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FIN DE AÑO DE NOCHE: MÁS RARO

Joel lleva razón al referirse a esto como el paraíso. Cientos de metros de césped muy verde y perfectamente cuidado se extiende hacia todos lados desde mis pies. Una empresa que hemos contratado se ha encargado de parte de la iluminación, pero aseguraría que otro tanto fue obra del arquitecto que diseñó esta hermosura. Busco a Ferrán entre las personas que nos esforzamos por tenerlo todo listo a la hora convenida y le doy la enhorabuena por el gran trabajo que ha hecho con las luces. Lo despido hasta la próxima y le solicito que me pase la factura lo antes posible. El maître se acerca a mí y comienza a hablar demasiado deprisa, algo ha ocurrido con los canapés de gambas, pero no logro averiguar el qué. Le ruego que se tranquilice, coja aire y se tome unos segundos para descansar. Lo acompaño hasta un banco de hierro al que alumbra una lámpara en forma de farola y lo obligo a tomar asiento y a relajarse un poco. Por fin me cuenta lo que pasa. Atención, problemón: las gambas no vienen peladas. No suelto una carcajada porque me da mucha ternurita la cara de descomposición y miedo con la que me mira, a punto del llanto y la desesperación. Buscamos una solución rápida: las gambas se servirán tal cual y serán los invitados los que las tengan que pelar.

—Reina Mora. Ya está todo preparado. Los invitados no tardarán en llegar —Joel me enseña un ramo de flores que ha sobrado de los jarrones—. He pensado que podríamos esparcirlas alrededor de la piscina.

—Me parece muy buena idea. Se verá desde dentro.

Le pido que se haga cargo del asunto (paso de salir, hace más frío que en la fiesta de graduación de Pingu) y voy a recibir al DJ y a los bailarines. A las diez de la noche comienzan a llegar coches, uno detrás de otro, como si de una coreografía muy ensayada se tratase. La cena se sirve entre los dos gigantes salones de la planta baja, ocupados por mesas redondas para ocho comensales cada una. Me quedo en el pasillo que une la cocina con las salas para cerciorarme de que todo sale como esperaba. Dos horas más tarde una marabunta de gente gritan Feliz Año Nuevo y bailan desinhibidos, gozando del momento, la compañía y la situación. Miro a mi ayudante que parlotea animadamente con un futbolista de reconocido prestigio copa en mano. Hay más de setenta personas pululando por toda la casa y de repente siento que necesito un ratito para mí. Los últimos diez años me he tomado las uvas junto a Sebastian, soñando con todas las posibilidades que nos podría traer un año nuevo, ignorando que comenzaríamos separados. Me escondo en un cuarto de baño de la primera planta y me permito derramar un par de lágrimas, solo un par, ni una más. Me limpio con una servilleta color oro dispuesta sobre el lavabo de mármol gris y salgo a avisar a Joel de nuestra partida. Tardo en dar con él, lo encuentro en el sótano, sentado en un sofá negro en lo que parece una sala de juegos. Me ruega que le dé una hora más de felicidad y lo deje gozar de la compañía.

—Además, Diva. The Fox’s Lair va a cantar su nuevo single en vivo y en directo. No serías tan cruel como para obligarme a perdérmelo. Te odiaría por ello y tendría que matarte y tirar tu cuerpo por un acantilado —me susurra al oído para que su acompañante no lo escuche, con una sonrisa muy cínica.

—Esta bien. Búscame cuando terminen y nos vamos.

Abro una puerta de dos hojas al final de un pasillo, también en el sótano, y descubro una piscina climatizada de un tamaño considerable, muy poco iluminada y donde la temperatura ha subido bastante. Camino hasta el borde y mi sentido común apenas supera a las ganas de tirarme de cabeza y relajarme en sus profundidades. Me quito el abrigo y lo dejo sobre una hamaca, la misma sobre la que tomo asiento. Levanto el cuello, cierro los ojos y respiro toda la paz y la tranquilidad que la solitaria estancia desprende. Aquí no hay nadie ni nada, el murmullo del gentío se desvanece mucho antes de llegar al pasillo y la música no tiene permiso para atravesar estas paredes. De repente, un sonido en la esquina opuesta de la sala me asusta. Me levanto y pregunto si hay alguien ahí. Nadie responde, sin embargo, ya no me siento tan sola, sino todo lo contrario, miro hacia atrás y, a dos metros, unos ojos me miran y me arropan.

