejem, ya me entendéis.

—Hola —a él se le ve muy desenvuelto y curtido en esta clase de… situaciones, aunque haya dicho lo mismo que yo. Aún no sé ni lo que quiere y ya me estoy haciendo ilusiones. Pero, ¿qué digo? La fruta me ha debido sentar fatal. Yo no me hago ilusiones de nada porque no deseo que ocurra nada entre… este ser todopoderoso y yo—. Me preguntaba si te apetecería cenar cuscús. He hecho suficiente como para dar de comer a todo el edificio durante dos días y no me gusta tirar la comida.

—Gracias, ya he cenado. Tal vez en otra ocasión —me decido a cerrar la puerta, pero su voz me frena.

—Tal vez te apetezca una copa.

—No bebo.

—¿Un café?

—Acabo de tomarme una taza de leche caliente.

—Nerea, vamos. Solo quiero que seamos amigos. ¿Qué tal si te vienes y charlamos un poco junto a mi chimenea?

¿Ha dicho chimenea?

—¿Tienes chimenea? —abro los ojos de par en par, ilusionada. Me encanta el calor que da, el crepitar del fuego, el reflejo del mismo cubriendo las paredes de la habitación. La casa de mis padres siempre tuvo una, mi madre quiso deshacerse de ella y hacer obra una primavera porque ensuciaba mucho, pero, afortunadamente, mi padre le quitó la idea. Tengo recuerdos maravillosos sentada con mi hermana demasiado cerca de las llamas las frías noches de invierno, asando castañas o tirando sal para que sonara como petardos y saltaran chispas. Me emociono solo de pensarlo.

—Muy grande —especifica con una sonrisa que le cruza la cara, enseñando toda su perfecta dentadura; dándose cuenta de que no he sido difícil de convencer.

Una chica fácil, ¿qué le voy a hacer?

—Esta bien, pero solo un rato y… —me miro el pijama, preguntándome si es lícito que me vea de esa guisa.

—No te preocupes, no invitaremos a nadie más —me guiña un ojo y… ¡¡muerte por combustión espontánea!! Giro sobre mi cuerpo ocultando mi cara, colorada camino de morada, cojo las llaves y el móvil y me cambio la parte de arriba del pijama por una sudadera roja. Cuando vuelvo, ha desaparecido tras su puerta, abierta de par en par, invitándome a entrar.

—¡Estoy aquí! —escucho que me grita desde la cocina. Llego allí y paro bajo el vano de la puerta, prácticamente como la mía, pero un poco más amplia y con espacio suficiente para ver una isla en medio de ella. Muebles blancos, encimera gris y una ventana sin cortinas que da a la calle. Pablo saca algo de la nevera y lo deja en un plato—. No puedes negarte a comer helado —me mira y sonríe. Lo acompaño con la cabeza y el mismo gesto.

—¿De qué es?

—Melón —lo corta en dos trozos y deja el cuchillo en el fregadero.

—Me encanta el melón.

—Lo sé —abre un cajón y coge un par de cucharillas—. Pediste tarta de melón en el café —lo cierra con un golpe de cadera.

Me asombra que recuerde ese detalle.

—¿A ti también te gusta? —No encuentro otra explicación a por qué tiene aquí.

—Lo compré para ti —coge el plato y sale de la cocina dejándome atrás y sola. Lo sigo contrariada.

—¿Cómo que la compraste para mí? ¿Sabías que iba venir? —me cruzo de brazos y lo escruto con la mirada, anonadada. Él deja el helado sobre la mesa y se incorpora frente a mí.

—Si. Pensé invitarte cuando te vi y lo compré. ¿Qué más da? He acertado ¿no? —levanta una mano indicando que no tiene más importancia.

Menudo debe ser Pablo. Conoce sus encantos a la perfección y el efecto que causa en las mujeres. Por supuesto, nadie le dice que no. ¿Quién se va a resistir a ese cuerpo y a esa cara? Pues… YO.

Decido pasar por alto su altísima autoestima y seguridad en sí mismo y en sus encantos; y le pregunto por una foto que veo dentro de un precioso marco de madera clara gastado por el tiempo y que desentona con el resto de la decoración.

—Somos Cristina y yo sentados en el porche de la puerta del patio de mi casa.

