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LO QUE PLANEAS Y LO QUE SUCEDE

Veinte minutos tardamos en entrar, llegar a la barra, pedir dos gin-tonics y una Coca Cola y acomodarnos en una esquina. En el gran y presuntuoso local no cabe nadie más, tratamos de hacernos un hueco para poder bailar, pero nos cuesta horrores que no nos empujen, pisoteen y nos lleven de un lado a otro en contra de nuestra voluntad. La música casi no nos deja hablar, sin embargo, nosotras, que no nos callamos ni debajo del agua, mantenemos una conversación a base de gritos. No podría describir la decoración del club, hace tiempo que no vengo y juraría que han hecho una reforma hace poco. Imaginaos todo negro bañado con luces de colores y muchas, muchas personas contoneando sus cuerpos a ritmo de Robin Schulz, incluidas nosotras tres. Una mujer muy alta pasa por mi lado y me da un codazo en el costado tratando de pasar, no la culpo, pero podría tener más cuidado. Se disculpa desde su altura y no puedo evitar ponerle mala cara. Rocío le saca el dedo en un gesto muy impropio de una dama a un hombre que no deja de mirarnos de manera pervertida y Carol intenta no desmayarse por el agobio que le causa dicha masificación. No he visto a Pablo y sus amigos por ningún lado. No es que los haya buscado… Bueno, tal vez mi subconsciente lo ha hecho, pero yo no, (cri, cri, cri). Contra viento y marea decidimos jugarnos la vida e ir al baño. Hay mucha gente, pero el arquitecto de la discoteca fue inteligente y la dotó de un gran número de inodoros, así que no tardamos demasiado. Volver a nuestra posición inicial se convierte en algo imposible de llevar a cabo, por ello, decidimos quedarnos en el primer hueco que encontramos libre, junto a unos escalones que llevan a la zona de reservados. Por los altavoces comienza a sonar Lilly Wood & The Prick and Robin Schulz con la canción Prayer In C y muevo el cuerpo al ritmo de la música. Miro hacia un lado contoneándome y algo llama poderosamente mi atención. Un pecho ancho, unos brazos torneados y tatuados y… una sonrisa capaz de descongelar el maldito polo norte. Aprovecho que mis amigas andan enfrascadas en una conversación y dedico unos minutos a admirarlo como se merece. Desde aquí nadie puede verme, así que me tomo mi tiempo y contemplo lo bien que le quedan los vaqueros caídos a la cintura, la camiseta blanca, la poblada barba, el pelo despeinado… Habla con otro chico con las manos metidas en los bolsillos, dejando caer su cuerpo de una manera relajada. De repente, una chica (que no me es del todo desconocida) se acerca a él, le rodea el cuello con los brazos y le da un beso en los labios. Él reacciona sacando las manos de su escondrijo y envolviendo la cintura de la chica. (Hablo de Pablo, por si nadie se había dado cuenta).

—¿Nerea? —escucho a mi lado. Miro en dirección a la voz y unos ojos marrones me sonríen.

—¡Allan! —le devuelvo el gesto. Él se acerca a mí y me da dos cariñosos y amigables besos. Mis amigas deciden abandonar su acalorada discusión y centrar toda la atención sobre mí y el chico que me alaba diciéndome lo guapa que estoy y lo mucho que se alegra de verme.

—Gracias —me sonrojo ante tanta exaltación de mis virtudes físicas. Nunca me he sentido cómoda escuchando piropos, por ello, decido cambiar de tema—. Allan, ellas son Carol y Rocío. Chicas, él es Allan. Un amigo de Pablo —se saludan con dos besos y le echan un repaso que me llega a incomodar, no obstante, por fortuna, él no se da cuenta de nada.

—¿Qué tal estás? No he vuelto a tener noticias tuyas —me recrimina divertido. Me dio el teléfono aquella noche, pero a mí ni se me ha pasado por la mente llamarle, ¿para qué?

—He estado trabajando, ya sabes —me disculpo.

—Déjame que te invite a algo. Debes resarcirme el agravio —sonríe y yo hago lo mismo. Me hace gracia que hable de una manera tan solemne, no parece un tipo de esos que regalan flores y cantan serenatas debajo de balcones.