—¿Pablo? —pregunto, desconcertada. La persona en cuestión se adelanta unos centímetros y la luz ilumina su cara, descubriéndola entera. Y lo veo—. Pablo, ¿qué haces aquí? —frunzo el ceño, totalmente contrariada y sorprendida.

—Esconderme —contesta, con las manos metidas en los bolsillos y como si el mundo le importara poco o nada.

—¿De qué? —me fascino ante su imponente belleza masculina. Alto, fuerte y con un atractivo arrollador.

—De la gente. Igual que tú, supongo —se encoge de hombros en un gesto imperceptible, pero que reconozco característico de su personalidad. Finge desgana, aunque nada le da igual.

—Yo solo buscaba algo de tranquilidad —me meto un rebelde rizo de pelo detrás de la oreja y me humedezco los labios. Mueca que no le pasa desapercibida a Pablo (y que prometo solemnemente que ha sido sin intención).

—Y yo la he enturbiado —dice a modo de disculpa.

—No no. Tú estabas aquí primero. Soy yo la que debería irse —argumento sin casi pensar. Me agacho para coger mi abrigo y marcharme, cuando él me agarra de la muñeca, que acaricia, y me para.

—¿Por qué huyes de mí?

—¿Qué… Qué quieres decir? —trago con dificultad.

—Llevas evitándome toda la semana —manifiesta.

—¡Eso no es cierto! —replico con demasiado énfasis, delatando mi nerviosismo y declarándome culpable de su acusación.

—¿Por qué no me has devuelto las llamadas?

—Estaba ocupada y… Vives al otro lado de la pared. Pensé que, si fuera importante, vendrías a hablar conmigo en persona.

—Eso te hubiera gustado —confirma seguro, en un tono mucho más bajo.

—Me da igual. No seas tan presuntuoso.

—A mí me hubiera encantado verte. Es más, he estado soñando contigo —manifiesta, honesto.

Yo también he soñado con él, pero me niego a reconocerlo en voz alta y que su ya hinchado y enorme ego se haga más grande y nos explote en las narices a los dos. Sus ojos, clavados en los míos, ya averiguan demasiado cada vez que se encuentran y este muchacho no necesita saber nada más de los sentimientos que causa su presencia en mí, al menos por ahora.

Un huracán de silencio y de algo que no entiendo nos envuelve, transportándonos muy lejos de allí, a un lugar con mucha menos gente y mucha menos responsabilidad.

—¿De verdad robaste mi número de teléfono a Cristina? —intento entablar conversación.

Él se encoge de hombros y se toca el pelo.

—¿Cómo fuiste capaz de hacerlo? —curioseo, anonadada por su falta de vergüenza y respeto.

—Yo siempre consigo lo que quiero —se acerca demasiado a mí y yo doy un paso hacia atrás.

—¿Qué haces aquí? —suelto la pregunta entre tartamudeos, asustada por la fuerza que me atrae, inexplicablemente, hacia él, pero dejando ver mi animadversión a que la intimidad se instale entre nosotros.

—Ya te lo he dicho, no me gusta la gente. Arriba hay demasiada —el tono molesto no me pasa desapercibido. No le gusta que lo rechacen, lo sé desde hace tiempo.

—Me refiero en esta fiesta de… snobs —levanto las manos señalando el espacio que nos rodea.

—Estoy por obligación —se encoge de hombros y camina hasta el borde de la piscina. Me extraño de su respuesta, pero decido ignorarla y ponerme a su lado. Podemos ver nuestro reflejo en el agua.

Tomo aire.

