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BAILA CONMIGO Y OLVÍDATE DEL MUNDO

Despido a Carol y a Rocío en la puerta de Salados, un bar muy pijo de tapas y vinos. Tengo que ducharme, recoger a Cristina y llegar a casa de nuestros padres a buena hora para ayudar a preparar la cena de esta noche. He llamado a mi padre y me ha informado que mamá se encuentra bien, asimilando las «buenas nuevas» que le di la semana pasada y que todo transcurre mucho más tranquilo. Me seco el pelo, me pongo unos vaqueros, un chaleco ancho de lana gris, un abrigo negro con gorro rodeado de un suave pelo, unas zapatillas de deporte blancas y una cola alta un poco despeinada. Me llevo el vestido para esta noche en una bolsa junto a todos los complementos necesarios. Subo en mi Range Rover Evoque blanco aparcado ochocientas ocho calles más allá de la mía. Necesito buscar un garaje cerca de mi nueva casa. Paro en la puerta del piso de Cristina y pito varias veces después de haberla llamado por teléfono y sentirme ignorada. La veo salir del portal acompañada por un chico de su misma altura y al que despide con un beso demasiado húmedo. Sube al coche justo después de dejar una mochila en el asiento trasero.

—¿Quién era ese? —la miro, achinando los ojos.

—Lucas —se encoge de hombros y saca un chicle de su bolso azul—. ¿Quieres uno? —me lo ofrece y niego con la cabeza. Se lo mete en la boca y arruga el papel con la mano—. Vamos, parecías tener prisa hace un momento —me arenga.

Arranco y me incorporo al tráfico. Tardamos en llegar mucho más que la última vez, pero no se me hace largo el camino. Cristina me cuenta que conoció a Lucas ayer, en la fiesta de una revista con la que colabora a menudo. Trabaja como redactor jefe en la sección de deportes y se le insinuó nada más conocerla y hablar con ella. Mi hermana no suele acostarse con un chico en la primera cita, así que doy por hecho que el flechazo ha sido instantáneo. Aparco en la puerta de casa, algo bueno tiene que tener vivir en las afueras; yo no cambiaría la ciudad por nada. No me arrepiento de haber vivido mi niñez en estas calles, corriendo sin peligro de patio en patio, pero esa etapa pasó y ahora me gusta sentirme cosmopolita.

Mi madre me da un beso y un abrazo que valen oro, sin embargo, noto algo fuera de lugar en ello. Miro a mi padre buscando una explicación a la extrañeza de los actos de mi progenitora y, con un imperceptible movimiento de hombros, me pide que acepte lo que ella haya decidido. No lo entiendo muy bien al principio, así que lo dejo pasar y me pongo a cocinar codo con codo con Cristina. A media tarde lo tenemos todo listo, nos lavamos las manos en el baño peleándonos por ver quién de las dos entra primero (recordando no tan viejos tiempos) y mi hermanita se cuela ante mi atónita mirada. Golpeo la puerta con fuerza llamándola «niñata malcriada» y ella abre sonriendo de oreja a oreja. Bajamos al salón y Cris sale corriendo al escuchar el timbre de la puerta. Abre y se tira sobre una mole de músculos y perfectos ojos azules que la rodean y la aguantan con sus grandes manos.

—¡Pablo! Te he echado de menos.

—Y yo a ti, Pétalo; pero solo hace una semana que no nos vemos —la deja sobre el suelo y la agarra del cuello de una manera muy cariñosa, tanto que me conmueve.

—A saber qué has estado haciendo por ahí.

—He trabajado mucho, últimamente la inspiración viene sola —la atrae hacia él y le da un beso en la mejilla—. Vamos, me muero por una cerveza.

—Espera, tengo que coger el abrigo —se deshace de su agarre, pasa por mi lado y se pierde en la cocina. Pablo se da cuenta de mi presencia y clava su mirada en la mía.