Me acerco y me doy cuenta de que lleva razón. Deben tener menos de cinco años y los dos sonríen como si toda la felicidad del mundo estuviera embutida en esa foto, en ese preciso momento, en sus bonitas caras.

—Recuerdo ese vestido. Mamá nos hizo dos iguales y yo odiaba que nos los pusiera a la vez.

Pablo camina hasta parar a mi lado y coge la foto.

—Recuerdo esta tarde como si fuese ayer. Nos llevamos una buena regañina por meternos en un charco de barro.

—¡Yo también recuerdo ese día! Cris estuvo castigada sin televisión dos semanas.

—Me sentí muy culpable por aquello, yo la animé a que lo hiciera.

—Qué traviesos eráis.

—Afortunadamente, ya no —me mira otra vez con esa sonrisa que le cruza la cara y que me da a entender que en realidad es más juguetón que antes; y deja la foto donde estaba—. Vamos, el helado se derrite.

Nos sentamos uno frente al otro en dos sillones de piel gris, dejamos libre el de en medio y más largo; y nos comemos el helado hablando de la tormenta que sigue cayendo sobre Madrid. Cada vez soy más consciente de su piel morena, sus largas pestañas, el grosor de su pelo y sus fascinantes facciones. Me doy cuenta de que lleva varias pulseras y dos anillos en su mano izquierda, tatuajes de toda clase le cubren casi al completo ambos brazos y una nota musical se antepone sobre ellos.

—¿Te gusta la música?

—Amo la música. No podría vivir sin ella.

—Yo no creo que haya nada por lo que podamos dejar de vivir. Pase lo que pase, nosotros seguiremos aquí. —No entiendo por qué hago tal reflexión delante de Pablo y comiendo helado en su casa a estas horas de la noche. Él frunce el ceño contrariado, espero no haberlo ofendido.

—No me creo que pienses así, seguro que hay algo o alguien por el que darías tu vida.

—Por supuesto. Mi familia, mis amigas, mi hermana. Sin embargo, esa no es la cuestión. Yo daría mi vida por ellas, pero ¿podría vivir sin tenerlas? Estoy segura de que sí.

Nos comemos el helado hablando de cosas mucho más banales, como las virtudes de mi hermanita o sus defectos más inconfesables. Parece que somos las dos personas que mejor la conocen en el mundo y pierdo la cuenta del tiempo que nos llevamos conversando sobre Cristina. Le cuento una vez que se quemó con la cera de una vela el dorso de la mano y que en rebeldía, la mordisqueó y se la comió. Él no me pregunta por mi situación actual, por mi separación ni por qué me fui a vivir con Cristina y ahora me he mudado aquí; supongo que lo sabe, pero no hace alusión al nuevo rumbo de mi vida y se lo agradezco en silencio.

—Debería irme, es muy tarde —miro la pantalla del móvil y me sorprendo al comprobar el tiempo que llevamos hablando.

—Es viernes y la noche es joven —La luz de la lumbre se refleja en su rostro.

—Por eso. Aún estás a tiempo de salir por ahí y divertirte —me levanto y me aliso la sudadera— O… a lo mejor esperas a alguien. No quiero molestar. Seguro que prefieres ir con tus amigos a la discoteca esa antes que estar aquí hablando conmigo en pijama.

A ver si me callo y dejo de decir tonterías.

—Me gusta tu pijama —sonríe y se acomoda más, reclinando su ancha espalda en el sofá—. Venga, no te vayas —da unas palmaditas sobre el cojín para que vuelva a sentarme—. No tengo sueño. Me he desvelado y me gustaría que me hablaras de lo bien que lo pasaste en mi cumpleaños. Desde entonces, Allan solo habla de ti.

Su comentario me deja un poco desubicada. Allan me cayó muy bien y lo pasamos genial juntos. Tengo que agradecerle que no me dejara sola en ningún momento y me acompañara en una noche que se presumía aburrida, rodeada de amigos veinteañeros de Cristina que no conozco de nada.

—Mejor me voy. Mañana recojo a Cristina muy temprano —camino hasta la puerta. Cuando me giro para darle las gracias por el helado y el rato tan agradable que hemos compartido, lo tengo delate de mí, demasiado cerca. Huele tan bien…—. Gracias por la invitación.

—No tienes por qué darlas —sonríe ampliamente.