—Después de lo que pasó el fin de semana… —me sincero, sin mirarlo—, me avergonzaba verte.

—No pude dormir en toda la noche. Me moría por volver a besarte —se gira y me mira—. Nerea —me llama.

Lo miro.

—Báñate conmigo.

Sonrío y abro los ojos, extrañada.

—¿Qué?

—Que comencemos el año bañándonos juntos —se quita la chaqueta y la deja caer al suelo.

—No hablas en serio —niego con la cabeza.

—¿Alguna vez bromeo? —se ríe—. Vale, pero nunca miento. Vamos, anímate —me coge de las manos y de un tirón las suelto.

—Estás loco. No tengo bañador, estoy trabajando y mi ayudante me espera para irnos.

—Excusas. No te atreves y punto —me desafía.

—Ese truco lo inventé yo. No vas a convencerme —pongo los brazos en jarra.

Coge su camiseta negra por la parte de la cintura, la levanta con las dos manos y se la saca por la cabeza, dejando todo su torso desnudo a muy pocos centímetros de mí. Me quedo embobada observando sus oblicuos, los abdominales y el perfecto pecho que luce sobre ellos, rodeado de unos anchos hombros y torneados brazos. Pierdo la cuenta en el décimo tatuaje que cubre casi toda su piel.

—Quítate la ropa —me pide.

—Deja de decir estupideces.

—No te miraré. Te esperaré en el agua, de espaldas, hasta que te metas —se desabrocha los pantalones y le ruego que pare.

—¿Quieres dejar de desnudarte? —me tapo los ojos con las manos.

—No quiero mojarme la ropa —sigue quedándose sin indumentaria delante de mí. Me doy la vuelta y espero a que termine. Vuelvo a girarme cuando escucho que se tira a la piscina. Observo su pantalón y sus botas esparcidas por el suelo y su cabeza salir del agua a pocos metros de mí.

—Tienes un minuto para entrar aquí. Si no lo haces por ti misma, saldré y te tiraré vestida —grita.

—¡No serías capaz!

—Ponme a prueba.

Resoplo, suspiro y me resigno. Bueno, decido que no hay nada que desee más que mojarme junto a su cuerpo. Así que camino hasta la tumbona, le digo que no mire, espero hasta que se gira para otro lado y me quito el vestido y las medias hasta las ingles. Me siento muy desnuda aunque no lo esté del todo, un conjunto de braga y sujetador de encaje blanco cubre mis zonas más íntimas. Me introduzco en el agua despacio por las escaleras. La temperatura está demasiado alta si la comparamos con la que hace fuera y el vapor cubre unos centímetros por encima del filo del agua.

—Ya puedes mirar —mi voz sale como un murmullo.

Pablo camina hasta parar a un metro de mí, respetando un prudente espacio entre nuestros dos cuerpos casi desnudos. A él el agua no le cubre los hombros, sin embargo, yo doy pie a duras penas.

—Casi no llego al fondo.

—Ven —me ofrece la mano, la miro y, tras dudar durante una milésima de segundo, la agarro y dejo que me lleve hacia otro lado. Un calor irrefrenable me cruza el brazo y mi corazón comienza a bombear con fuerza—. Aquí estarás mejor —me suelta en una zona menos profunda. Ahora puedo vislumbrar su pecho casi entero.

—Gracias. Hubiera sido muy poco glamuroso ahogarme como un pollo —digo sin pensar. Los nervios y el calentón no me dejan procesar mucha información. Él suelta una carcajada y los músculos se le contraen ante mi atónita mirada. Poco a poco, el agua se calma y el aire comienza a pesar y a caer sobre nuestros hombros. Deja de sonreír, respira y se muerde el labio inferior con los dientes sin perder de vista mi boca.

—Eres muy bonita.

Agacho el semblante, ruborizada.

—No te escondas. Siempre he querido decírtelo.

—¿Siempre dices lo que piensas? —me armo de valor y lo miro.

—Por supuesto que no.

—Pero no te gustan los rodeos.