—Te lo agradezco, pero estoy con mis amigas. Mejor otro día.

—Tus amigas también pueden venir. Estamos ahí —señala el reservado donde se encuentra Pablo hablándole al oído a la chica que antes lo saludó con tanto ímpetu—. Vamos, no estaréis tan apretadas. Os pido una copa y después puedes optar por ignorarme toda la noche.

Mis amigas me miran con cara de gatitos ahogados, suplicándome que acepte la oferta. Ro estará deseando bailar rodeada de tíos buenos y Carol daría la vida por tener un poco de más espacio. Por ellas, no por mí (emoji mirando hacia arriba, disimulando) le digo que sí y caminamos detrás de él. Allan me agarra de la mano para ayudarme a subir los cuatro escalones que nos separan de los reservados. Nos pregunta qué queremos beber y hace el pedido al camarero que los atiende. Nos presenta a dos chicos con la misma pinta de modernos que él. Chase y Robbie resultan ser muy agradables y simpáticos. Hablan con nosotras durante un rato, hasta que un hombre un poco más mayor, de unos cuarenta años, los llama y charla con ellos sentados sobre unos sofás rojos muy modernos. Carol y Ro comienzan a bailar a mi lado y yo entablo conversación con Allan. Se me ocurre ir a saludar a Pablo, pero él no se ha percatado de mi presencia y yo no quiero interrumpir la charla tan animada que mantiene con su acompañante femenina. Rocío aprovecha que mi amigo se aleja un par de pasos a pedir otra copa y me grita al oído.

—¿Aquél de allí no es Pablo?

Me encojo de hombros y le doy un sorbo a mi bebida.

—¿No vas a saludarlo?

—No quiero interrumpir.

—No seas boba —me quita el vaso de la mano—. Anda, ve. Si lo estás deseando.

Al ver que no me muevo, Rocío deja los vasos sobre una mesa, me empuja por la espalda y me lleva hasta dejarme casi delante de él. Pablo me ve, abre los ojos asombrado y se levanta, dejando a sus dos acompañantes femeninas con la palabra en la boca.

—¡Hola! ¿Qué haces aquí? —sonríe, aturdido.

—He venido con las chicas —respondo sin saber qué más decir. Las señalo, pero él no me quita la vista de encima—. Allan nos ha invitado, ha ido a por una copa. —En ese momento, el apelado llega y le ofrece una cerveza a su amigo. Éste la acepta y la choca contra la de él. Las chicas que estaban sentadas junto a Pablo se levantan, una de ellas le dice algo en el oído y desaparece, junto con su amiga, por un pasillo que hay detrás de nosotros. Reconozco esas piernas tan largas, es la chica que salió de su piso de madrugada hace un par de semanas.

—Parece que te espera una noche de lujuria y desenfreno —bromea Allan, señalando, con el botellín en la mano, el sitio por donde han salido.

—Paso, tío. Ve tú si quieres.

—¿Yo? —me rodea los hombros con su brazo—. No cambiaría la compañía por nada del mundo. —Pablo y yo nos miramos con cara de circunstancia. Unos segundos más tarde, se mete las manos en los bolsillos y sale del reservado para dirigirse a la barra más cercana. Tendrá ganas de salir y socializar con el resto de mortales que bailan apretados un poco más abajo, porque aquí podría pedir al camarero lo que quisiera.

La compañía de Allan me gusta, pero preferiría que fuera Pablo el que estuviera haciéndome reír. No obstante, no le puedo quitar mérito al medio inglés medio español que, con sus historias, me hace soltar más de una carcajada. Vuelvo a preguntarle por el tatuaje y le pido, por favor, que me haga partícipe de la razón por la que se tatuó la frase «Soplapollas» en Chino. Me cuenta que se acostó con la novia del tatuador y que este no le dijo que lo sabía hasta después de marcarle la piel para siempre.

—He pensado borrarlo y hacerme otro encima, pero aún no he encontrado tiempo. De todas formas, nadie sabe lo que significa, al menos por aquí.

—Está bien que lo tengas, así te recordará lo que nunca más debes hacer.

—¿Acostarme con la mujer de mi tatuador?

—Acostarte con una mujer comprometida, memo —nos partimos de la risa.