Maldita sonrisa la de Pablo.

Me doy la vuelta y me dispongo a abrir la puerta, pero en ese momento, Pablo me agarra del codo, me atrae hacia él y me da un beso en la mejilla que bien sabe a gloria bendita mezclada con música celestial. Me quedo estupefacta ante su osadía y dejo de respirar, pero ni aún así evito que su narcótico olor se introduzca dentro de mí.

Me clava la mirada.

—Hasta mañana, Nerea —susurra demasiado cerca de mi cara.

Salgo del piso temblando, con una sensación que no logro descifrar apoderándose de cada poro de mi piel. Pablo sabe cómo tratar a una mujer, cómo hacerla sentir bien, cómoda y relajada. Me acuesto con su olor a hombre deseable masajeándome la piel y con su imagen de niño malo taladrándome la mente y los sueños.

—¿Que te has separado? —mi madre me grita, buscando una superficie alta para sentarse antes de caer desmayada al suelo, mientras se lleva la mano a la frente, dramatizando ante el hecho de que su hija y el marido de la susodicha hayan decidido seguir su vida por caminos separados. De nada me ha servido el colgante que le acabo de regalar.

Mi padre le acerca una silla y le pide que se tranquilice. Después me mira a mí suplicándome paciencia y manda a Cristina a por un vaso de agua y la caja donde mamá guarda sus pastillas.

—Carmela, dejemos que Nerea nos cuente todo lo que ha ocurrido —le acaricia la espalda, palpando el chaleco de cachemir rosa de mi progenitora.

—Lorenzo, la niña se divorcia. ¿Qué va a hacer ahora? ¿Quién la va a querer?

—¡Mamá! —levanto la voz—. No necesito que nadie me quiera, ¡sé cuidarme sola! —trato de calmarme y no alterarla más, pero lo que dice me enfada mucho. No necesito a ningún hombre a mi lado para ser feliz, no necesito a nadie que cuide de mí. Mi padre me mira con cara de reprimenda. Respiro hondo y sigo en un tono mucho más comedido.

—Mamá —le agarro de la mano—. Sebastian me sigue queriendo y yo a él también lo quiero, solo es… nosotros…

—Si os queréis, no entiendo por qué no estáis juntos. Es tu marido, deberíais hablar y arreglarlo.

—Ya lo hemos hablado —la suelto—. Necesitamos tiempo. No pido que lo entendáis —miro también a mi padre—, sólo quiero que me apoyéis y no me critiquéis, nada más.

—¿Cómo vamos a criticarte? Somos tus padres, estaremos aquí siempre que lo necesites —ataja mi padre, sin dudar en ningún momento.

—Pero cariño. No le animes a seguir con esta locura. Lo que debe hacer es llamar a su marido y hacer las paces. O llámale tú, habla con tu yerno, él te escuchará.

Pongo los ojos en blanco al escuchar tal sugerencia. Sé que mi padre jamás se inmiscuiría en mi vida de esa manera, pero que mi madre tan solo lo insinúe…

—Papá no va a hacer nada, ni tu tampoco, ¿me has oído? Prométeme que no te meterás en mis asuntos —le pido a mi madre. La conozco muy bien y sé que sería capaz de cualquier cosa porque Sebastian y yo volvamos a estar juntos—. Prométemelo —repito ante su silencio.

—Esta bien, pero que quede claro que no estoy de acuerdo con lo que estás haciendo con tu vida —mira hacia otro lado y coge el vaso de agua que Cristina le ofrece.

Miro a mi hermana y le reprendo sin tener que hablar. Me prometió que me ayudaría y estaría a mi lado en estos momentos; y ha desaparecido como la sabandija que es. Ella se encoge de hombros y toma asiento al otro lado de la mesa, ¡y se pone a limarse las uñas!

—Tómate esta pastilla. Te tranquilizará —mi padre obliga a su enferma esposa a tragar el medicamento que la hará dormir durante un par de horas. La lleva a la cama y la acuesta con amor y ternura. Miro la escena con devoción. La mayor parte del tiempo ni aguanto ni entiendo la forma de ser y de pensar de mi madre. Crecimos en épocas distintas, pero a veces parece que nos separan siglos en vez de años. Ella cree que el matrimonio se creó como un vínculo sagrado para toda la vida y que bajo ningún concepto tiene que romperse. No la culpo por pensar así después de la educación tan arcaica que recibió, sin embargo, podría abrir un poco la mente y entender que ya no vivimos en un mundo donde la mujer tiene que aguantar todo por seguir con su marido. Mis padres tiene suerte, se aman tanto o más que el primer día; y se nota en sus miradas y actos, ni siquiera tienes que fijarte para darte cuenta de cuánto se quieren.