—No sólo no sirven para nada, sino que tardas más en conseguir tu objetivo.

—De eso se trata, ¿no? —acaricio el agua con mis manos, haciéndola resbalar entre mis dedos—, de obtener lo que quieres. No importa cómo, sino el fin.

—Yo no he dicho eso. Por mucho que desee algo o a alguien… —baja el tono al decir esto último—, no todo vale.

Un craso silencio nos envuelve.

Se toca el cabello de adelante hacia tras y viceversa de una manera rápida y un montón de gotas se esparcen a su alrededor rompiendo la tensión del momento.

—¿Quién te crees que soy? Tengo sentimientos —responde, fingiéndose lastimado.

—¡Ah! ¿Sí? Pues me ha parecido lo contrario —dramatizo, como él.

Para mi asombro, empezamos a hablar sin parar, de todo tipo de temas. Me hace reír, desinhibida, y consigue que me sienta tan cómoda y relajada que me olvido de donde estamos y por qué. De repente, lo percibo demasiado cerca, su hombro roza el mío y me pongo muy nerviosa.

—Estás temblando, quizás deberíamos salir —advierte.

—Estoy bien —susurro, ensimismada, viendo el agua resbalar por su moreno cuerpo.

Levanta un brazo y toca el mío.

—No lo estás, Nerea. —Cierro los ojos ante su contacto y, al abrirlos, me encuentro los suyos y sus labios muy cerca de los míos. La mano con la que me tiene agarrada baja hasta mi cintura, acariciando y calentando cada centímetro de mi piel. Con la otra me acaricia el cuello con cuidado.

—No conozco a nadie como tú —su respiración colisiona con la mía.

—¿Y cómo soy yo?

—Frágil y fuerte al mismo tiempo.

—Eso no parece tener mucho sentido.

—Las cosas que de verdad importan nunca lo tienen.

—¿Qué te importa a ti?

—Ahora mismo no hay nada que me importe más que besarte —murmura justo antes de unir sus labios con los míos, muy despacio, de una manera lenta y dolorosa, como si saborearme fuera lo último que va a hacer antes de partir hacia otra vida. Mi cuerpo se pega al suyo y soy consciente de nuestra piel mojada y desnuda, resbalando la una con la otra, acariciándose, inconsciente, bajo el agua. Abro mi boca para darle paso a su lengua, que se encuentra con la mía, dispuesta y decidida a aceptarla sin pudor y con muchas ganas. Pablo sabe a pensamientos maravillosos, a recuerdos bonitos y lujuria, a dejarse llevar. Gimo al notar sus dientes chocar contra los míos, le rodeo el cuello con mis brazos y me pongo de puntillas para llegar a su boca con más facilidad. Él me agarra de la cintura, me lleva hasta unas escaleras y me sienta en un peldaño para dejarme a su altura, hacerse hueco entre mis piernas y rozar con su miembro mi sexo por encima de las braguitas mojadas. Jadea cuando lo hace y yo me pongo a mil. Le rodeo las caderas con las piernas y, con sus grandes manos, me aprieta contra su pecho. Mete una de ellas entre los dos y, muy despacio, la introduce en mi ropa interior rozando mi monte de venus y abriéndose paso entre mis pliegues. Gimo sobre su boca cuando me masajea el clítoris y hace giros sobre él. Apoya su frente sobre la mía y me mira. Yo cierro los ojos, muerta de vergüenza. Y de placer.

—Mírame —susurra entre jadeos entrecortados.

Niego con la cabeza y aprieto los labios.

—Nerea. No me prives del brillo de tus ojos.

Sus palabras me hacen reaccionar y le obedezco. Nuestras miradas conectan y es entonces cuando introduce un dedo dentro de mí. Doy un pequeño grito y una corriente eléctrica recorre mis piernas hasta instalarse en mi estómago. Pablo comienza a moverlo rítmicamente, dentro y fuera, y me besa con ardor. Unos minutos después, introduce otro y el placer se multiplica por mil. Intento no chillar, pero el gustazo de sus caricias me impiden mantenerme callada. Aprieto la mandíbula y cojo aire.