—Hola, Nerea —levanta el brazo a modo de saludo y, a continuación, se mete las manos en los bolsillos dejándose caer con un hombro del arco de la puerta.

—Hola, Pablo. ¿Qué tal va todo?

En ese momento llega Cristina a mi lado con su abrigo puesto y ofreciéndome el mío. Entrecierro los ojos preguntándole qué quiere.

—Ya está todo preparado. Nos acompañas a tomar unas cervezas.

Pablo aparca el Audi muy cerca del bar de Bob. Un inglés afincado en Madrid desde mucho antes de que yo naciera. Su pub, uno de los pocos del pueblo, siempre tiene buena música y mucho ambiente. Entramos los tres y caminamos hasta la barra. Pablo se detiene un par de veces para saludar a varias personas, imagino que antiguos amigos del barrio. Incluso, con una de ellas, se hace una foto. Cristina pide dos cervezas y un vino a una camarera con un top demasiado estrecho y pequeño para tan prominente pecho. No me pasa desapercibida la sonrisa que le regala a Pablo cuando este llega hasta nuestro lado, se quita la chaqueta y la deja sobre un taburete detrás de donde me encuentro. Un chaleco de cuello alto de lana se pega a su cuerpo como si estuviera cosido a él. La chica nos sirve las bebidas, se inclina hacia adelante, le dice algo a Pablo al oído y le pasa un papel amarillo que este coge con la mano.

—Es de mala educación ligar cuando dos chicas tan monas como nosotras te acompañan —Cris le da un golpe en el hombro.

—No se me ocurriría, Pétalo —le entrega el papel a mi hermana sin importarle lo que ponga en él y perderlo para siempre—. Tú eres la única. —Le guiña un ojo y levanta la copa—. Brindo por vosotras. Por las dos chicas más guapas que conozco —me mira y sonríe. Alzamos las copas y bebemos.

—Qué mono eres. Yo también te quiero —contesta Cristina. De repente abre mucho los ojos y comienza a gritarle a alguien al fondo de la sala—. ¡Almudena! ¡Almudena! —Sale corriendo y desaparece entre el gentío, dejándome a solas con Pablo. Bueno, solos… más de cincuenta personas nos rodean (entre ellas, la despampanante camarera que no deja de mirarnos, de una manera muy descarada).

Tomo asiento en un taburete y bebo otro sorbo de la copa de vino. Pablo se apoya con los codos en la barra y echa un vistazo al local para terminar con su mirada sobre mí.

—¿Lo pasaste bien la otra noche?

—¿Perdona? —dejo la copa sobre la barra y abro los ojos, confundida.

—Con tu cita. Te estuve esperando horas. No me apetecía comer helado solo —hace un mohín.

—Déjame que ponga en duda eso.

—¿Qué? ¿No te crees que te esperara?

—No.

—Pues es cierto —asegura.

—¿Siempre eres así?

—¿Así cómo?

—Tan directo. Tan… sincero.

—Me gusta decir lo que pienso.

—¿Y en qué piensas ahora?

Se gira hacia mí, me mira, le da un trago a su cerveza, la posa sobre la barra y se agacha un poco hasta dejar sus ojos a la altura de los míos. Ni subida en el taburete le llego a la nariz.

—Pienso en muchas cosas… —musita muy cerca de mis labios. Trago para humedecer la sequedad instantánea de mi garganta—, pero las tetas de la camarera ocupan mi mente ahora —termina, en un tono mucho más alto y bromista.

—Eres imbécil ¿lo sabías? —sonrío por su salida de tono, aunque tengo que admitir que no me hace mucha gracia que piense en los senos de otra mujer. Espera, tampoco me parecería correcto que pensara en los míos, o ¿sí? ¿Veis? Con Pablo cerca, mis pensamientos e ideas se distorsionan.

—Sí, ya me lo habían dicho antes —coge el botellín y lo levanta, brindando en solitario, y bebe.