Las chicas vienen a avisarme de su partida y decido irme con ellas. Allan se ofrece a llevarme, pero declino su oferta y me despido de él con un fuerte abrazo. No me pasa desapercibido su dulce olor, su cuerpo definido y el cosquilleo que siento en mis partes bajas. Hace muchísimo tiempo que no me acuesto con nadie, creo que nunca he pasado una época tan larga de sequía. Incluso con Sebastian, aunque nuestra relación no fuera la Panacea, manteníamos relaciones sexuales de vez en cuando (que no esperara a que yo terminara es otro tema que debí aclarar con él). Conclusión: necesito echar un polvo o… eso creo.

Salimos a la calle entre empujones, malas caras y unos cuantos «perdón», «lo siento» y «dejen paso». Nos resguardamos bajo la pérgola y esperamos que deje de llover. Rocío se enciende un cigarro y telefonea a Carlo, mientras Carol llama a un taxi y yo me entretengo leyendo y respondiendo varios mensajes de Cristina preguntándome dónde estoy. Me extraño al tener también un par de llamadas de ella, pero renuncio a la idea de telefonearle al comprobar que el reloj del móvil marca más de las cuatro de la mañana. Le pregunto por WhatsApp qué necesita y espero a que le llegue. Lo hace, pero no parece que lo lea. Me la imagino dormida, babeando sobre la cama o abrazada desnuda (puag, qué asco) sobre ese tal Lucas. El humo de un cigarro sobrevuela mi cara y la giro para ver de dónde proviene (Rocío fuma bastante lejos de mí). Me encuentro a Pablo de pie, con la espalda apoyada en la pared del edificio y un pie sobre la misma con la rodilla flexionada.

—¿Te ibas sin despedirte? —mis ojos se encuentran con los suyos.

—No estabas, pensé…

—Estás muy guapa —se impulsa hacia delante y se incorpora frente a mí. Le da una última calada al cigarro y lo tira a un lado. Sobre la acera puede haber más de veinte personas que vienen y van, sin embargo, yo solo escucho la lluvia caer sobre el asfalto.

—Ne, vamos. El taxi nos espera —Ro tira de mi brazo, pero yo no me muevo. Gira la cabeza hacia atrás y se da cuenta de por qué no lo hago.

—Yo la llevaré a casa —contesta Pablo, sin desconectar nuestras miradas.

Mis amigas esperan, impacientes, mi decisión. Les digo que pueden irse sin mí, me dan dos besos cada una y nos despedimos hasta mañana. Rocío me susurra al oído que no me lo piense y me lo tire. Carol me musita al otro que medite bien las cosas antes de hacerlas.

—¿Nos vamos? —con un golpe de cabeza me indica que lo siga. Camino a su lado hasta llegar al borde de la calzada, donde paramos.

—Ya sé que te gusta la lluvia, pero… nos estamos mojando —le informo.

—Muy observadora —tuerce la boca en esa media sonrisa que me deja sin aire. El coche del que los vi bajar al comienzo de la noche para ante nosotros, Pablo me abre la puerta y me invita a que pase, caballeroso.

—A casa, Steeve —le pide al conductor.

—Por supuesto, señor —le contesta este.

—¿Señor? —le pregunto, sentada a su lado. Él se encoge de hombros y no le da importancia al asunto.

—Llevo la ropa empapada —me miro el vestido negro, demasiado corto según mi amiga Carol.

—Siempre puedes quitártela —propone. Lo miro con una ceja enarcada y él tuerce la boca hacia arriba. Se deshace de su chaqueta de cuero y me la pone por encima de los hombros.

—Así entrarás en calor.

No, Pablo, así no.

Calor me entra cuando me doy cuenta de que la camiseta blanca mojada se pega a su pecho como si no llevara nada. Cierro la boca para no babear (más) y miro hacia otro lado. Unos segundos después me pregunta si estoy mejor.

—Ajá —musito (como la persona más tonta que haya pisado la faz de la tierra) y asiento con la cabeza.

Bajamos del coche y le pide al chófer que vuelva a por los chicos y que los lleve a casa, no entiendo muy bien a qué se refiere. Habla como si todos viviesen en comuna (y de hippies no tienen nada. Tampoco de pijos, parecen más roqueros modernos).