—Ya podías haberme echado una mano y no esconderte en la cocina —miro a Cris con cara de reprimenda.

—No parecías necesitar ayuda —bromea, pero se arrepiente de haberlo hecho al comprobar la mueca de mi cara—. Venga, no se lo tomes en cuenta. Terminará por aceptarlo. Vámonos —se levanta y se pone el abrigo.

—¿A dónde?

—A tomar una cerveza.

—Es casi la hora de comer.

—Comeremos algo por ahí. Mamá no despertará en horas.

—No me parece bien dejar que papá coma solo.

—Estoy segura de que no le importará —se pinta los labios mirándose al espejo con ribetes dorados que cuelga de una de las paredes beis del salón.

—Ya está dormida —escucho la voz de mi padre entrar en la habitación. Se sienta a mi lado y me pregunta si estoy bien. Le digo que sí, que no tiene de qué preocuparse y que quiero que confíe en mí.

—Por supuesto, cariño. Tienes todo mi apoyo y confianza. Cuenta conmigo para lo que necesites. Y con tu madre también, estoy seguro, solo necesita un poco de tiempo para asimilar que su niña ha elegido otra vida que la que ella deseaba para sus retoños.

Le pedimos a papá que salga con nosotras a comer algo por el pueblo, pero se niega a salir de casa con este frío, así que al final casi nos obliga que nos vayamos las dos a algún restaurante y lo pasemos bien. Nos despedimos de él hasta la semana que viene, cenaremos aquí en Nochebuena.

A las seis de la tarde volvemos a la ciudad, necesito que Cris se encargue de hacer el reportaje de fotos de una boda de uno de nuestros clientes más importantes. Recogemos a Joel en la puerta de su apartamento y entre los tres nos encargamos de que el evento salga a la perfección. Invito a mi hermana a cenar en un buen restaurante para agradecerle el gran trabajo que ha hecho esta tarde y terminamos en mi nueva casa viendo películas de ciencia ficción y comiendo palomitas en cantidades industriales.

Se levanta al terminar la primera y me doy cuenta de que se encamina dirección a la puerta de salida.

—¿A dónde vas? Creí que dormirías aquí.

—Y así es, hermanita. Voy a casa de Pablo, a ver si tiene cervezas.

Me pongo nerviosa y comienzo a tener palpitaciones, pero ¿qué me pasa? y ¿por qué Cristina ha decidido terminar con mi apacible noche? Pablo me empieza a caer bien, sin embargo, no me apetece verlo de nuevo. Rectifico, no me importaría ver a ese ser todopoderoso y admirar su salvaje belleza en silencio, pero me pone de los nervios (y no en el mismo sentido que lo hace las sinrazones de mi madre), no. Este me ataca el sistema nervioso de una manera muy distinta y no me gusta no tener plena conciencia de mi cuerpo y mis reacciones.

—No está —cierra la puerta y se encoge de hombros—, estará por ahí tirándose a alguien. No sabe tener la polla metida en los pantalones —camina y vuelve a sentarse en el mismo sitio.

Respiro tranquila ante lo primero que dice, pero siento un pinchazo en el estómago al escuchar lo segundo. Reacciono a tiempo y le riño.

—¿Por qué hablas así?

—Porque es la verdad. Pablo es mi mejor amigo, pero sé lo atractivo que es, no estoy ciega. Las mujeres se acercan a él como moscas a la miel y él… pues aprovecha las oportunidades. Le gusta el sexo y… —coge el mando a distancia y pone otra película que comienza a la vez que ella deja de hablar— según dicen es una máquina, un portento… no sé si me entiendes.

Me ruborizo y miro hacia otro lado. Creo que me está dando demasiada información. Claro que la entiendo, no obstante no tengo la imperiosa necesidad de saber cómo se las gasta Pablo en la cama, ni en ningún otro sitio.

Bilogía

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