—¿Quieres bailar? Me encanta esta canción —propone.

—No puedes estar hablando en serio —miro a nuestro alrededor y no encuentro a nadie sobre la improvisada y supuesta pista de baile.

—Por supuesto que sí —se incorpora y me ofrece la mano.

—No —me niego en rotundo.

—Nerea. No puedes negarte —cambia su semblante a uno mucho más serio (que no se cree ni él)—. Me partirás el corazón si lo haces —se toca el pecho, dramático. Yo su corazón me lo imagino de grafeno, irrompible e inexpugnable.

Suena Nothing else matters de Metálica.

—Me da mucha vergüenza… —trato de que olvide el tema. Agacha el semblante, fingiéndose derrotado—. Está bien, pero al fondo. Así no nos verá mucha gente —cojo su mano y bajo del taburete. Me hace una reverencia justo antes de agarrarme de la cintura y empezar a moverse con un excelente ritmo. (Si es cierto esa leyenda urbana que dice que un hombre que sabe bailar, sabe moverse en la cama, Cristina lleva razón y es un portento en lo que a sexo se refiere). Pongo mis manos sobre su pecho y noto su firmeza debajo de la ropa. Me ruborizo y agacho la cara.

—Tranquila, nadie puede vernos desde aquí. —Levanto el semblante y atrapa mi mirada—. Te tengo a mi merced... podría hacer contigo lo que quisiera… —bromea, o eso me parece.

—Podría deshacerme de ti con un movimiento de piernas. Soy chiquetita, pero sé defenderme de alguien como tú.

—¿Alguien como yo? Eso ha sonado muy… despectivo.

—He estado casada muchos años, pero conozco a los que son como tú. No os tomáis a las mujeres en serio. Solo queréis un poco de sexo y poco más.

—Me tomo muy en serio a las mujeres. Me molesta que pienses así. Pero, sí. No busco una relación, si es a eso a lo que te refieres. ¿Soy mala persona por ello?

—Supongo que no, pero no me va ese rollo. No soy de esas.

—¿De las que disfrutan cuándo y cómo les da la gana? —me mira frunciendo el ceño y yo le devuelvo el gesto como si de un duelo se tratara. Espero a que él relaje el gesto para hacerlo yo después. Nos dedicamos a escuchar la canción y, cuando termina, me suelto y volvemos a la barra. Pablo pide otra cerveza para él y un refresco para mí; y lo bebemos hablando de música, nuestro tema preferido, hasta que Cristina llega a nuestro lado y nos informa que esta noche la fiesta en su casa se ha convertido en una reunión bastante íntima, pero que cuenta con nosotros dos. No me atrae la idea que propone, sin embargo decido callarme y ya se lo haré saber después, cuando llegue la hora. Me iré a casa a ver la tele, escuchar música o terminar el libro que me tiene enganchada desde hace una semana. A veces me gustaría multiplicarme por tres y tener tiempo para hacer todo lo que me gusta sin dar de lado mis obligaciones. A la vuelta, Pablo aparca en la puerta de la casa de sus padres y nos acompaña calle arriba caminando. Mi hermana tararea una canción de Ariana Grande que acabamos de escuchar en la radio del coche, agarrada del brazo de su amigo. Yo voy con las manos en los bolsillos y el gorro del abrigo tapándome hasta las cejas. Juraría que falta muy poco para que caiga una pequeña nevada. Paramos en nuestra puerta y Cris se despide de Pablo con un beso. Le amenaza con envenenarle la comida si no va a su fiesta esta noche y sale corriendo aduciendo que se le congelan los dedos de los pies. De nuevo nos quedamos solos bajo la oscuridad de la noche y la luz de las farolas.

—Nos vemos otro día —le sonrío, escueta, y subo un par de escalones del porche de la casa de mis padres.