Entramos en el ascensor y los dos levantamos la mano para pulsar el botón con el número diez en relieve. Nuestra piel se toca y un escalofrío me recorre la columna vertebral. Barajo la posibilidad de que se trate de frío; pero la descarto al notar un inmenso rubor sobre las mejillas.

—¿Por qué no bebes alcohol? —pregunta con las manos metidas en los bolsillos y con la espalda sobre el cristal.

—¿Qué?

—Me he dado cuenta que no bebes demasiado alcohol. Tal vez una copa de vino.

—No soy abstemia… si es lo que me preguntas, pero… me gusta controlar mi cuerpo. Odio no manejar la situación.

—¿Nunca te dejas llevar? —abre los ojos, sorprendido.

—Depende.

—¿De qué depende? —tuerce la cabeza a un lado, dejando su mejilla muy cerca del hombro.

—De según como se mire, todo depende —tarareo la tan conocida canción.

—¿Te estás quedando conmigo? —sonríe de oreja a oreja, se incorpora y se saca las manos de los bolsillos. Tengo que levantar el mentón para poder mirarlo a los ojos. Me encojo de hombros y también sonrío.

—Vaya, vaya… ¿Te gusta jugar? —se acerca un paso—. ¿Qué tengo que hacer para que decidas dejarte llevar conmigo?

NA-DA, pienso.

De repente, todo se ralentiza, mi respiración se acelera al ritmo de la suya y noto su cuerpo, ardiente, demasiado cerca del mío.

Levanta una mano, pulsa el botón de parada y el ascensor deja de moverse, (aunque a mí todo me da vueltas).

—Pablo —su nombre se escapa entre mis labios—. ¿A dónde vas?

—Voy a besarte —contesta seguro de sí mismo y de su atractivo sexual.

—¿Y por qué crees que te dejaría hacerlo?

—No lo sé, pero eso solo lo hace más emocionante—musita. Da otro corto paso y yo retrocedo, chocando con la pared de metal. Apoya una mano en el ascensor junto a mi cabeza y la otra la mete entre su chaqueta (que aún llevo puesta) y me acaricia el costado.

—No debemos —suspiro y dejo la palma de mis manos sobre su pecho, empujándolo levemente hacia atrás.

—¿Quién lo dice? —siento su respiración sobre la mía.

Empiezo a pensar en la lista de personas que no estarían de acuerdo con lo que estamos a punto de hacer. Sebastian la encabezaría y con mucha diferencia, pero la saco de ella de un plumazo al entender que él no tiene nada que opinar aquí. Mi madre, por supuesto, pondría el grito en el cielo y tendríamos que llevarla al hospital. A mi padre le daría igual, él solo quiere mi felicidad. Mis amigas ya me han dicho lo que piensan antes de dejarme en la puerta del Bogga y Cristina… Cristina sí tendría mucho que objetar.

—Eres el mejor amigo de mi hermana pequeña —se me corta la respiración al notar su nariz entre mi cuello.

—¿Y…? —me roza la piel con los labios y todo mi cuerpo se estremece con el leve contacto— Yo no le voy a decir nada —vuelve a separarse unos centímetros y a mirarme.

—Tienes veintisiete años… —busco otra excusa.

—Me muero por besarte, Nerea. —Sus pupilas se han dilatado tanto que han raptado el azul de sus ojos. Asiento con la cabeza y me quedo sin respiración al notar sus labios, muy despacio, rozar los míos. Nuestras respiraciones se aceleran y rebotan en el poco espacio del habitáculo donde nos encontramos. Levanto un poco más la cabeza y la inclino hacia delante para que el beso se haga más profundo, pero Pablo me agarra del cuello y la cintura y me para. Vuelve a mirarme y encuentro algo que no había visto antes. Mucho anhelo, o tal vez deseo, el mismo que recorre cada una de mis venas. De nuevo, roza con sus labios los míos y yo trato de agarrarme a su cuello y atraerlo más hacia mí. Él se separa y sonríe ante mi cara de cabreo. Pero tipo sonrisa pervertida de demonio pervertido. Por supuesto es muy consciente de su atractivo sexual.

—¿Por qué tienes tanta prisa? —me acaricia los labios de una manera muy sucia con el dedo pulgar.