—Quiero escucharte gritar. No te reprimas —murmura sin despegar nuestras bocas.

Suelto el aire que contenía y me dejo llevar.

—Llevo semanas soñando con verte así. Disfrutando de mis caricias.

Jadea y yo respondo mordiéndole un hombro. Se queja, pero no se aparta ni hace nada que me indique que no le gusta que le vaya a dejar marca.

Introduce la otra mano dentro de mis bragas y me masajea el clítoris mientras entra y sale de mi vagina con dos dedos, cada vez más rápido, cada vez a un ritmo más devastador. Me corro de golpe, sobre sus dos manos que me miman con maestría. Él no deja de tocarme hasta que mis espasmos cesan a la vez que lo hacen mis gemidos. Me relajo y mi cuerpo se queda inerte, apoyado sobre el suyo. Pablo saca sus dedos con mucho cuidado de dentro de mí y me rodea la cintura con sus grandes y tatuados brazos. Yo escondo mi cara en su cuello, abochornada por lo que acaba de pasar.

Me acaricia el pelo y la espalda con, me atrevería a decir, mucha ternura, y mi cuerpo se calma hasta que se escucha la puerta abrirse y cerrarse de un portazo, sin cuidado. Me tenso y recuerdo donde estoy.

Qué irresponsabilidad.

—Tío, te estamos esperando desde hace más de media hora —enuncia una voz masculina detrás de mí.

Pablo me cobija bajo sus brazos para que esa persona no pueda ver mi desnudez.

—¿Qué haces, tío? Vete de aquí —le recrimina.

—Imaginaba que te estarías follando a alguna zorra aquí abajo. Qué cabrón. —No puedo verle la cara desde mi posición, al igual que él no puede ver la mía (por fortuna), pero no me gusta su voz ni lo que dice; una inmensa rabia se acumula en mi estómago.

—¡Vete si no quieres que te mate! —grita demasiado cerca de mi oído y me encojo como acto reflejo.

—Está bien, pero date prisa. Tenemos que estar listos en cinco minutos.

Escuchamos la puerta, de nuevo, dar un portazo y Pablo se separa un poco de mí.

—¿Estás bien? —me agarra de la barbilla y me insta a que lo mire. Muevo la cabeza a un lado y lo empujo hacia atrás. De repente solo tengo ganas de llorar.

—¿A dónde vas? —pregunta sin soltarme.

No digo nada y me remuevo.

—Nerea, ¿qué ocurre?

—Nada. Déjame salir —contesto a la defensiva.

—Vale, tranquilízate y dime qué pasa. —Me deshago de su agarre e intento salir de la piscina.

—Nerea, no te vas a ir así —me agarra de la cintura y me atrae hacia él.

—¿Qué más da? Solo soy una zorra a la que, por cierto, no te has follado —replico, soberbia, muy cerca de su cara. Él aprieta la mandíbula, como si le molestara lo que acabo de decir.

—No puedes enfadarte conmigo por lo que haya dicho un imbécil. Y tú no eres una zorra, joder.

—No es solo por eso. Es por mí. Esto no debería haber sucedido.

—¿Por qué no? —noto que sus músculos se tensan.

—Porque no y punto. No tengo por qué darte explicac… —me corta la perorata uniendo su boca a la mía y besándome con mucha pasión. Al principio trato de separarme, pero solo tardo dos segundos en rendirme a él.

—Prométeme que me esperarás —me pide sin dejar de besarme.

—Me están esperando. Tengo que irme —musito, desorientada por su maestría al besar.

—No lo harás —beso—. Prométemelo —beso—. Dile al del pelo verde que se vaya —beso—. Yo te llevaré a casa.

Le empujo el pecho y lo aparto hasta que puedo mirarlo a los ojos.

—¿Cómo sabes que Joel…? ¿Llevas vigilándome toda la noche?

—Llevo admirándote toda la noche —me besa.

—Eres… —lo beso.