—Nerea —me llama y me giro. Me encuentro con sus ojos a la altura de los míos—. En el brillo de tus ojos. En eso pienso la mayor parte del tiempo —me da un casto beso en la nariz y desaparece calle abajo. Me quedo pasmada viendo como lo pierdo de vista, ensimismada con su imponente silueta, imaginándome el sabor de sus labios y tragándome las ganas de todo que me dan con Pablo.

Obligo a mamá a descansar y a no preocuparse por nada, me cuesta convencerla una barbaridad, la cabezonería en esta familia viene de fábrica, pero papá utiliza todas sus artimañas para persuadirla. Cristina y yo ponemos la mesa. Cubrimos la madera oscura con un mantel beis y encendemos unas velas de centro. Nos damos la enhorabuena chocando nuestras manos por dejarlo todo tan bonito y me pide que cantemos un villancico como cuando éramos pequeñas junto a la chimenea. El timbre de la puerta interrumpe nuestro improvisado concierto a tres voces (papá se ha apuntado en el último momento) y voy a abrir tarareando El burrito sabanero. La sorpresa que me llevo al ver a Sebastian de pie bajo el vano de la puerta con una botella de vino en la mano es diametralmente proporcional a su decepción al darse cuenta de que yo no sabía que vendría a cenar.

—Yo… lo siento. Nerea, de verdad. Creí que lo sabrías. Si quieres, me voy —me mira con cariño (aunque contrariado).

—No es necesario. Me alegro de que estés aquí. —Damos un paso hacia delante y nos fundimos en un corto abrazo. Lo he dicho en serio. En algún momento se me ha pasado por la mente con quién pasaría la noche mi todavía marido. Sus padres viven en Londres y dudaba mucho que él se trasladara allí en un día como hoy. Nunca lo ha sugerido estos años que hemos pasado juntos.

—Supuse que tu madre te lo habría comentado y que tú estarías de acuerdo —se excusa.

—No tienes que explicarme nada. Pasa, te vas a congelar de frío.

La cena transcurre más distendida de lo que pensaba en un principio, no obstante, no puedo obviar los comentarios de mi madre alabando las virtudes de Sebastian. Conozco sus artimañas, cree que me daré cuenta de que no encontraré a otro como él y caeré rendida a sus brazos. Lo que se escapa a su entendimiento es que, ahora mismo, Sebastian tampoco quiere saber nada de mí y que, por supuesto, no busco un hombre para mi vida. Mi padre le comenta lo de las inversiones que ha hecho últimamente y este le aconseja sobre cómo actuar a partir de ahora. Durante un momento tengo la sensación de que todo sigue igual, mi marido y yo seguimos juntos y no vivimos separados desde hace ya un par de meses. ¡Cómo pasa el tiempo! Parece que fue ayer cuando salí de mi casa sin mirar atrás y sin pensar demasiado en lo que estaba haciendo. Me doy cuenta de lo orgullosa que me siento de mí misma, poco a poco voy adaptándome a mi nueva vida sin necesitar a un hombre a mi lado. No me malinterpretéis, pero me he llevado tanto tiempo contando con Sebastian para todo, que al principio pensé que me sería muy difícil (si no imposible) manejarme sin él. Pero aquí estoy, adueñándome de mi propia vida. Comemos el postre y servimos café y chocolate, esto último para agradar a mi querida madre. Vuelvo a la cocina a por la leche que he dejado calentar en el microondas y Sebas me sigue ofreciéndome su ayuda.

—Busca azúcar en ese mueble —le pido mientras cojo un par de tazas más que mi madre me ha pedido.

Las deja sobre la bandeja que preparo con servilletas y cucharillas y me agarra la mano con la suya.

—Esta noche tienes algo especial, Nerea. No sé qué es pero… te ves diferente.

—Debe ser el vestido —le quito importancia a lo que dice. Llevo un Hermes plateado largo hasta los tobillos.