Trato de morderlo, pero se aparta.

—Te deseo. —¿Eso lo he dicho yo? Me sorprendo de mí misma y a él le cambia la cara. Aprieta la mandíbula, traga en un gesto muy masculino y un brillo incandescente le cruza la mirada.

Une su boca a la mía, de repente, con mucha ansia; y un fuerte gemido se escapa de entre mis labios cuando este los muerde con fuerza. Introduce su lengua en mi boca y yo le busco hueco a la mía en la suya. Está húmeda y muy caliente, tanto como me estoy poniendo yo. Lo devoro como llevaba semanas queriendo hacer, pero no lo sabía. Pablo me agarra del culo y me lo levanta apremiándome a que lo rodee con mis piernas. Cuando lo hago, me quita la chaqueta, dejándola caer al suelo y me clava más a la pared. Con una mano palpa el panel del ascensor y noto que comienza a moverse. Enredo mis dedos entre sus cabellos y él me masajea un pecho por encima de la ropa. Se escucha el pitido que indica que hemos llegado a nuestra planta y salimos de ella chocándonos contra todo lo que se pone por delante. Mis pies siguen sin tocar el suelo. Pablo saca las llaves de su piso de los pantalones e intenta introducirla en la cerradura. Noto que su miembro, duro y expectante, choca contra la fina y mojada tela de mis bragas.

Jadeo y giro la cabeza hacia un lado, tratando de coger aire, aprovechando que su boca y su lengua me recorren el cuello y la clavícula.

—Pablo… —intento apartarlo, pero él me besa de nuevo—. Pablo… Para… —le tiro del pelo hacia atrás, sin embargo, me muerde el labio como respuesta.

—Ni en sueños —sigue devorándome y deshaciéndome por dentro, así que tengo que hacer acopio de todas mis fuerzas para frenar esto.

—Pablo… —le agarro la cara con las manos y le tuerzo la cabeza hacia mi izquierda para que observe a Cristina durmiendo sentada en el suelo, sobre el felpudo de mi piso.

—Joder, Pétalo —musita mirándola, sin soltarme el culo.

—No podemos dejarla ahí —digo, aún entre pequeños gemidos. Pablo centra su mirada ahora en mí.

—Será solo un ratito —tuerce la boca en una mueca muy perversa. Sonrío, le acaricio la mejilla y le doy un corto beso muy cerca de los labios. Estoy segura de que no habla en serio. Me deja en el suelo y me bajo el vestido, mientras él se agacha y trata de despertarla.

—Pétalo… Peque… Despierta —le da golpecitos en los hombros y en la cara.

—Mmm… ¿Qué hora es? —contesta sin ni siquiera parpadear.

—Muy tarde, ¿cuánto tiempo llevas aquí?

—Quiero un burrito —habla en sueños.

—Abre la puerta, Nerea. La llevaré en brazos.

La coge como si no pesara nada, cruza la casa y la deja sobre mi cama. Yo le quito los zapatos, la cubro con la colcha, apago la luz de la habitación y salgo al salón donde me encuentro a Pablo de pie, muy cerca de la salida.

—¿Te vas?

—No si tú me pides que me quede —termina con el paso que nos separa y con el dedo índice me acaricia la mandíbula.

—Pablo, yo… —llega hasta mis labios y los bordea, suave y despacio. Todos los vellos de mi piel se erizan. Se me olvida lo que quería decir. Mierda, solo me pido un mínimo de concentración.

—Debería ir a ver por qué está aquí Cristina. Tal vez haya ocurrido algo —se me ocurre.

Da un chasquido con la boca, deja de acariciarme y se toca el cabello con las dos manos. Lo veo dudar, hace un imperceptible gesto como para acercarse a mí y terminar con los pocos centímetros que nos separan, pero al final retrocede, coge aire y camina hasta la puerta. La abre y se gira.

—Nerea.

—¿Si? —una llamarada me recorre de arriba abajo y un único deseo se instala en mi mente: que vuelva, me bese, me lleve a su casa, me desnude y haga conmigo lo que quiera.

Va a decir algo, pero se calla, indeciso.

—Dile a Cristina que me llame mañana. Tengo que hablar con ella.

Bilogía

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