—Soy… ¿qué? —sonríe, me besa y me derrito—. Prométeme que no te irás.

Me lo pienso durante unos segundos y decido que ¿qué más puede pasar? Está bien, me puede hacer el amor en el coche, o en el ascensor, o en el rellano, o en su piso… o en el mío…

—Te lo prometo.

Espero a que salga de la piscina y no encuentro palabras adecuadas para definir lo que mis ojos ven a cámara lenta. Me babea hasta el alma. Posa las manos sobre el filo de la piscina y se impulsa hacia arriba tensando todos los músculos de brazos y espalda a la vez que el agua se desliza por su morena piel. No me pasa desapercibido el bulto de entre sus piernas. Pablo, además, tiene la ocurrencia de quitarse los calzoncillos antes de ponerse los pantalones secos. Pero no imaginéis cosas raras (grandes y prominentes), solo le veo el culo y bajo demasiadas sombras para vislumbrar todo lo que me gustaría, no obstante, aún con lo poco que consigo distinguir, puedo afirmar que tengo delante el trasero más perfecto que he tenido el placer de admirar. Se despide de mí con un guiño justo antes de cerrarse la puerta y yo no ardo porque millones de litros de agua apagan mi fuego interior.

Pero… ¿qué acaba de pasar? ¿He dejado que Pablo, el amigo de mi hermana pequeña, me masturbara?

Subo a la planta superior, donde la fiesta sigue en su máximo esplendor, la música suena a un volumen considerable y todo lo inundan cuerpos contoneándose con copas de cava en las manos. Busco a Joel para informarle de mi loca decisión: tirar mi raciocinio por el retrete y quedarme con el mejor amigo de mi hermana pequeña un rato más para, digamos, pasarlo bien y… no sé, follar, puestos a pedir. Él podría llevarse mi coche y mañana me acercaría a recogerlo a su casa.

Habla junto a la barra con el mismo chico que lo dejé en el salón de juegos. Le pregunto si podemos hablar un momento, se disculpa ante su acompañante y nos separamos de él unos metros.

—¿Se puede saber qué haces? —le pellizco el brazo.

—Ay, ¡witch! ¡Que duele! —se masajea la zona— ¿A qué te refieres?

—¿Crees que a Toni le gustaría verte flirtear con otro hombre? —le regaño, señalándolo con el dedo.

—No hago nada malo, solo estamos hablando —se defiende.

Lleva razón. No ha hecho nada malo. No es que se haya enrollado con un veinteañero en la piscina climatizada de una casa de La Finca y se haya dejado toquetear por ahí abajo, gemido y gritado mientras lo llevaban más allá del arcoíris.

—Voy a quedarme un rato más. Me he encontrado con un amigo y él me llevará a casa.

—¿Te refieres a ese man que salió de la piscina con el pelo mojado? Por cierto, las puntas —me toca el cabello— aún no se te han secado. —Me las miro y pienso que debería habérmelo recogido.

—Pero, ¿qué dices? —disimulo (muy mal).

—Oye, Reina Mora, yo me alegro de que hayas decidido darle vida a ese cuerpecito menudo, pero no tienes ni idea de con quién estabas ¿me equivoco?

Achino los ojos, un poco contrariada.

—Es Pablo, un amigo de mi hermana. Lo sé, demasiado joven… —me defiendo como puedo. Una melodía muy roquera comienza a sonar por todos los altavoces y me interrumpe. Joel me agarra de la cintura y me gira hacia el improvisado escenario donde antes pinchaba el Dj. Cinco chicos conforman una banda muy atractiva para la vista y, según lo que escucho, también para los oídos. Los ojos se me salen de las órbitas al reconocer a uno de los guitarristas, Allan toca concentrado los acordes de una preciosa melodía, no obstante, casi caigo desmayada al suelo cuando el vocalista comienza a cantar.

—Ellos son The Fox’s Lair, amore. Y con el que te has enrollado abajo es Pablo Aragón. Una de las voces con más proyección en el mundo de la música en estos momentos.

Bilogía

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