—No es eso. Es como si… fueras más feliz —susurra demasiado cerca de mi cara. No entiendo muy bien por qué, pero mi primer impulso es alejarme y soltarme de su agarre—. ¿Lo eres?¿Eres feliz sin mí?

—No creo que sea momento ni lugar para hablar sobre lo nuestro —Se empieza a escuchar demasiado ruido en la sala.

—Perdona, llevas razón —se aparta unos pasos—. No sé qué me ha pasado.

—Ya lo hemos hablado, Sebastian. Tú también estabas de acuerdo.

Cojo la bandeja y salgo al salón sin esperar a que Sebas haga lo mismo. Me encuentro con tres caras conocidas que aún saludan a mis padres y a mi hermana.

—Nerea, ¿recuerdas a Malena y Rodrigo? —pregunta mi padre.

Sonrío, asiento con la cabeza, dejo la bandeja sobre la mesa y los saludo con un par de cariñosos besos a cada uno. Hace años que nos los veo, sin embargo, no me he olvidado de los padres de Pablo.

—Me alegro de veros. Malena, estás igual que siempre —la halago.

—Gracias, mi niña. Tú estás hecha toda una mujer. —Se gira para hablar con mis padres y alabar la belleza de Cristina. Pablo aprovecha el barullo para acercarse a mí.

—¿A mí no me das dos besos? —para a mi lado y ni me mira. Yo tampoco lo hago, pero intuyo su sonrisilla.

Hago caso omiso a su pregunta–proposición y dirijo mi vista hacia otro lado. Exactamente hacia la puerta de la cocina, donde mi subconsciente no ha olvidado que se halla Sebastian. Como si me hubiera escuchado, sale de allí y saluda a los presentes, educado. Mi madre lo presenta como mi marido y no me opongo a ello ni la rectifico. ¿Qué voy a hacer? ¿Contarles la historia de mi vida? ¿Explicar nuestra situación actual? Dejo que cada uno saque sus propias conclusiones y no le doy más importancia al hecho de que mi madre hable como si el mes que viene fuéramos a anunciar nuestra próxima paternidad. Miro a Pablo por el rabillo del ojo y juraría, si no supiera que pasa de mí como de comer mierda y que lo único que pretende es jugar conmigo, que no le hace ninguna gracia que Sebas esté aquí.

A eso de las doce despedimos a los invitados y poco después hago lo mismo con mi ex marido. Se ofrece a llevarme a casa, pero declino la invitación aduciendo que tengo que volver en mi coche a Madrid. Me cuesta convencerlo de que no voy a dejar que me acompañe, pero al final se da por vencido y se marcha, no sin antes darme un beso demasiado cerca de la comisura de los labios que, reconozco, me deja descolocada.

El camino de vuelta lo paso discutiendo con Cristina, explicándole las mil razones por las que prefiero irme a casa y descansar, a asistir a la fiesta que celebra en la suya.

—Si no te quedas, no te lo perdonaré jamás. No seremos más de siete u ocho personas.

—Dudo que en tu piso quepan muchas más —pongo el intermitente y adelanto un camión.

—Te crees muy graciosa —me enseña los dientes, forzada—. Vamos, conoces a Laura, Pablo también vendrá y… te presentaré a Lucas.

—No es eso. Tengo ganas de descansar.

—Venga, hazlo por mí.

—No te pongas pesada.

Comienza a cantar, desgañitándose, canciones de Ariana Grande. Intento taparme los oídos para no quedarme sorda por culpa de sus gritos y ella reacciona apartándome la mano de la oreja. Le regaño porque vamos a tener un accidente por culpa de sus locuras y me contesta que no parará hasta que le diga que iré a esa maldita fiesta.

—Está bien, pero solo un rato. Después me voy a casa. —Da unas palmaditas y sonríe.

—Eres la mejor, hermanita. Al final, te quedarás a dormir. Ya lo verás.

Cristina… la adivina.

Bilogía

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